lunes, 18 de marzo de 2013

ABRAZAD, PUES, LA POBREZA COMO LA DULCE AMIGA DE JESUCRISTO


...Nuestro Señor, Nuestra Señora, los Apóstoles, tantos santos y santas han sido pobres. Y pudiendo ser ricos han despreciado el serlo...

...Abrazad, pues, la pobreza como la dulce amiga de Jesucristo, pues El nació, vivió y murió en la pobreza que fue la nodriza de toda su vida.»

San José es un admirable modelo de abandono a la Providencia en la necesidad.

Porque Jesucristo dijo a sus discípulos:

«No llevéis oro ni plata, no os preocupéis del día de mañana».

San Francisco, no profesó la pobreza, como los filósofos o anacoretas, por el solo placer de desembarazarse de los cuidados materiales, librarse de la esclavitud de las riquezas o preservarse de sus peligrosas seducciones.

Ni la amó como los filántropos cristianos, para cumplir con más larga generosidad las obras de misericordia.

Tampoco se vio atraído hacia ella por una idea práctica de ascetismo, de reforma religiosa o de utilidad apostólica. Y esto es precisamente lo que distingue su pobreza de la pobreza adoptada por otros santos.

Todas estas consideraciones, muy justas, por otra parte, no pasaban desapercibidas para él, pero eran sólo razones secundarias, y en todo caso no fueron ellas quienes le determinaron.

Eran algo así como pruebas de razón que confirmaban las revelaciones del amor.

Francisco, ama la pobreza solamente porque la pobreza había sido amada por Jesús, «porque Jesús se hizo pobre por nosotros en este mundo».

Porque dice el Señor:

El que pierda su alma por mi causa, la salvará para la vida eterna.

Porque dice el Señor:

Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos...

Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres y os maldigan...

No temáis a aquellos que matan el cuerpo...»

Sin un mínimo de bienes temporales una familia no podría conservarse, atender a sus buenas obras y proveer moderadamente el porvenir. Si lo temporal marcha bien, el espíritu se hallará menos abrumado de cuidados, más libre para entregarse todo a lo espiritual.

Como Dios nos ha constituido sus administradores y los dispensadores de esos bienes, con ellos podrá hacerse un fructuoso apostolado, puesto que al aliviar los cuerpos se tiene ocasión de ganar las almas para Dios, a la vez que se siente el placer de hacer dichoso a otros, porque «es mucho más agradable dar que recibir».
Tiene, pues, razón San Francisco de Sales al decir en este sentido: «que ser rico de hecho y pobre de afecto es la gran dicha del cristiano, pues por este medio se obtienen las comodidades de las riquezas para este mundo y el mérito de la pobreza para el otro».

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos».
Y San Francisco de Sales añade: «Desdichados, pues, los ricos de espíritu, porque a ellos pertenece la miseria del infierno.

Rico de espíritu es aquel que tiene las riquezas en su espíritu
o su espíritu en las riquezas.

Pobre de espíritu es aquel que no tiene ningún género de riquezas en su espíritu, ni su espíritu en las riquezas. Los halcones hacen su nido como una pelota, y no dejan sino una pequeña abertura en su parte superior; los construyen a la orilla del mar, y además los hacen tan firmes e impenetrables que aun pasándoles las olas por encima, jamás el agua ha podido penetrar en ellos, mas sobrenadando siempre permanecen en el mar, sobre el mar y dueños del mar.

Vuestro corazón, abierto solamente hacia el cielo, impenetrable a las riquezas y a las cosas caducas; si las poseéis, conservad vuestro corazón libre de afición a ellas; que se mantenga siempre en alto y que en medio de las riquezas permanezca sin riqueza y dueño de las riquezas.

No, no coloquéis este espíritu celestial en los bienes terrestres, haced que les supere, que esté sobre ellos, y no en ellos.» Así queda descrita la pobreza afectiva, la cual ofrece una variedad de grados desde la simple resignación en la miseria o desapego en la posesión, hasta el amor apasionado de San Francisco de Asís, por su Señora la Pobreza.

Cuando esta pobreza alcanza una elevada perfección es la bienaventuranza alabada por nuestro Señor. La pobreza afectiva es necesario pedirla de una manera absoluta y procurarla con asiduidad en la fortuna y en la miseria, por ser el fin que hemos de proponernos alcanzar, ya que según la observación de San Bernardo, «no es la pobreza reputada por virtud, sino el amor de la pobreza». Las riquezas, por el contrario, lo mismo que la pobreza afectiva, son uno de los principales objetos del Santo Abandono.

