jueves, 28 de marzo de 2013

EXTRAÑAS DISONANCIAS O CUANDO CALLARON LOS LOBOS


El pontificado de Benedicto XVI estuvo plagado de lobos, y bien que se encargó él de recordárnoslo. No quería huir de ellos, no quería huir por miedo de ellos. Porque el lobo, por su natural condición, atemoriza. Y quien los ha visto y ha sentido su aliento sabe de lo que habla al referir el terror de su presencia. Benedicto parecía saber de lo que hablaba, como quien los ha visto, como quien ha percibido su aliento. Quizá por eso, como comprendiendo que el primer mecanismo de defensa ante el peligro es, una vez conocido, verbalizarlo, hacerlo público, se encargaba de recordarnos su presencia. Pero bastó un simple 13 de marzo para que la personalidad incuestionable de Francisco, antes Cardenal Bergoglio, derrumbara todo recuerdo de tan pérfido animal. Porque como un vendaval de innovación desbordante el papa Francisco derrumbó todo boato que pudiera separarle del rebaño y con él todo recuerdo de tiempos peores. Se iniciaba una nueva esperanza para la Iglesia.

Bastó un “buona sera” en la logia vaticana para romper con el encantamiento de una realidad que parecía como inamovible. Los sólidos muros de los palacios vaticanos dejaron de ser ya lo mismo. Como si la nueva identidad del pontífice quisiera dar la vuelta a la identidad de ser pontífice. Y así entró la modernidad en un delirio asombroso de admiración y curiosos posicionamientos; como los de aquellos, que alejados de la ortodoxia, vieron renacer sus esperanzas en una nueva Iglesia; o la de esos cristianos de fe cansada y espiritualidad dormida que vieron confirmar su tibieza como si este nuevo Papa hubiera de darles la razón a su frialdad de alma. Es un hecho observable: el nombramiento del papa Francisco silenció toda crítica, como un rodillo de pensamiento único, en el que se hermanaron los hijos de la Iglesia y los hijos de la anti-Iglesia.

¿DÓNDE HABÍAN QUEDADO AQUELLOS LOBOS?

Todo había sido barrido por el tsunami bergoglio. Sus zapatos negros; su vestimenta blanca sin muceta; su nueva silla pontifical; su “llámeme padre Bergoglio” siendo ya papa; su negativa a residir en los apartamentos pontificios… no eran simplemente unos zapatos, un ropaje, un modo de relacionarse o un dónde vivir. Era una declaración de intenciones, gestos inequívocos de claras proposiciones. Francisco iniciaba así una nueva forma de vivir la fe en donde todo lo anterior parecería puesto en cuestión, superado. Y como se superan los lugares comunes, serían superados los lobos. Pero esto, todo esto, no es el pensamiento del Papa sino la corriente mediática que se empeña en impregnarlo todo, empaparlo todo. Como si el antinatural hermanamiento de los hijos de la Iglesia y de la anti-Iglesia hubieran encontrado por fin alguien afín a esa necesidad de poner en sordina todo problema, toda batalla. Como si hubieran encarnado al hombre de la promesa, el nuevo Francisco de Asís que cantará las bondades del hermano sol, de la hermana luna, para finalmente, cantar las bondades del hermano lobo. Porque un lobo bendecido no deberá esconder su existencia, sino que podrá mostrarse al mundo en su misma “lobedad”.

