En los últimos diez años, más o
menos, se han ido formando, organizando y reproduciendo pequeños grupos de
católicos integristas. El fenómeno lefevriano en ese mismo lapso de tiempo ha
continuado su decadencia. La Sociedad de San Pío X llevaba tiempo estancada,
pero ahora resulta innegable su irreversible hundimiento. Sin embargo, los
grupos integristas dentro de la Iglesia sí que se han experimentado un cierto
auge, aunque sigan siendo una realidad muy minoritaria.
Resulta interesante observar que
estos integristas no cuentan con ningún teólogo que los avale, ni siquiera de
segunda fila. Son más una corriente de opinión y sobre todo una estética. Lo
malo es que constituyen una corriente de opinión descalificante y se aferran a
una estética determinada de un modo excluyente. A mí me gustan las liturgias de
estética arcaica, pero sin hacer de eso un vicio. ¿Por qué aferrarse a la
liturgia del siglo XIX y no, por ejemplo, a la del siglo VII?
El resultado de todo esto es que
existen unos cuantos millares de católicos que están descontentos, incómodos y
siempre criticando, disparando contra todo y contra todos. Salvo, eso sí,
contra aquellos pocos elegidos que encajan al 100% con sus prejuicios.
El Vaticano II supuso una
apertura de mente y de alma, otra forma de mirar el cristianismo. Nada negó ese
concilio del Magisterio, y, sin embargo, nos hizo mirarlo todo con una nueva
mentalidad.
A todos los integristas que me
lean, yo les haría un llamamiento a la humildad. Todos creemos estar en
posesión de la verdad. Existe un modo de entender el cristianismo que es
inquisitorial, agresivo, contra la caridad. El cristianismo es afirmación, no
negación. Es abrazo, no hoguera.
Nunca ha sido tan verdad la cautela de no ser más papista que el Papa.
Hay muchas cosas católicas en la Iglesia. Pero pocas cosas son más católicas
que el amor al Papa.
P.
FORTEA
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