Ya antes en otras glosas…, hemos enunciado algunas ideas acerca de la
mortificación, pero… ¿Y qué es la mortificación? Se trata de una práctica
cristiana consistente en negarse a uno mismo determinadas deseos, que de suyo
son lícitas, pero se prescinde de ellos en atención a una serie de
consideraciones que vamos a exponer, pero la motivación personal, que le
impulsa a una persona a mortificarse, es el amor a Dios. La mortificación es
una ayuda en la lucha ascética, que tiene una triple finalidad;
La primera finalidad, es la de identificarse uno, con Cristo en sus sufrimientos;
La segunda, es la de desagraviar a Cristo, por los propios pecados y por los de todos los hombres;
La tercera, es la de adquirir un entrenamiento personal, para vencer la tentación, fortaleciendo nuestra voluntad.
La primera finalidad, es la de identificarse uno, con Cristo en sus sufrimientos;
La segunda, es la de desagraviar a Cristo, por los propios pecados y por los de todos los hombres;
La tercera, es la de adquirir un entrenamiento personal, para vencer la tentación, fortaleciendo nuestra voluntad.
Veamos cuales son los frutos de la mortificación, según San Alfonso
María de Ligorio: “Primeramente, nos libra de las penas contraídas por nuestros
culpables placeres, penas que en esta vida son mucho más ligeras que en la
otra…. En segundo lugar la mortificación desprende el alma de los afectos
terrenos y la dispone a volar para unirse con Dios…. En tercer lugar, la penitencia
nos hace adquirir bienes eternos, como lo reveló San Pedro de Alcántara desde
el cielo a Santa Teresa, diciendo: ¡Feliz penitencia que me ha valido tan
grande gloria!”. La importancia de la mortificación la pone de
relieve San Juan de la Cruz cuando escribe: “Y me atrevo a decir que sin mortificación nada le sirve
al alma, por mucho que haga, en orden a ir progresando en la perfección y
conocimiento de Dios”.
Nuestra vida diaria, aunque sea siempre, muy normal y corriente, está
siempre llena de contrariedades más o menos importantes, pero su aceptación
gustosa por nuestra parte, es una fuente de beneficios espirituales, que nos
hacen purgar en esta vida, parte de lo que tendríamos que sufrir en el
purgatorio. La mortificación de nuestros gustos en la comida, en el trato con
los demás, soportando lo insoportable en la conversación y en los modos
educacionales de otros, son también una fuente de bienes espirituales, que
purifican nuestra alma, siempre que todo esto, sea ejecutado sin que los demás
se den cuenta. Porque en la mortificación al igual que en la limosna, nuestra
mano derecha no debe de saber lo que hace nuestra mano izquierda.
La oración y el sacrificio se complementan mutuamente, no es
comprensible el limitarse uno simplemente a orar sin mortificarse, o al
contrario mortificarse sin orar. Ambos elementos son necesarios, para alcanzar
nuestra santificación. La mortificación al igual que la oración, he de ser
perseverante, El alma que quiere ser del Señor debe de mortificarse
continuamente, como lo es el latir de su corazón. Para que el complemento entre
la oración y la mortificación funcione la intensidad de amos elementos debe de
ir al unísono.
Se debe de orar y mortificarse porque ello es el alimento de nuestra alma,
de la misma forma que el alimento de nuestro cuerpo es el agua y la comida,
Decía San Francisco de Borja, que la oración es la que introduce en el corazón
el amor divino, pero la mortificación es quien prepara el lugar quitando la
tierra, que impediría la entrada del amor divino. Quien va a tomar agua a la
fuente con una vasija llena de tierra no llevará más que barro; hay, pues, que
quitar la tierra para después tomar agua.
La mortificación puede usarse como medio de ejercitar la penitencia.
Entre mortificación y penitencia existe una relación íntima, y ambas nos
coadyuvan a ir ganando la batalla de la perfección Lo cual es el cumplimiento
de un mandato divino. “48 Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre
celestial”. (Mt 5,48). Robert Hugh Benson, escribe diciéndonos: “La muerte de
Cristo no solo hizo posible una mera amistad, sino distintos grados de ella, a
los que ni siquiera los ángeles pueden aspirar. Y, gracias a esa preciosísima
sangre derramada por nosotros de Cristo, un alma no solo puede pasar de la
muerte a la vida, sino que, por sucesivos peldaños, etapas y niveles, puede
llegar a la perfección de la santidad misma”.
Pero el camino es largo y duro, y es por ello que Jean Lafrance escribe
diciendo: “Haga
lo que haga el hombre, que se las componga como quiera, nunca llegará a la
verdadera paz, no será jamás un hombre celeste antes de que haya cumplido los
cuarenta años…. El hombre no puede llegar a la paz verdadera y perfecta y
hacerse un hombre plenamente celestial antes de tiempo. Debe por eso, esperar
diez años, antes de que le sea concedido de verdad el Espíritu Santo, el
consolador, el Espíritu que lo enseña todo. Por eso los discípulos tuvieron que
esperar diez días después de haber recibido, sin embargo toda la preparación de
la vida y del sufrimiento”.
