Hace unos meses hice un viaje
profesional para participar en un congreso y visitar varios colegas en
Australia. De camino, mi vuelo hizo escala en Singapur, uno de los estados más
prósperos del ya de por sí muy dinámico Sureste asiático. Afortunadamente, la
escala fue larga, lo que me permitió salir del aeropuerto para poder asistir a
la Santa Misa, que de otra forma hubiera perdido ese día. Ya había localizado
una iglesia no muy lejos del aeropuerto (en el sector Este de la ciudad), y
tuve suerte de que el vuelo llegara puntual y los trámites de entrada fuera
razonablemente rápidos, así que llegué justo al inicio de la ceremonia. Me
llamaron la atención tres cosas: la gran cantidad de gente que estaba en misa,
un día de diario, en un país que es famoso por trabajar muchas horas; que había
gente de todas las edades, también jóvenes, lo que confirma que la Iglesia
católica se expande en países donde hasta hace unas décadas era una exigua
minoría; y, finalmente, que la mayor parte de los que asistían a la Santa Misa
eran mujeres. Al terminar, una de ellas me invitó a hacer un rato de oración en
una pequeña capilla que tenían en el piso de arriba: también eran mayoría las
mujeres.
En todos los países que visito hay personas en las iglesias de toda edad y condición, pero siempre las mujeres son mayoría, a veces muy abultada. ¿Por qué? Me permito dar una sencilla explicación, que naturalmente no he contrastado con ningún experto en la materia, si es que alguno hay. Me parece que las mujeres son más religiosas por naturaleza porque son más generosas, porque están más abiertas a la vida (ellas, por naturaleza, reciben la vida y dan la vida), porque saben mirar a los demás con cercanía, con cariño maternal, porque son más espirituales, porque disfrutan con regalos que no tienen ninguna utilidad (las flores), porque necesitan sentirse queridas y necesitan querer.
Tantas veces se dice, recogiendo
uno de los múltiples tópicos poco meditados sobre la Iglesia, que la mujer no
tiene ninguna importancia, porque no puede mandar, porque no puede ser obispo o
sacerdote, como si el liderazgo en la iglesia viniera solo por la autoridad.
¿Quién tiene más liderazgo, quien es más reconocido por el pueblo cristiano, la
Beata Teresa de Calcuta o el Papa Pablo VI? ¿Quién ha tenido más influencia, la
Virgen María, Madre de Jesús, o cualquiera de los múltiples Papas o fundadores
de órdenes religiosas? ¿Por qué, si no tienen ningún protagonismo, incluimos en
nuestras plegarias diarias a las primeras mártires: Perpetua y Felicidad,
Agueda, Lucia, Inés, Cecilia y Anastasia? ¿Por qué veneramos con cariño y
acudimos a la intercesión de Santa Brígida, Santa Edit Stein, Santa Catalina de
Siena, Santa Teresa de Ávila, o Santa Teresa de Lisieux?
Si, ciertamente, la mujer tiene
un papel fundamental en la Iglesia, también en el retorno de quienes la han
abandonado: a la mujer cristiana corresponde mostrar el rostro amable de Dios
en tantos ambientes, evitando a la vez ser cómplice de la degradación moral y
humana que ciertas estructuras perversas intentan imponer en el mundo. Creo que
es clave extender una visión más maternal de las relaciones humanas, sociales y
económicas, para hacer este mundo más humano. La familia, en casi todos los
países del mundo, es la institución más valorada en las encuestas, por encima
de cualquier grupo religioso, deportivo, político o social. Una razón clave, a
mi modo de ver, es la primacía del amor en las relaciones familiares. Por
encima de otros intereses, cada uno es valorado en su familia simple y
llanamente por lo que es, y no por lo que tiene o lo que sabe, y cada uno es
amado de modo personal, con sus peculiaridades. No cabe duda que el núcleo de
la familia es la madre, bien lo experimentamos los que hemos perdido la
nuestra, porque ellas saben siempre unir, suavizar discordias, aliviar la
polémica. Subrayar ese papel maternal en todas las relaciones humanas nos hará
concebirlas en un tono más positivo, más generoso.
El individualismo de la sociedad
occidental, que lleva a la exclusión de los menos capaces; el materialismo, que
pone por encima el beneficio del bien último de la persona; el uso de la fuerza
en las relaciones internacionales, por encima del derecho y la justicia, son
síntomas de una civilización que requiere nuevos resortes. Imbuirla de un
sentido más solidario, más maternal, puede ser parte de la nueva cultura
cristiana que es preciso construir. Por ejemplo, la amplísima mayoría de
mujeres en tareas de voluntariado da testimonio de esta capacidad de darse a
otros, de atender a quien más lo necesita, de concretar los grandes proyectos
en personas singulares, que tanto necesitamos para cambiar los patrones
económicos y culturales de nuestra sociedad occidental.
Una madre
no abandona a un hijo menos capaz, sino que sabe sacar de cada uno lo mejor de
sí mismo, sabe perdonar y a la vez mostrar justicia, sabe animar sin ser
imprescindible, sabe rezar y enseñar a rezar. El testimonio de las mujeres
cristianas, tan vivo en las figuras de Teresa de Calcuta, Teresa de Lisieux,
Francisca Javiera Cabrini, o Josephina Bakkita, sigue alentando a la Iglesia,
con una fuerza vital insustituible. Ojalá lo siga siendo, ojalá sepamos
escuchar ese mensaje y hacerlo más presente en nuestras vidas.
Emilio Chuvieco
Salinero
No hay comentarios:
Publicar un comentario