lunes, 14 de abril de 2014

MARTES SANTO: PERDÓN, ESPERANZA Y FIDELIDAD


ALCANZAR SU PERDÓN

Comenzamos la celebración del Martes Santo pidien­do a Dios en la oración colecta: «Dios todopoderoso y eterno, concédenos participar tan vivamente en las ce­lebraciones de la pasión del Señor, que alcancemos tu perdón». La Semana Santa, como tantas celebraciones de los misterios de nuestra fe, hace tiempo que asiste al triste espectáculo de su desacralización por parte del ambiente de la calle. El tremendo brío que lleva la vida va secularizando las manifestaciones más sagradas de nuestra Religión. La Semana Santa para muchos, para muchísimos, es tiempo de vacación, de turismo, de di­versión, de folklore. Los desfiles pasionales quedan re­ducidos a puro tipismo y a un lamentable comercio. El espíritu de estos días pasa inadvertido para una parte considerable del pueblo de Dios. No se busca el perdón y la penitencia. Nos contentamos con el aparatoso exhi­bicionismo callejero de unas procesiones desvirtuadas que, en más de un caso, rompen la seriedad del momen­to enmarañando los fines litúrgicos y espirituales.

Las celebraciones litúrgicas deben ser para nosotros un medio de santificación. «Debemos recordar que la celebración religiosa, la liturgia en particular, tiende a producir un efecto duradero; forma parte de la pedago­gía siempre reformadora y siempre perfeccionadora, con la que la Iglesia, ´madre y maestra´, educa a sus hijos fieles a una mejor comprensión y a una mayor profesión de nuestra vocación cristiana: el calendario religioso no gira en el tiempo siempre en la misma órbita, sino que tiende a subir en espiral, y a desarrollar hacia una pro­gresiva santificación el curso de nuestra peregrinación temporal» (Pablo VI).

Con este ánimo de progreso espiritual nos acercamos hoy a la liturgia santa de la Misa para pedirle al Señor perdón por nuestros pecados. La primera «Semana Santa», la pasión y muerte del Señor, tuvo su origen en nuestros pecados. Cristo sigue padeciendo por nuestros pecados. Tú y yo somos pecadores y he­mos hecho posible la crucifixión del Señor. Es justo que con espíritu de penitencia, con el corazón roto de dolor, nos acerquemos hoy al Señor para pedirle per­dón.

«Nosotros debemos hacer, como hacen los buenos co­merciantes al final de su ejercicio económico, nuestro balance sobre lo que hemos ganado por nuestra partici­pación en las fiestas religiosas: impresiones espiritua­les, profundización de la palabra de Dios o de algún mis­terio de la gracia, propósitos hechos o renovados en orden a la observancia práctica de la norma cristiana, y así sucesivamente» (Ibídem)
MI ESPERANZA

La esperanza es virtud teologal sembrada en nuestra alma desde el día de nuestro bautismo. Esta virtud nos llena de confianza en Dios y nos hace descansar en su misericordia. No hay motivo para la desesperación. Aun­que el mundo se hunda a nuestro alrededor y todos los asideros humanos nos fallen, aunque parezca que la vida ya no tiene alicientes y todo se revuelve en un amargo fracaso, tenemos que recogernos en nuestro interior y escuchar, con serena alegría, aquellas divinas palabras de Cristo: Venid a mí todos los que estáis fa­tigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga li­gera (Mt. 11,2830)

Se trata de ir al Señor para encontrar el descanso espiritual. Se trata de cargar con la cruz del Señor y no inventarnos cruces que no encajan y nos desalientan. En definitiva se trata de ser mansos y humildes de cora­zón y entonces nuestra carga será siempre suave y li­gera. No habrá jamás motivo para la desesperación.

