miércoles, 26 de febrero de 2014

COMULGAR LOS DIVORCIADOS...



Los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios, pero, como signos, también tienen un fin instructivo. No sólo suponen la fe, también la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones; por ser llaman sacramentos de la fe (Catecismo de la Iglesia Católica, 1123)
Los sacramentos son signos que comunican e instruyen, por lo tanto se pueden considerar como unos medios de comunicación un tanto especiales. Son especiales porque comunican, al mismo tiempo, mensajes diferentes y coherentes, en ámbitos comunicativos diferentes. Dicho de forma más sencilla, los sacramentos comunican la gracia de Dios a quien los recibe pero también comunican unidad a quienes participan en la ceremonia litúrgica, comunican el mensaje salvador de Cristo y un compromiso de santidad y coherencia. Todos estos niveles de significado se unen dentro de un signo y son recibidos las personas que están presentes en la celebración litúrgica.
Los sacramentos también tienen una fuerte carga simbólica. Es decir, son signos que señalan y evidencian una realidad. Seguro que todos sabemos que cuando estamos en la carretera, un símbolo de peligro indica algo de lo que tener cuidado. Una señal de restaurante de calidad, suele indicar que se puede comer bien en el local que lo tiene colgado. Los símbolos unen coherentemente el mensaje a la realidad que hay detrás, a menos que alguien mienta y utilice un símbolo para esconder lo que no es. Hablaríamos entonces de deshonestidad e incoherencia o dicho de forma clara, mentira.
El relativismo dominante, heredero del nominalismo, no acepta que los signos tengan un significado estable ni que puedan ser interpretados universalmente de la misma forma. Los “ingenieros sociales” utilizan constantemente el cambio semántico para inculcar ideologías sin que nos demos cuenta. Por ejemplo, llamar al aborto “interrupción voluntaria del embarazo” conlleva un cambio en el significado que propicia la aceptación de un acto reprobable.
La comunicación es muy importante dentro del cristianismo, puesto que crea comunidad y la comunidad se cimienta en la comunicación. La Iglesia es comunicación, ya que su misión es comunicar el Evangelio. La comunidad se crea sobre los cimientos de un entendimiento y vivencia común que se expresan mediante signos. Una comunidad de fe, está formada por personas, que viven su fe unidos y la comunican a través de signos que todos entienden y aceptan.
En estos momentos la Iglesia está considerando un cambio en las normas que excluyen de la Eucaristía a algunas personas divorciadas y vueltas a casar. En concreto se está planteando aceptar que comulguen las personas divorciadas, casadas por lo civil, que sufren la imposibilidad de comulgar con su comunidad. Si usted ha tenido la paciencia de revisar la prensa, habrá leído y escuchado como se generalizaba estas consideraciones, afirmando que el Papa Francisco quiere que los divorciados puedan comulgar, sin matizar nada más. Lo cierto es que a partir de una comunicación sesgada se han creado una serie de expectativas que podríamos llamar el “espíritu del Sínodo de la Familia” a similitud de “espíritu del Concilio” que acompañó al Concilio Vaticano II y que todavía está presente entre nosotros.
En consistorio de la semana pasada y los Sínodos que vendrán este año y el siguiente, buscan nuevos enfoques “pastorales” al eterno problema de la familia y el matrimonio. Pero una cosa son los nuevos enfoques y otra cosa lo que el “espíritu del sínodo” dice que se va a suceder. Lo cierto es que se va creando una conciencia que permita interpretar los resultados del Sínodo a través del “Espíritu” y no por medio de la realidad.
Dejemos las generalidades y acerquémonos a las consecuencias comunicativas que puede tener la admisión a la Eucaristía a personas divorciadas. Dicho sea que hay parroquias donde esto ya se hace de forma cotidiana, por lo que en estos casos sólo se trataría de dar soporte legal a una práctica aceptada y bien vista.
La exclusión de la Eucaristía tiene un significado claro: quien está excluido se ha separado de la fe de forma pública y notoria. Se le excluye para evidenciar que su comportamiento supone una ruptura real y pública con la fe común. Si no se excluyera a estas personas, se daría el mensaje de que la fe es diferente.
Si se permite comulgar a las personas divorciadas, se transmite un mensaje claro. Aunque en los papeles del Sínodo se diga que los sacramentos no han cambiado ni ha cambiado la doctrina eclesial, la realidad práctica comunica lo contrario. Esta disociación entre los documentos escritos y el “espíritu” que se aplica con mucha frecuencia.
En este caso se comunica que no hay pecado permanente al contraer segundas o terceras nupcias, mientras se desee seguir participando en comunidad y se sufra por no poder comulgar. También la Eucaristía pierde significado y simbolismo, ya que su acceso está únicamente condicionado al deseo de pertenencia a la comunidad y no a compartir la misma fe.
Hay que tener cuidado con todo esto, ya que la relativización semántica de los signos es causa de muchos sufrimientos y rencillas dentro de la Iglesia. Podemos citar la misa como paradigma de la facilidad con que el cambio semántico de los signos crea continuos malentendidos y rencillas.
Les pongo un ejemplo que algunas personas han vivido y viven. Algunos sacerdotes niegan la comunión a quien solicita recibirla en la boca y arrodillados. Es cierto que negar la Eucaristía por arrodillarse es denunciable, pero detrás de este comportamiento hay una razón muy fuerte: la comunidad necesita coherencia en el significado de los signos y en estas comunidades se rechazan signos alternativos.
¿Qué mensaje se comunicaría en una comunidad se permita comulgar a los divorciados y se impida comulgar a quien se arrodilla? ¿Quién es el pecador público? ¿Cuál es el pecado que comete el que se arrodilla y que le excomulga de facto? A lo mejor dar preferencia a Cristo frente a la comunidad resulta ser algo inaceptable en estas comunidades. Dicho todo esto, no puedo negar la potestad de la Iglesia para cambiar las reglas de juego en determinados casos, pero si esto se realiza, hay que tener en cuenta las consecuencias que vendrán detrás.

Néstor Mora Núñez

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