miércoles, 20 de marzo de 2013

GOZO, DOLOR Y TEMOR DE DIOS


Allá por el año 2006…, escribí un libro titulado “Desde el sufrimiento a la felicidad”, pero como este es un tema que nunca se agota, voy a incidir de nuevo sobre él, aunque solo sea con lo poco que se puede decir en el contenido de una glosa. Y no se agota el tema porque realmente, si nos paramos a pensar despacio, en los seres humanos, todo gira alrededor de la felicidad, todo el mundo siempre encamina sus pasos a encontrar la felicidad, directamente o a encontrar los medios que se la proporciones, esencialmente para muchos: el dichoso dinero, que tanto nos aleja del amor de Dios y a Dios.

Dada la importancia del tema, existen varios vocablos que en general son indebidamente utilizados. Así por ejemplo tenemos: Felicidad, gozo, placer, deleite, júbilo, bienestar y otros más imprecisos. En la otra cara de la moneda, es decir, en la antítesis de lo que expresan los anteriores vocablos, tenemos: Dolor, sufrimiento, mortificación, angustia, amargura, desolación, disgusto, congoja, abatimiento, cruz, herida y otros varios más imprecisos. Realmente los más genéricos y conocidos son de un lado la felicidad, el gozo y el placer, y de otro el sufrimiento, el dolor y la mortificación. Nosotros tenemos cuerpo y alma y es el caso de que indistintamente se usan estos vocablos, como por ejemplo el alma pudiese tener dolor. El dolor es propio del cuerpo, y lo propio del alma es el sufrimiento.

La felicidad es lo propio del alma, porque lo propio del cuerpo es el goce y el placer. Pero auténticamente la felicidad es un estado de ánimo, es decir, un estado del alma. Porque ánimo viene de ánima, y el ánima es el alma. Y este estado para que sea tal, ha de ser perfecto, que cumpla con tres requisitos esenciales: 1º Que no hastíe 2º Que sacie plenamente y 3º Que este estado nunca se acabe. Y aquí en este mundo, lo que llamamos felicidad humana, es una pretendida felicidad, porque siempre falla en uno de estos tres requisitos. Por ejemplo, una persona compra un coche y es feliz al principio, disfrutándolo, pero al año o dos años está del coche hastiado y pensando en el nuevo modelo. ¿Qué persona es plenamente feliz en este mundo, y no tiene ni jamás ha tenido un problema que le preocupase? Pero es más, aun suponiendo que esta persona existiese en este mundo ¿cuento le duraría esa idílica y utópica felicidad? Esta acabaría esta con su muerte.

La felicidad ha de ser eterna y perfecta, y para ella nos ha creado Dios, pare esa clase de felicidad: Para ser eternamente felices, con un clase de felicidad que todos ignoramos; una felicidad cuya impronta de anhelo de ella, todos la tenemos gravada en nuestro ser. Es una felicidad, que nadie que tenga vida en este mundo, la ha experimentado, porque nadie ha visto el Rostro de Dios. Nos dice la Biblia: “Nadie puede verme y quedar con vida”. Ex 33,20). Y San Juan en su Evangelio nos dice: “A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito que está en el seno del Padre, ese le ha dado a conocer”. (Jn 1,18). Y San Mateo recoge las palabras del Señor, escribiendo: “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo”. (Mt 11,27).

Escribe el sacerdote norteamericano Leo Trese: “Dios nos hizo para la visión beatífica, para la unión personal con Él, que es la felicidad del cielo. Para que seamos capaces del tal visión directa de Dios, Él nos dará un poder sobrenatural que llamamos Luz de Gloria. Sin embargo la luz de Gloria solo puede ser conferida a un alma que ya está unida a Dios por medio de ese don anterior que llamamos gracia santificante”. Aquí abajo, lo que nosotros llamamos felicidad, es solo una caricatura de felicidad, porque la verdadera felicidad es un atributo que experimentará el alma. Aquí abajo lo que tenemos es gozo y placer, que son vocablos más aplicable a la materialidad de los cuerpos que a la espiritualidad de las almas.