En tu camino hacia la santidad, también irás viendo cada vez con mayor
claridad. Quién te ama y como eres tú, esta persona a quién El ama. La
posibilidad de que en este camino puedas llegar a considerarte perfecto, no
existe. Desde luego que la mortificación de la clase y categoría que sea, nos
ayuda en el camino de búsqueda de nuestra perfección. La mortificación puede
ser activa o pasiva Es mortificación activa es la que es, buscada directamente,
como es el caso, por ejemplo, del ayuno común en muchas religiones. La Iglesia
Católica, por ejemplo recomienda pequeños sacrificios durante el tiempo de
cuaresma, y el ayuno y la abstinencia de carne, en el Viernes Santo y en el
Miércoles de Ceniza. En otras religiones, como en la musulmana, se establece
por lo menos el ayuno obligatorio durante el Ramadán.
La mortificación pasiva es la aceptación voluntaria de sacrificios que
vienen dados por la propia vida, como enfermedades, dificultades, etc. Con la
aceptación de esos sacrificios se puede dar una dimensión mayor a ellos. La
mortificación también puede ser, interior, es decir, referida a nuestro
espíritu o exterior referida a nuestro cuerpo material. La interior se refiere
al sacrificio en el ámbito de la inteligencia y de la voluntad. La corporal se
refiere al sacrificio de los sentidos corporales. Tenemos cuerpo y alma. La
mortificación externa es necesaria para reprimir los apetitos desordenados del
cuerpo. La mortificación interna, para reprimir las aflicciones desarregladas
del alma…. La mortificación externa sin la interna de poco vale. ¿De qué
aprovecha, dice San Jerónimo, extenuarse con ayunos y verse al cabo de ello
repleto de soberbia?
Se puede renunciar a ingerir cualquier alimento, por el que se tenga
preferencia o simplemente esperar algunos instantes para tomar agua cuando se
tenga sed. Pueden ser también pequeños actos que mejoren el cumplimiento de los
propios deberes profesionales o que tornen más agradable la convivencia con
otras personas: sonreír cuando se está cansado, terminar una tarea previsto,
tener presente en la cabeza problemas o necesidades de aquellas personas que
son muy queridas y no sólo los propios, etc. Muchas veces, para un cristiano
común, sería un sacrificio similar, o incluso los hay más fáciles, que aquellos
sacrificios, que realizan otras personas para bajar de peso (dieta,
operaciones) mejorar la aptitud física (musculación, gimnasia) u otros
legítimos cuidados con el propio cuerpo.
En el Concilio Vaticano II se nos recordó que: La mortificación
identifica con Cristo: “…el apóstol Pablo nos exhorta a llevar siempre la
mortificación de Jesús en nuestro cuerpo, para que también su vida se
manifieste en nuestra carne mortal”. Unas veces con carácter directo y otras veces
indirectamente, San Pablo trata ese tema de la mortificación y considera, la
práctica de la mortificación, como una manifestación del Espíritu Santo: “Hermanos, no
somos deudores a la carne, para vivir según la carne; porque si viviereis según
la carne, moriréis; más si con el espíritu mortificáis las obras de la carne,
viviréis; porque los que se rigen por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de
Dios” (Rm 8,12-14). Y en esta
misma epístola a los romanos, nos recuerda a continuación cual es el fin de la mortificación:
“Y siendo
hijos, somos también herederos; herederos de Dios y coherederos con Jesucristo,
si padecemos con Él, para que seamos con Él glorificados”. (Rm 8,17).
Y en la epístola a los gálatas confirma esta doctrina, cuando nos dice: “24 porque los que pertenecen a Cristo Jesús han
crucificado la carne con sus pasiones y sus malos deseos. 25 Si vivimos
animados por el Espíritu, dejémonos conducir también por él.”. (Gál
5,24-25). Siguiendo con San Pablo, este en su epístola a los colosenses considera
la mortificación como una práctica ascética: “5 Haced morir los miembros del hombre
terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, las pasiones
deshonestas, la concupiscencia desordenada y la avaricia, que viene a ser una
idolatría; por las cuales cosas descarga la ira de Dios sobre los incrédulos” (Col 3,5).. Continúa San Pablo. Nuestras
mortificaciones han de unirse a las de Cristo en la Cruz. “10 Traemos siempre en nuestro cuerpo por
todas partes la mortificación de Jesús, a fin de que la vida
de Jesús se manifieste también en nuestros cuerpos”. (2Cor 4,10). Y: “13 Si vivís
según la carne, moriréis; si con el espíritu mortificáis las obras de la carne,
viviréis”. (Rom 8,13).