Y como algo había cambiado, evidente y notoriamente, se hizo necesario argüir que entre Benedicto XVI y Francisco hay unidad de criterio más allá de la evidente unidad de fe. Como si el uno fuera continuidad del otro, lógica y natural continuidad. Pero tal propuesta contrasta con lo que vemos día a día. Francisco no es Benedicto, y el camino que emprendió Ratzinger no lo quiere continuar Bergoglio. En cierto modo Ratzinger y Bergoglio diagnosticaron la misma enfermedad en la Iglesia: la pérdida de fe que ha sido sustituida por el relativismo. Pero a la misma enfermedad enfocaron distintos remedios. Y aquí reside la sorpresa. Que se quiso a Ratzinger para aplicar su remedio, para ahora buscar a Bergoglio para ofrecer el suyo. Pero entre uno y otro no hay normalidad de sucesos, porque Benedicto dio paso a Francisco en una anómala realidad eclesial: su renuncia. Y una renuncia en medio de lobos. Entonces fue sensato preguntarse si influyeron los lobos en la renuncia, aunque ese rodillo de pensamiento único quiso impedir toda mirada crítica a una realidad evidente. Y porque a esto ya respondimos en el anterior artículo, la misma sensatez nos lleva a una pregunta más difícil que ha requerido de muchos días para atrever una respuesta: entonces, ¿influyeron los lobos en el nombramiento de Francisco? Pregunta crucial a la que sólo podemos responder por indicios. Y estos indicios, por más que el vendaval de asombro y admiración haya barrido como un tsunami toda sensatez, son notorios y evidentes, aunque haya que tomarlos con cautela puesto que muchos nacen de un juramente roto: el de guardar silencio sobre el cónclave. Y quien miente a Dios más fácilmente puede mentir al hombre.

¿CUÁLES SON ESOS INDICIOS?

- En el cónclave de 2005, tras la muerte de Juan Pablo II, se ha filtrado que Bergoglio fue un candidato con visos de salir elegido. Sus lágrimas, dicen, impidieron que su candidatura triunfara.

- Esas mismas fuentes confirman que el colegio cardenalicio de electores veía en Ratzinger y Bergoglio dos corrientes contrarias: Ratzinger era el candidato del ala “moderada-conservadora y conservadora” y Bergoglio el de la “moderada-progresista y progresista”.

- Durante el papado de Ratzinger el mismo Papa debió alertar innumerables veces de la presión a la que era sometido y de la soledad en la que le dejaban sus mismos hermanos en el episcopado (señera fue la carta a todos los obispos con motivo del levantamiento a las excomuniones a los obispos lefebvristas).

- Antes y durante su pontificado Benedicto XVI denunció los graves pecados dentro del seno de la Iglesia. Y no quiso terminar su pontificado sin recordar esa cruda realidad “de cómo en ocasiones” el rostro de la Iglesia “es desfigurado. Pienso, en particular, en las culpas contra la unidad de la Iglesia, en las divisiones en el cuerpo eclesial”.

- El texto de la renuncia de Benedicto manifiesta los duros embates que enfrentará en breve el gobierno de la Iglesia a causa “en un mundo sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe”.

- Unos días después de comunicar su renuncia ciertos obispos alemanes, ante un pontificado en declive evidente, hacen una manifestación evidente de intenciones: sacerdocio femenino. Entre ellos el cardenal Lehmann. Por el contrario, el también alemán cardenal Kasper se conforma con el diaconado femenino.

- A una semana de que Benedicto renuncie, son ahora todos los obispos alemanes los que aprueban (en determinados casos) la moralidad del uso de la píldora del día después.

- Tras la comunicación de la renuncia papal, se inicia el rodillo de los medios que pretenden ver con naturalidad lo que antes de que ocurriera (la renuncia) les parecía burda pretensión de generar tensiones. Curiosamente ocurrida (la renuncia) toda explicación más allá de la incapacidad por edad, les parece burda pretensión de generar tensiones.
- Cierto sector cardenalicio pide a Benedicto antes de su renuncia que modifique la norma que regula la sede vacante y posterior elección del papa. Piden que se pueda iniciar antes de esos 15 días efectivos desde la sede vacante.

- En situación de sede vacante los mismos cardenales anticipan que se está barajando elegir un outsider (uno “no quinielable”) o uno ajeno al colegio cardenalicio. Se constata, en los días previos al cónclave, no sólo que no hay un candidato fuerte sino que el mismo colegio cardenalicio carece de claridad para discernir cual sería un candidato óptimo.

- Iniciado el cónclave se filtra que ya en la primera elección Bergoglio alcanza una treintena de votos. La fuerza de su candidatura tras esa primera votación comienza a cambiar la perspectiva de los cardenales. Alguno confesará más tarde que sin saber exactamente cómo sería Bergoglio, la confianza de los electores que le votaron le llevaron a votarle. Se contagia, por tanto, la tesis Bergoglio sobre los electores, hasta el punto de que rebasa los dos tercios necesarios holgadamente. Hay nuevo papa, en un brevísimo cónclave, con una unanimidad sorprendente. Algún cardenal contará que su mano “fue llevada por una fuerza que salía de él, pero que no era él. “Ví la actuación del Espíritu Santo”, dirá porque votó lo que no quería sino lo que esa fuerza le impulsaba. Desconocemos el candidato que votó, pero manifiesta hasta qué punto se vivió en este cónclave un desconcertante efecto contagio.