En la Sagrada Escritura se habla siempre de la espe­ranza de una salvación que llega. El reino de Dios que Cristo pone a nuestro alcance nos garantiza que esa esperanza no es una ilusión o una utopía. La esperanza cristiana está fundada sobre la fidelidad de Dios, y no consiste simplemente en tener paciencia y olvidar. Por eso le cantamos al Señor hoy en el Salmo responsorial de la Misa: A ti, Señor, me acojo: no quede yo derrota­do para siempre; tú que eres justo, líbrame y ponme a salvo, inclina a mí tu oído y sálvame. Sé tú mi roca de refugio, el alcázar donde me salve, porque mi peña y mi alcázar eres tú. Dios mío, líbrame de la mano per­versa. Porque tú, Dios mío, fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. En el vientre ma­terno ya me apoyaba en ti; ´en el seno, tú me soste­nías (Sal. 70).

La esperanza hace de los cristianos hombres alegres y animosos, diferentes de aquellos que no tienen hori­zontes y su mirada es gris. Teniendo, pues, esta espe­ranza, hablemos con toda valentía... (2 Co 3,12).

Es San Bernardo el que nos dice: «Fíate enteramente de Dios, encomiéndate a Él, descarga en su providencia todos tus cuidados, y Él te sustentará, de modo que confiadamente puedas decir: el Señor anda solícito por (Ps 39,18) >» (San Bernardo).

¿No merece la pena que confiemos más en Dios y nos convenzamos que las esperanzas humanas son pura ilusión? «La esperanza siempre nace con el amor» (Cer­vantes).

NO SEAS TRAIDOR

¡Qué triste es el papel de Judas en la vida del Señor! Tendría que ocurrir así, pero qué pena me da Judas, que traicionó a mi Maestro. Misterios de Dios que tal vez no comprendamos, pero que nos revelan hasta qué punto respeta El la libertad de los hombres. ¿No podía haber cambiado el corazón de Judas? Sí, pero ¿para qué quie­re Dios un corazón contrahecho, un amor forzado, una fría lealtad?

Leemos el Evangelio de hoy, y la acción de Judas nos produce de nuevo escalofríos. ¿Es posible traicionar a Dios de esta manera? Y, ¿por qué hacernos esta pre­gunta si tú y yo lo hemos vendido más de una vez? Cada pecado es una traición, una deslealtad. Somos conscien­tes la mayoría de las veces de nuestra perfidia. No nos excusemos tanto en la debilidad, en la maldad de los demás, en la fuerza del ambiente. Tú y yo somos peca­dores que en más de una ocasión no queremos aceptar nuestro pecado. Hoy seguimos traicionando a Cristo con nuestra turbia conducta, y lo que es peor, nos seguimos justificando en mil estúpidas razones. El mundo se ha convertido en una fábrica de cruces.

«Hermanos, dejemos que esta misteriosa fascinación nos domine con su doble sentimiento: de reproche y de esperanza.

De reproche: las heridas todavía sangrantes de Cris­to, ¿no refleja cruelmente todas las violencias, las tor­turas, las matanzas, las barbaries, de las cuales aún hoy es capaz el odio, la maldad, la prepotencia, la insensi­bilidad del hombre humano? Sí, él, viciado por todos los progresos de la civilización, es todavía miope ante el modo de usarlos sabiamente. Y entonces digámonos a nosotros mismos: cesen ya los ultrajes a la vida y a la dignidad de los hombres, ¡cese ya la impasible falta de humanidad, que atenta contra la vida inocente e in­defensa que hoy se está haciendo profesional y organi­zada!, cese ya la estrategia que se funda en la carrera al poder destructor de las almas científicas!, ¡cese ya el abuso degradante del placer vicioso, erigido como ideal de libertad y de felicidad ciega y egoísta. Y esta increpación podría prolongarse hasta donde llega la de­gradación humana, es decir, muy lejos.

Pero escuchemos más bien las efusiones de esperan­za que irradian de la Cruz de Cristo...» (Pablo VI).

En nosotros siempre existe la posibilidad de una trai­ción. No podemos fiarnos demasiado porque nos cono­cemos muy bien. El papel de Judas es de fácil interpre­tación.
Por eso, lo que procede ahora es pedirle al Señor hu­mildemente la virtud de la fortaleza para no ser traido­res.

Juan García Inza

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