domingo, 14 de septiembre de 2014

FIESTA DE LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ: HISTORIA DEL HOMBRE Y DE DIOS


El encuentro de Nicodemo con Jesús se produce de noche. La noche expresa, para san Juan, mucho más que un momento en el día. De algún modo, Nicodemo nos representa a nosotros, creyentes del tercer milenio, que nos acercamos como él a Jesús con cierto respeto. Respeto a lo que los demás puedan decir de nosotros por el hecho de ser y vivir como cristianos. Nuestro corazón, como el de Nicodemo, anhela ese diálogo con Cristo, pero la sociedad que nos rodea nos lo hace percibir como algo obsoleto e irritante; por eso nos acercamos ocultos y sigilosos.

Pero la noche del encuentro nos habla también de la oscuridad que anega nuestro corazón y nuestra vida. La oscuridad sólo se disipa con la luz. Y Cristo es la luz. Su mensaje ilumina nuestra historia, y en un diálogo sincero entrega a Nicodemo las claves de su propuesta. En aquel judío temeroso, pero inquieto, las recibimos también nosotros. La revelación y el anuncio del misterio de la Cruz aparece envuelto en el amor desbordado del Padre por toda la Humanidad: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para salvar a los hombres. Por su Cruz, hemos sido salvados.

En esta fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, la Iglesia nos invita a levantar con orgullo la Cruz gloriosa, para que el mundo vea hasta dónde ha llegado el amor del Crucificado por los hombres, por todos los hombres. Nos invita a dar gracias a Dios porque, de un árbol portador de muerte, ha surgido de nuevo la vida. Es tanto el amor que Dios nos tiene, que se desvive por mostrarnos los caminos imposibles que nos acercan a Él. La historia de Dios y la historia de los hombres se entrecruzan en la Cruz... Cuántas veces lo hemos visto a lo largo de los siglos, y con cuánto dolor contemplamos hoy a tantos hermanos nuestros que siguen portando cruces, pesadísimas e injustas, que se nos antojan insoportables. Pero Dios asume nuestra historia. Quiere caminar con nosotros, se hace uno de nosotros, asumiendo la condición de esclavo y abrazándose a la Cruz: «¡Dios -decía el Papa Francisco, en esta misma fiesta, el año pasado- hace este recorrido por amor! No hay otra explicación: sólo el amor hace estas cosas. Hoy miramos la Cruz, historia del hombre e historia de Dios. Miramos esta Cruz, donde se puede probar esa miel de áloe, esa miel amarga, esa dulzura amarga del sacrificio de Jesús. Pero este misterio es tan grande..., y nosotros solos no podemos ver bien este misterio, no tanto para comprender, sí, comprender..., sino sentir profundamente la salvación de este misterio. Ante todo, el misterio de la Cruz. Sólo se puede comprender un poquito de rodillas, en la oración, pero también a través de las lágrimas: son las lágrimas las que nos acercan a este misterio».

La cruz de Cristo es el distintivo de nuestro discipulado. Sólo podemos seguir al Señor si tomamos de verdad nuestra cruz. ¡Pero de verdad! No podemos seguirle sin comprender y abrazar la cruz, como nos decía el Papa Francisco en la primera homilía de su pontificado, en la misma Capilla Sixtina, a los cardenales, tras su elección: «Te sigo, pero no hablemos de cruz. Esto no tiene nada que ver. Te sigo de otra manera, sin la cruz. Cuando caminamos sin la cruz, cuando edificamos sin la cruz y cuando confesamos un Cristo sin cruz, no somos discípulos del Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, Papas, pero no discípulos del Señor».

¡Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque con tu Santa Cruz redimiste al mundo!

+ Carlos Escribano Subías
obispo de Teruel y Albarracín

 
EVANGELIO

En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo:

«Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna».

Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna.

Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.

Juan 3, 13-17

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