Mas, según San Buenaventura, «la abundancia de los bienes temporales es una especie de liga, que se adhiere al alma y la impide volar a Dios». Por consiguiente, pone en peligro de derramarse más de lo conveniente en las cosas de la tierra, de apegar a ella su corazón, de sacrificar más o menos la austeridad de su vida, de ir en busca de comodidades y de entibiarse así en el amor de Dios.

Se está entonces en ocasión de muchas tentaciones más temibles, puesto que el dinero es la llave de una vida mundana y disipada. Con las riquezas entran fácilmente la estima de si, el deseo de ser honrado, el orgullo y la ambición; en una palabra, «puesto que el amor de las riquezas es la raíz de todos los males», difícilmente entrará el rico en el reino de los cielos, al menos si sólo es rico para sí mismo y no según Dios, y con mayor razón, si a diario celebra opíparos festines, mientras que a su puerta sufre Lázaro la necesidad.

Por otra parte, la miseria, pesando sobre el espíritu con sus cuidados y preocupaciones, apenas deja libertad para entregarse a Dios sólo, pues expone a las almas todavía débiles al desaliento, a la murmuración, a la insubordinación; y si es persistente y demasiado dura, hace la existencia, por decirlo así, imposible.

Entre la fortuna y la miseria hállase un grado intermedio, que el Apóstol mira como una riqueza: es la piedad con lo necesario para vivir, o bien con esa moderación de espíritu que se contenta con el alimento y el vestido.

Hablábase a San Francisco de Sales de la pobreza de su Obispado: «Después de todo -respondió-, teniendo honestamente con qué alimentarnos y vestirnos, ¿no hemos de estar contentos? Lo demás no es sino trabajo, cuidados, superfluidad...

Mis rentas bastan a mis necesidades, y lo que sobre esto hubiera, sería superfluo. Los que tienen más, no lo tienen sino para llevar mayor ostentación; no es para ellos, sino para servidores que comen, por lo regular sin hacer nada, los bienes del Obispado.

Quien menos tiene, menos cuenta tendrá que dar y menos cuidados de pensar a quién es preciso dar, ya que el Rey de la gloria quiere ser servido y honrado con equidad. Los que disfrutan de grandes rentas gastan a veces tanto, que al fin del año no han conservado más que yo, si es que no se han cargado de deudas. Yo hago consistir la principal riqueza en no deber nada.»

Y de otra parte, «mi Arzobispado me vale tanto como el Arzobispado de Toledo, porque me vale el paraíso o el infierno».

El mismo Santo también decía: «Hemos de vivir en este mundo como si tuviéramos el espíritu en el cielo y el cuerpo en la tumba.

La verdadera felicidad de aquí abajo está en contentarse con lo suficiente. ¿Quién no amará la pobreza tan amada de Nuestro Señor y de la que ha hecho la fiel compañera de toda su vida?

Para aprender a contentarse con poco, no hay sino considerar a los que son más pobres que nosotros, porque nosotros no somos pobres, sino relativamente. Si nos contentamos con lo necesario, rara vez seremos pobres, y si queremos todo lo que la pasión exige, nunca seremos ricos. El secreto de enriquecernos en poco tiempo y con poco gasto, consiste en moderar nuestros deseos, imitando a los escultores que hacen sus obras por sustracción y no a los pintores, que las hacen por adición.»

Es preciso, pues, ejercitarse en el santo abandono, porque de una parte, para evitar la miseria y llegar a la fortuna, no bastarán el trabajo, el espíritu de orden y economía, ni la misma virtud. Dios continúa Dueño de sus bienes, los da o los rehúsa según le place.

Por otra parte, ¿sabríamos nosotros santificar la miseria, o hacer buen uso de las riquezas? No lo sabemos; sólo Dios pudiera decirlo. Lo mejor será, pues, ponernos en sus manos, rezando la plegaria del Sabio: «Señor, no me deis ni la extrema pobreza ni la riqueza; concededme solamente lo que es necesario para vivir, no sea que en mi hartura me exponga a desconoceros y decir:

 ¿Quién es el Señor?, o que la necesidad me arrastre a cometer injusticias».

Que Dios nos conceda las riquezas, la medianía o la miseria, habrá siempre una mezcla de su beneplácito y de su voluntad significada, y, por consiguiente, nosotros habremos de unir la obediencia al abandono.

Si El nos ha distribuido con largueza sus bienes, nos es necesario guardar «el precepto del Apóstol a los ricos de este mundo, es decir, evitar el engreírnos en nuestros pensamientos, y poner nuestra confianza en nuestras inciertas riquezas, hacer limosna con alegría, gustar de hacer a otros partícipes de nuestros bienes, acumular tesoros de santas obras, y de esta manera establecer un sólido fundamento para el porvenir, a fin de llegar a la vida eterna».