San Agustín, alude a las palabras del Señor (Lc 10,23) y hace unos
comentarios sobre ellas. “23 Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo,
tome su cruz cada día y me siga” (Lc
10,23), Nos dice: Esa cruz que el Señor nos invita a llevar, para seguirle más
de prisa, ¿qué significa sino la mortificación? Como sabemos todos somos
portadores de una cruz. Nadie se libra de su cruz, es más, el que careciera de
ella se haría sospecho de no pertenecer al rebaño divino, afirmaba un autor que
ahora no recuerdo quien era. Quien se niega a sí mismo y toma su cruz, abrasándose
a ella por amor a Cristo, se está crucificando con Cristo. Porque quien lleva y
soporta correctamente las contrariedades de su cruz, está continuamente
mortificándose “19
Estoy clavado en la Cruz juntamente con Cristo. Y yo vivo, o más bien, no soy yo
quien vive, sino que Cristo vive en mí”. (Gál 2,19-20).
A Cristo le toca el purificarte en tus fuerzas
vitales. Dejándote llevar por Él, te purificará de tu tendencia a echar mano de
tus legítimas posesiones. Es preciso pues que cargues con la cruz de cada día,
es decir, con este conjunto de purificaciones que te proporcionan las
circunstancias de la vida. Pero ten cuidado y no fabriques la cruz en tu taller
personal, déjale a Cristo que te cargue con su cruz. Aceptando así el perder tu
vida y entonces la salvarás. San Clemente de Alejandría, al igual que los Padres de la Iglesia
reconoció la necesidad de la mortificación, viéndola como una manifestación del
amor de Dios. “El
sacrificio del cuerpo y su aflicción es acepto a Dios, si no va separado de la
penitencia; ciertamente es un verdadero culto a Dios”.
Para San Josemaría Escrivá, la mortificación es: reprimir y hacer morir,
tanto como sea posible, lo que en nosotros mismos es causa de pecado, es decir,
la carne o el hombre viejo. El fin de la mortificación es permitir que el
hombre nuevo crezca en nosotros y alcance su pleno desarrollo. Por eso, en
realidad es una vivificación. Decía en su libro Amigos de Dios que: “Convenceos de que ordinariamente no encontraréis lugar
para hazañas deslumbrantes, entre otras razones, porque no suelen presentarse.
En cambio, no os faltan ocasiones de demostrar a través de lo pequeño, de lo
normal, el amor que tenéis a Jesucristo”.
Y lo pequeño ¡claro está! Son todo un catálogo de distintas mortificaciones
que constantemente están a nuestro alcance. Y también en su libro, “Es Cristo que pasa”, nos dice: San
Josemaría: “Sólo
cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de
su alma la Cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente
desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive
verdaderamente de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el
gran fuego, la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo”.
En el Kempis, podemos leer: “Prepárate para sufrir con paciencia más que para gozar
de consuelos, y más para llevar la cruz que para la alegría”. Y en el Blosio: “No te acobardes ni pienses que estás muy
lejos de Dios porque tal vez no le puedes ofrecer una vida dura y rigurosa, o
porque no sientes que interiormente eres movido y llevado a imitarla. Porque no
consiste en esto la perfección ni la santidad verdadera, sino en la
mortificación de la propia voluntad y de los vicios, y en la humildad y en la
caridad”. La mortificación no es meramente algo negativo; es el
desprenderse de sí, para permitir a Jesús vivir Si vida en nosotros y ponernos
en condiciones de participar completamente en ella. Quienes no están habituados
a negarse nada, quienes abren la puerta a todo lo que le piden los sentidos,
quienes buscan en primer término agradar al cuerpo y solo se afanan en buscar
las mayores comodidades, difícilmente podrán ser dueños de sí mismos y alcanzar
a Dios.
Los que tratan de encontrar a Dios, sin sacrificio, sin mortificación y
sin Cruz, no lo encontrarán jamás. Porque no existe un camino hacia Dios, que
no pase por la oración y el sacrificio. Es un disparate, decía Santa Teresa de
Jesús “Creer
que Dios, admite a su amistad estrecha gente regalada y sin trabajos”. La
mortificación no es simple moderación,… sino abnegación verdadera, dar cabida a
la vida sobrenatural en nuestra alma, adelanto de aquella gloria venidera que
se ha de manifestar en nosotros Estas pequeñas renuncias a lo largo del día,
constituyen un arma poderosa, para ir adquiriendo, el hábito de la
mortificación dada la natural tendencia que tenemos, por razón de la dichosa concupiscencia, a resistir y a
olvidarnos de la Cruz.
Mi
más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan
del Carmelo
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