- Desde otras fuentes se da a conocer que en los días previos al cónclave había una importante labor de pasillos. Cierto sector de la Iglesia, del colegio cardenalicio, ya estaba trabajando antes del cónclave en un concreto candidato. ¿Tiene esto que ver con esa treintena de votos de la primera votación a favor de Bergoglio?

- Tras su nombramiento, el papa Francisco manifiesta sin ambages su nueva forma de entender la cátedra de Pedro. Hay una intención evidente de innovar. Y toda innovación supone ruptura con lo anterior. Su mismo nombre –el primer Francisco en toda la vida de la Iglesia, sin referencias a ningún pontificado anterior, como por el contrario hiciera ese primer Juan Pablo, que tomó su nombre en honor de sus predecesores- indicará a todos una nueva forma de entender el papado. Los hechos lo irán confirmando con gestos tales como la renuncia a los apartamentos vaticanos. Curiosamente uno de las primeras citas públicas del papa Francisco –en su primer ángelus- será del cardenal Kasper. El mismo cardenal Kasper favorable al diaconado femenino.

¿Qué podemos decir de todo esto? Que hay una intencionalidad manifiesta en la figura de Bergoglio. Es decir, que ciertos cardenales electores supieron moverse para destacar y conseguir de Bergoglio un candidato evidente. Y que lo lograron. Quizá porque ese sector conservador se vio arrollado por el optimismo reinante, o simplemente porque el argumento de la edad les tranquilizó la conciencia (“si no resulta bueno al menos no durará mucho”). Porque en la figura de Bergoglio hay una cierta idea de Iglesia, idea que él mismo ha manifestado antes y después de su nombramiento. Antes cuando afirmaba que entre una Iglesia auto-referenciada o una Iglesia accidentada que saliera a las calles, prefería esta última. Lo que equivale a esa vida en las fronteras de la fe. O como diría una vez elegido papa, que quería una Iglesia pobre y para los pobres. Que sin ser unívoco en su significado, de entrada presume una Iglesia distinta a la que hay, a la que hereda.

¿Entonces? Entonces que los cardenales han querido para estos tiempos el remedio Bergoglio, que quizá algunos quisieron para el 2005, pero entonces los tiempos no estaban maduros. Y que parte de esos cardenales han manifestado que la Iglesia debe entrar a valorar situaciones, hasta ahora, cerradas a toda valoración. Situaciones que moran en la frontera de la fe, y que podemos intuir cuáles: como la comunión de los divorciados, el celibato sacerdotal no obligatorio, la marcha atrás en la reforma litúrgica emprendida por Benedicto XVI, el sacerdocio femenino o una reubicación de la mujer en la liturgia de la Iglesia, etc, etc. Cuestión distinta es que Francisco quiera esto, pero que va a ser empujado a responder sobre “esto” el mismo cardenal Sistach lo ha anticipado recientemente.

Es decir, quizá algunos lobos han buscado su candidato. Pero el Papa, una vez nombrado, deja de ser candidato de alguien para ser elección de Dios. Los hombres pueden tener sus designios, pero Dios tiene los suyos.