Esforcémonos entre tanto, según el consejo de San Francisco de Sales, «por armonizar en nuestros afecto la riqueza y la pobreza, teniendo a la vez un gran cuidado y un desprecio de las cosas temporales», cuidado mayor aún que el de los mundanos por sus bienes, porque ellos no trabajan sino por sus intereses y nosotros para Dios; cuidado dulce, pacífico y tranquilo, como el sentimiento del deber de donde procede.

«Dios quiere en efecto que obremos así por su amor.» Juntemos a esto el desprecio de las riquezas, «a fin de impedir que aquel cuidado se convierta en avaricia»; vigilemos para no desear con inquietud los bienes que aún no poseemos y para no aficionarnos a los que ya poseemos, hasta el punto de temer vivamente perderlos; y si nos acontece llegar a perderlos, no apenarnos con exceso:

«Pues nada manifiesta tanto el afecto a la cosa perdida como el afligirse cuando se pierde.» «Cuando se presentaren inconvenientes que nos empobrezcan en poco o en mucho, como sucede en las tempestades, los incendios, las inundaciones, la sequía, los robos, los procesos, entonces es la verdadera ocasión de practicar la pobreza, recibiendo con dulzura esta disminución de los bienes y acomodándonos paciente y constantemente a este empobrecimiento. Por muy rico que sea uno, ocurre con frecuencia padecer necesidad de alguna cosa.

Aprovechad, Filotea, estas ocasiones, aceptadlas con ánimo varonil, sufridlas alegremente.» «Si, pues, os veis privados de remedios en vuestras enfermedades o de fuego durante el invierno, o también de alimento o de vestido, decid: Dios mío, Vos me bastáis, y conservaos en paz.»

«Si realmente sois pobre, muy amada Filotea, sedlo además de espíritu, haced de la necesidad virtud, y emplead esta piedra preciosa de la pobreza para lo que vale. Su brillo no se descubre en este mundo, a pesar de estar tan a la vista y de ser tan bello y rico. Tened paciencia, que estáis en buena compañía:

Nuestro Señor, Nuestra Señora, los Apóstoles, tantos santos y santas han sido pobres. y pudiendo ser ricos han despreciado el serlo... Abrazad, pues, la pobreza como la dulce amiga de Jesucristo, pues El nació, vivió y murió en la pobreza que fue la nodriza de toda su vida.»

La venerable María Magdalena Postel, reducida a refugiarse en un establo con su pequeña Comunidad, rebosaba de gozo y decía: «Sí, hijas mías, estoy contenta, porque ahora nos parecemos más a Nuestro Señor, que en su Nacimiento no fue recibido ni en un palacio real, ni en palacio suntuoso, sino en el pesebre de Belén.» Y algún tiempo después añadía: «Temo las riquezas para las Comunidades.

No deseemos sino lo estrictamente necesario, y aun esto es preciso ganarlo con el trabajo de nuestras manos. Trabajad como si os propusierais llegar a ser ricos; mas desead y pedid permanecer siempre pobres. La pobreza y la humildad deben ser la base da la Congregación que Dios me ha llamado a fundar, y el día en que se pierda el espíritu de pobreza, aquélla perecerá.»

San José es un admirable modelo de abandono a la Providencia en la necesidad.

«Dios quiere que sea siempre pobre, lo que constituye una de las más fuertes pruebas que nos pueden sobrevenir.


Él se somete amorosamente y durante toda su vida. Su pobreza fue una pobreza despreciada, abandonada y menesterosa.

La pobreza voluntaria de que los religiosos hacen profesión es muy amable, tanto más cuanto que no impide que reciban lo necesario, privándoles únicamente de lo superfluo.

Más la pobreza de San José, de Nuestro Señor y de la Santísima Virgen no era de tal naturaleza, pues aunque era voluntaria, en cuanto a que la amaban con cariño, no dejaba, sin embargo, de ser abyecta, abandonada, despreciada.

Todos consideraban a este gran Santo como a un pobre carpintero, quien sin duda no podía trabajar tanto que no le faltasen muchas cosas necesarias por más que se esforzaba cuanto le era posible, con un afecto que no tiene igual, por el mantenimiento de su familia.

Después de esto, sometíase humildemente a la voluntad de Dios, para continuar en su pobreza y abyección, sin dejarse en manera alguna vencer ni abatir por el disgusto interior, que seguramente había de hacer tentativas para turbarle.»

Para imitar estos grandes ejemplos «no os lamentéis, pues, de vuestra pobreza; porque no se queja uno sino de lo que le desagrada; y si la pobreza os desagrada, ya no sois pobre de espíritu, sino rica de afecto.

No os desconsoléis por no ser tan socorrida como sería conveniente, porque querer ser pobre y no sufrir por ello incomodidad, es querer el honor de la pobreza y la comodidad de las riquezas».


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Publicado por Wilson f.

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