Escuchaba hoy la propuesta un
jovencísimo profesor de una facultad de teología de Roma, de que el Papa
Francisco declarase un año jubilar en el que se perdonasen las deudas.
Hay que dejar claro que, en el
año jubilar, en el Antiguo Testamento, lo que se perdonaban no eran las deudas
exactamente. Si no que se trataba de un mecanismo de retorno de las propiedades
embargadas a sus dueños a causa de la pobreza. Mecanismo dispuesto por Dios
para que las tierras no se concentrasen en pocas manos, creando grandes
latifundios y dejando sin tierras al resto.
De hecho, en el mismo texto que
regula el año jubilar, se deja claro que los terrenos se embargarán calculando
su valor de acuerdo a los años que queden hasta el año jubilar (Lev 25, 13-16).
No resulta éste post el lugar
adecuado para explicar largamente la naturaleza espiritual y económica del año
jubilar. Pero quede claro que la economía del pueblo de Israel en la época del
Levítico era una economía de transacciones agrarias y trueques ganaderos en la
que ni siquiera corría moneda alguna.
Plantear que se realice una
condonación universal de las deudas en nuestro entero sistema financiero, así,
por decreto, resulta impracticable. Es el pensamiento de los antisistema: si
nos perdonan las deudas a todos, ya nadie tendrá deudas.
Hace años (era más una moda de
hace años), algunos eclesiásticos manifestaban enérgicamente y con entusiasmo
que habría que perdonar la deuda exterior de algunos países del Tercer Mundo.
Resultaba evidente que no pocos de esos países africanos y no africanos con
deuda exterior, tenían gobiernos endémicamente corruptos. Ríos de oro habían
sido prestados para el desarrollo de esos países, y esos ríos de oro se habían
secado sin producir ningún desarrollo. Curiosamente, esos gobernantes gozaban
de cuentas en Suiza tan astronómicas como esos áureos ríos desaparecidos en
combate.
La solución de esos bondadosos
eclesiásticos era perdonar la deuda. No importaba que los mismos gobernantes
corruptos que habían provocado la pobreza siguieran en el poder. No importaban
las cuentas en Suiza. No importaba nada. Sólo importaba el discurso
políticamente correcto.
Desde luego el buenísimo
políticamente correcto de algunos clérigos llega a cotas de inutilidad
difícilmente superables en los siglos por venir. Incluso entre los estadistas
no creyentes, cuando se ha logrado algo es cuando ha llegado al poder alguien
con una visión realista y pragmática del mundo, la economía y la sociedad.
Pero a mí no me hagáis caso. Yo sólo soy un pobre fariseo inquisidor
corrompido y, por eso mismo, amante de los esplendorosos fastos pontificales.
P.
FORTEA
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