Algo parecido se le hizo ver a la beata Isabel Canori Mora el 10 de enero de 1924, tras la elección de León XII, cuando entre lágrimas pedía a Dios ver la hora del triunfo de la Iglesia que le había sido prometido. “¿Cuándo será que yo te vea, rezaba Isabel, honrado y glorificado como conviene por todos los hombres? En cambio, Dios mío, que pocos son los que te aman. En cambio, cuánto más grande es el número de los que te desprecian, Dios mío, y qué grande es esta pena para mí.” Y seguía diciendo la beata. “Creía que con esta nueva elección de pontífice iba a ser renovada la santa Iglesia y que el cristianismo mudaría sus costumbres, pero por cuanto veo, seguimos caminando por la misma senda.” Entonces le respondió nuestro Señor: “Hija, ¿no recuerdas que te dije que la nave (de la Iglesia) seguiría siendo la misma y que poco beneficiaría a los marineros el haber cambiado el piloto?”. “Ah, sí, mi Señor -le dirá Isabel-, recuerdo que tres días después de la elección de León me hiciste entender bien que la serie de persecuciones no terminaría. ¡Dios mío, si la nave sigue siendo siempre la misma, andaremos siempre sujetos a los mismos males!” Y tras un interesante diálogo sobre los tiempos futuros, que no es ahora del caso, le seguiría diciendo nuestro Señor: “Serena tu espíritu, seca tus lágrimas. Entiende que esto (renovar la Iglesia) no es un trabajo terrestre, como aquel de Noé, sino un trabajo celeste por cuanto los trabajadores de esta nave son mis ángeles. ¡Alégrate, mi querida hija y no te entristezcas! El tiempo está en mis manos.”

Curioso paralelismo ahora que con la elección de Francisco se ha extendido una extraña sensación de renovación, como si con las solas fuerzas humanas se pudiera enderezar el rumbo de la historia, de la Iglesia. Cierto que ya en su día el cardenal Bergoglio era de esta opinión, como afirmaba el rabino Skorka que tuvo largas entrevistas con él, al entender cómo tenían en común “la fe de que el rumbo de la historia puede, puede y debe ser trocado, que la visión bíblica de un mundo redimido, avizorado por los profetas, no es una mera utopía, sino una realidad alcanzable: sólo hace falta de gente comprometida para materializarla”. Como si nuestras propias bastaran. Porque aquí está la principal diferencia de esa medicina entre Benedicto XVI y Francisco. El que Francisco entiende que es necesario un salir a fuera, a las calles, en la confianza de las propias fuerzas y la asistencia de la Misericordia de Dios, mientras que Benedicto entendía que el remedio era casi el contrario: pegarse a Dios eucaristía, volver a la belleza de su culto, ser sanados por ese encuentro eucarístico, lentamente y poco a poco, para así sanar la Iglesia, y una vez sana, sanar al mundo. El mismo santo intercesor al que se acogen denota esas diferencias: porque si san Francisco de Asís era santo de una Iglesia enferma pero en una sociedad con fe, san Benito, en cambio, era santo de una Iglesia incipiente en una sociedad sin fe. Y esa es prístina diferencia: el que si la sociedad carece de fe una vez comprenda que el nuevo Francisco propugna valores que ésta desprecia y persigue, pasarán a perseguirle a él. Y lo que es peor, quizá en esa búsqueda de las fronteras del mundo a la que envía Francisco a la Iglesia, siendo una Iglesia enferma de fe y de caridad, puede no sólo quedar accidentada sino arrumbada en los caminos, con menos fe y sin esperanza. Por ello quiso Benedicto que la Iglesia se centrara en Cristo, que fortaleciera su fe ante Su presencia, porque percibía como esa dictadura del relativismo preparaba una nueva persecución a la Iglesia.

Ya de todo ello le advertiría nuestro Señor a la beata Isabel Canori Mora, el que la nave de la Iglesia sólo podrá ser reformada por el Cielo y que esto no se llevaría a efecto sin que pasara por las tormentas de un mar amenazante. ¿Y de todo esto no advirtió Benedicto? ¿Acaso los lobos no amenazaron su pontificado día a día? ¿Es que ahora no hay lobos? ¿Es que se han conjurado todos los peligros con un simple cambio de piloto y un simple cambio de vestuario?

Más bien hemos de pensar que cuanta reforma se le va a pedir a Francisco tenga en esos lobos mucho patrocinio. Por ello, como a su querido san Francisco, a nuestro Papa le esperan las llagas de la pasión, pero quizá no místicamente, sino vitalmente, existencialmente.

Los tiempos de aparente paz, el idilio del mundo con Francisco llegará a su fin justo cuando el mundo vea que quizá los suyos eligieron a Francisco pero quien lo tomó para sí, como hechura de su corazón, es el mismo Dios.

Cesar Uribarri

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