viernes, 9 de septiembre de 2011

CONVENCER SIN QUERER DERROTAR



Diez reglas para comunicar la fe.

Recogemos en este post, por su interés para todos los comunicadores cristianos, parte de un artículo publicado por el profesor Juan Manuel Mora.

Es presidente del Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, profesor de la Facultad de Comunicación de la citada Universidad y de la Facultad de Comunicación Institucional de la Universidad de la Santa Cruz (Roma).

La comunicación de la fe es una cuestión antigua, presente en los dos mil años de vida de la comunidad cristiana, que siempre se ha considerado portadora de un mensaje, mensajera de una noticia que le ha sido revelada y es digna de ser comunicada.

Es una cuestión antigua, pero es también un tema de candente actualidad. Desde Pablo VI hasta Benedicto XVI, los Papas no han dejado de señalar la necesidad de mejorar la forma de comunicar la fe.

Por una parte, la evangelización es nueva porque se dirige a culturas que ya fueron evangelizadas en el pasado. Volvemos a relatar nuestra historia a alguien que ya la conoce, aunque en muchos lugares de antigua tradición cristiana, se ha perdido la memoria de las propias raíces. Se siguen usando palabras cuyo sentido se ha olvidado.

La evangelización es novedosa también en otro sentido. Juan Pablo II lo resumía diciendo que la comunicación de la fe ha de ser nueva "en su ardor, en sus métodos, en su expresión".
Aquí nos referiremos en particular a la novedad de los métodos.

Principios a tener en cuenta a la hora de transmitir el mensaje.
Ante todo, el mensaje ha de ser positivo. Los públicos atienden a informaciones de todo género, y toman buena nota de las protestas y las críticas. Pero secundan sobre todo proyectos, propuestas y causas positivas.

Un episodio puede ayudarnos a ilustrar esta idea. Benedicto XVI viajó a Valencia en junio de 2006, con motivo de la Jornada Mundial de la Familia. Durante sus intervenciones, no hizo referencias críticas a la legislación española sobre la familia, que era conocida por su discutible base antropológica. En realidad, el Papa disponía de pocos minutos, sólo dos homilías, dirigidas a una audiencia potencialmente universal. Si se hubiera limitado a exponer los puntos en los que la Iglesia discrepa del Gobierno español, no habría tenido tiempo de exponer todas las luces del Evangelio sobre la familia. No podía dedicar la mayor parte del tiempo a condenar; era preferible invertirlo en proponer. Ya llegaría el momento de denunciar esas leyes.

El mensaje cristiano ha de transmitirse como lo que es: un sí inmenso al hombre, a la mujer, a la vida, a la libertad, a la paz, al desarrollo, a la solidaridad, a las virtudes... Para lograrlo, antes hay que entender y experimentar la fe de ese modo. Es posible que a veces no se comunique con el enfoque adecuado porque el mensajero no termina de percibir la fe en todo su valor positivo.

Lo contrario de un enfoque positivo es una actitud reactiva, que modela la propia visión del mundo en función del paradigma que critica y no en función de una propuesta constructiva. Lo dice la expresión popular: más vale encender una luz que maldecir la oscuridad.

En segundo lugar, el mensaje ha de ser relevante. Significativo para quien escucha, no solamente para quien habla.

Al describir el coloquio de los ángeles entre sí, Tomás de Aquino afirma que hay dos tipos de comunicación: la locutio, un fluir de palabras que no interesan en absoluto a quienes escuchan; y la illuminatio, que consiste en decir algo que ilustra la mente y el corazón de los interlocutores sobre algún aspecto que realmente les afecta.

Comunicar la fe no es discutir para vencer, sino dialogar para convencer. No se trata de derrotar a nadie. En el caso del aborto, por ejemplo, el esfuerzo se encamina a intentar que quien hoy está a favor llegue por su propia convicción y con su propia libertad a la conclusión de que lo mejor que puede hacer en este mundo es defender la vida.

El deseo de convencer sin derrotar marca profundamente la actitud de quien comunica. La escucha se convierte en algo fundamental: permite saber qué interesa, qué preocupa al interlocutor. Conocer sus preguntas antes de proponer las respuestas.

La comunicación no es principalmente lo que el emisor explica, sino lo que el destinatario entiende. Sucede en todos los campos del saber (ciencia, tecnología, economía): para comunicar es preciso evitar la complejidad argumental y la oscuridad del lenguaje. También en materia religiosa conviene buscar palabras sencillas y argumentos claros, que no quiere decir banales.

Me viene a la memoria la noticia de un informativo de la televisión que pude ver hace unos años. Un político italiano, cuyo partido estaba atravesando un mal momento, se vio acorralado por varios periodistas que le preguntaban micrófono en mano por la gravedad de la crisis. El político respondió con rapidez: mi partido es como la torre de Pisa: siempre inclinada, nunca cae”. El poder de una buena metáfora.

La experiencia muestra que en los debates públicos proliferan los insultos personales y las descalificaciones mutuas. En ese marco, si no se cuidan las formas, se corre el riesgo de que la propuesta cristiana sea vista como una más de las posturas radicales que están en el ambiente.

Con amabilidad se puede dialogar; sin amabilidad, el fracaso está asegurado de antemano: quien era partidario antes de la discusión, lo seguirá siendo después; y quien era contrario raramente cambiará de postura.

Recuerdo un cartel situado a la entrada de un pub cercano al Castillo de Windsor, en el Reino Unido. Decía, más o menos: En este local son bienvenidos los caballeros. Y un caballero lo es antes de beber cerveza y también después.

Podríamos añadir: un caballero lo es cuando le dan la razón y cuando le llevan la contraria.

El sociólogo Rodney Stark, dedicó un libro a la extensión del cristianismo en la época de la decadencia del Imperio Romano. Este autor se pregunta: ¿Por qué se abrió paso el cristianismo en aquella época? Se ha dicho que el derrumbamiento del Imperio dejó un vacío que el cristianismo vino a llenar. Stark propone otra explicación. En su opinión, el Imperio Romano había alcanzado increíbles cotas de cultura y de arte, pero a la vez era una sociedad dura y a veces incluso cruel con las personas. En ese ambiente, la Iglesia se extendió porque era una comunidad acogedora, donde era posible vivir una experiencia de amor y libertad. Los católicos trataban al prójimo con caridad, cuidaban de los niños, los pobres, los ancianos, los enfermos. Todo eso se convirtió en un irresistible imán de atracción.

La caridad es el contenido, el método y el estilo de la comunicación de la fe; la caridad convierte el mensaje cristiano en positivo, relevante y atractivo; proporciona credibilidad, empatía y amabilidad a las personas que comunican; y es la fuerza que permite actuar de forma paciente, integradora y abierta.

Porque el mundo en que vivimos es también con demasiada frecuencia un mundo duro y frío, donde muchas personas se sienten excluidas y maltratadas y esperan algo de luz y de calor. En este mundo, el gran argumento de los católicos es la caridad. Gracias a la caridad, la evangelización es siempre y verdaderamente.

Es importante tener en cuenta estos principios tan elementales si queremos que los contenidos de la fe, que se exponen en la predicación, en las clases de religión, en la catequesis, en los medios de comunicación, o en la simple conversación amistosa, lleguen de verdad a los destinatarios, sean comprendidos y se conviertan en vida cristiana.

Lo que nos dice Benedicto XVI sobre la comunicación de la fe: es.gloria.tv/

Juan García Inza

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