Asegura una revelación particular acerca del Purgatorio, que en el momento de nuestra muerte, el velo de la fe no se rasga totalmente, excepto para las almas introducidas al instante en la gloria de la visión del rostro de Dios. Para las que deben de ir al purgatorio, la fe subsiste todavía parcialmente. Desde el instante en que el alma se separa del cuerpo, está en presencia de la gloria de Dios: no ve a Dios, pero si el resplandor de su santidad. Si hay algo garantizado en la vida es el hecho de que todos los glorificados verán plenamente el Rostro de Dios. Para Edward Leen: “Al ver a Dios, es cuando recibimos nuestra herencia y entramos en posesión de nuestra propiedad. (…) La visión beatífica es el punto culminante de la vida sobrenatural que nos ha sido infundida por el bautismo. La visión beatífica tiene como efecto inmediato y propio la morada de la santísima Trinidad en su forma perfecta y final. Y con el Espíritu Santo en nuestras almas podemos traspasar los límites de nuestra naturaleza finita, para escalar las alturas del cielo y contemplar sin deslumbrarnos la brillante inteligibilidad de la divinidad. Esa visión es cegadora, para todo ojo creado pero no para el ojo de Dios. No cegará nuestra mirada cuando poseamos al Espíritu Santo, pues entonces nuestra facultad de ver estará fortalecida por una participación en la penetrante intuición de la inteligencia de Dios”.

Tanto el gozo como el dolor, son vocablos más propios de aplicar a los estados de ánimo corporales al igual que el sufrimiento y la felicidad son vocablos, más propios del alma. Sufre el alma el dolor quien lo experimenta es el cuerpo, pero cuando el cuerpo tiene dolor, el alma sufre. Tanto el sufrimiento, como la mortificación, tienen su fuente generadora en el dolor, se sufre porque se tiene dolor; una persona se mortifica, porque busca el dolor. El sufrimiento producido por el dolor se puede aceptar o no, porque su origen es involuntario, mientras que el dolor producido por la mortificación es un dolor siempre aceptado, porque su origen es voluntario. Por lo tanto, la mortificación es el dolor producido y aceptado por la persona humana, mientras que el sufrimiento se produce por un dolor de origen involuntario, que puede ser aceptado o no. Pero como es sabido, todos estos son conceptos inexistentes para el alma que contempla el Rostro de Dios.

Plenamente relacionado con lo hasta aquí dicho, hay dos conceptos o estados de ánimo del ser humano relacionados. Se trata de temor y de la esperanza. Teme el que espera un mal, sea este de carácter corporal o espiritual y tiene esperanza, el que espera un bien corporal o de carácter espiritual. El temor en el orden espiritual, puede ser bueno y deseable, ya que se trata de un don divino: El don del temor de Dios. En el libro de los Proverbios se dice: “El temor del Señor es el comienzo de la sabiduría, los necios desprecian la sabiduría y la instrucción.”. (Prov 1,7). Y en el Eclesiástico se lee: “Si no te adhieres fuertemente al temor de Dios, pronto será derribada tu casa”. (Ecl 27,4).

Para San Agustín: “El temor es más fuerte en los que están lejos, menor en los que se acercan y nulo en los que llegan”. Esta afirmación de San Agustín está en línea con lo que escribe San Juan evangelista, en su primera carta: "No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor. Nosotros amemos, porque él nos amó primero”. (1Jn 4,18-19). El P. Molinié nos recomienda: “El amor perfecto destierra el temor, pero no hemos llegado hasta ahí; es un gran peligro querer ser liberados de todo temor de otro modo que por el amor perfecto. Mientras tanto cultivemos el coraje de tener miedo”.

El don, de temor de Dios y la fe, se encuentran íntimamente unidos. No se puede temer algo que se cree que no existe. Dios solo da este don a aquellos que creen en su existencia, pero cuando el que cree firmemente en su existencia, es decir, el creyente tibio, tarde o temprano se desborda en amor a Él, y entonces el don del temor de Dios sin dejar de existir en estas almas, se modifica por el impulso del amor a Dios, diríamos que el que ama no teme. En la espiritualidad moderna, el amor a Dios, le ha ganado terreno, al santo temor a Él. Santa Teresa de Lisieux, es la gran abanderada de esta corriente”. Para ella y para los que la siguen, en la vida espiritual carmelitana, solo hay tres cosas importantes que realizar, y ellas son: Amar, amar y amar a quien es el Todo de todo lo creado.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

Juan del Carmelo

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