Las terrazas en invierno son
sitios agradables. Tienen estufas y el frío hace que un par de whiskys
produzcan el mismo efecto que dos vasos de ese líquido infecto que se llama
“agua mineral”. El tercer whisky empieza a dilatar los vasos sanguíneos, baja
la tensión arterial y uno enciende el enésimo cigarrillo. También presta oídos
a la conversación de la mesa vecina. Son dos tipos mayores. Uno de ellos es
calvo, como aquel actor Telly Savalas, y gasta perilla y bigote. El otro,
canoso, bien afeitado, bebe en silencio y mira en derredor de cuando en cuando.
-No lo dude, querido amigo,
España está en el punto de mira del demonio desde siempre, pero con especial
virulencia desde mediado el siglo XVIII. Aquí hubo una aparición a un beato,
del propio Cristo, sí, lo que oye, y le dijo que Su Divino Corazón reinaría en
España más que en otros lugares. Bueno, no sé si dijo eso exactamente, pero es
así. O sea, que el Sagrado Corazón reinaría en esta tierra nuestra. El diablo
tomó nota y le pasó el encargo a los ilustrados, esa raza de víboras… Ponga
otra copa, haga el favor. ¿Y usted? ¿No? Bueno. Le decía algo de esta peste de
los afrancesados… Fíjese, todo el XIX se nos va en guerras contra la pestilente
Modernidad y contra la descristianización de España. Un siglo de guerras de
esos sinvergüenzas contra la Santa Tradición. Y no pudieron, no pudieron. El
drama se perpetuó en el siglo XX. Y aquí somos tan chulos que dejamos a las persecuciones
de los romanos en cosa de aficionados, como de ursulinas metidas a mafiosas.
Aquí los comecuras, los enemigos de la Santa Madre Iglesia, cometieron
salvajadas que hubieran hecho vomitar al mismísimo Vlad Tepes, ya sabe, el
conde Drácula. No les salió bien porque, por una vez, ganamos los católicos.
Pero eso se terminó en 1978 y desde entonces, como dijo Alfonso Guerra, a
España no la reconoce ni la madre que la parió. Sin embargo, que no canten
victoria tan pronto estos laicistas demoníacos. Su jefe, satán, teme a España.
Un solo español la puede liar parda si se lo propone. Y se lo han propuesto
unos cuantos. Mire usted la que lió santo Domingo al fundar los dominicos:
temblaron los herejes todos; y san Ignacio, con los jesuitas: se comió el mundo
y cristianizó a más de media humanidad; y santa Teresa, que tenía un par de
huevos, reformando el Carmelo. Y si vamos al siglo XX, este santo aragonés, San
Josemaría Escrivá, que funda el Opus Dei. O sea, gente muy dura que ha hecho
mucho daño a los malos y a lucifer y mucho bien a las almas. ¿No cree? Aquí se
han fundado, digamos, las divisiones acorazadas de la Iglesia. Es normal que
nos tengan tanto odio.
-Y miedo –apostilla el canoso,
mirándome.
-Y miedo –prosigue el calvo-.
Mucho miedo. Un español con vocación vale por cuarenta, me dijo un día el jefe
de no recuerdo qué congregación. Quieren acabar con España, con el catolicismo
en España. Y yo les digo que tendrán que acabar con todos y cada uno de
nosotros, porque como quede uno solo vivo, ya han perdido la batalla. Porque la
guerra nos la ganó Cristo, no lo olvide.
-No lo olvido –concluye el viejo
y, dirigiéndose a mí, añade: si quiere escuchar, siéntese aquí, con nosotros.
-Gracias.
-No hay de qué, caballero. ¿Nos
conocemos?
-Yo creo…
-Yo creo que sí, muchacho. Usted
ha escrito sobre mí. Se lo agradezco. Y también ha escrito sobre este señor –el
canoso señala al calvo.
-Yo…
-No se sorprenda. Debería usted
saber que para Dios todos estamos vivos. Que no veamos a los muertos es mera
ilusión óptica. Ya se le pasará.
-Sí, querido amigo. Estábamos
hablando del pasado, es cierto. Tan cierto como que también podemos hablar del
futuro –tercia el calvo-. La historia se repetirá, porque siempre se repite y
porque el diablo anda suelto desde hace unas cuantas décadas. Pero no tema. Los
imperios actuales caerán con mucha rapidez porque ya no se fundamentan en
sólidos valores religiosos sino en la mentira del dinero. Ustedes verán la gran
descomposición mundial y la gran persecución. Luego…
-¿Luego?
-Lea el Apocalipsis, amigo. ¿Otra
copa?
-Pero, pero, ¿ustedes… beben?
-Los
fantasmas ni comen, ni beben, amigo. ¿Le pido otra copa o no?
Paco
Segarra
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