miércoles, 28 de septiembre de 2011

EL TESTIMONIO DE UN AFECTADO POR EL MALIGNO



Este capítulo no es mío, pero es un testimonio escrito con rara claridad.

Incluso al exorcista más experto, le es siempre difícil identificarse con los poseídos y entender lo que sienten. Y hasta la que puede parecer una infestación de mediana gravedad esconde sufrimientos que al mismo paciente le cuesta describir. Éste fue el principal esfuerzo de G. G. M.: tratar de expresar lo inexpresable, confiando en ser entendido sobre todo por quienes están afligidos por un mal análogo.

Todo comenzó a partir de los dieciséis años. Antes yo era un muchacho feliz, avispado y bastante alegre, aunque siempre tenía una sensación de angustia y en todas partes me parecía que alguien me decía: «Nosotros hacemos esto, ¿y tú?» «Nosotros vamos allí, ¿y tú No entendía el porqué, pero entonces esto no suponía un problema para mí.

Vivía en una pequeña ciudad marítima; el mar, el alba y los campos me ayudaban bastante a mantenerme alejado de la melancolía. A los dieciséis años me trasladé a Roma, dejé de acudir a la iglesia y comencé a frecuentar todo aquello que en una gran ciudad atrae a un forastero, es decir, todas aquellas situaciones extremas que en un pueblo ni siquiera se conocen. Muy pronto conocí a drogadictos, marginados, ladrones, muchachas fáciles y así sucesivamente. Tenía una cierta prisa por aprender todo este «ruido» que me apartaba enormemente de la paz que tenía antes. Comencé a vivir esta nueva dimensión artificiosa, desbordante y nauseabunda. Mi padre era muy represivo: controlaba cada uno de mis movimientos y siempre se mostraba descontento de mí. La suma de estos disgustos y de todas las humillaciones de que me hacía objeto mi padre me impulsó como un muelle a la calle. Me fui de casa y conocí el hambre, el frío, el sueño y la maldad. Frecuenté a mujeres ligeras y amigos pesados. Pronto surgió en mí una pregunta sin respuesta: «¿Por qué vivo? ¿Por qué me encuentro en la calle? ¿Por qué soy así y los demás, en cambio, tienen fuerza necesaria para trabajar y sonreír

En aquel tiempo tuve relación con una muchacha que creía que el mal era más fuerte que el bien; hablaba de brujas y magos, y escribía cosas que daban vértigo. Yo creía que era muy inteligente porque estaba fuera del alcance de un ser humano escribir todas aquellas lucubraciones sobre el mundo y la vida. Leí todos sus cuadernos y luego le impuse que los quemara delante de mí porque sólo hablaban del mal y me daba un poco de miedo tener aquellos folios dando vueltas por la casa. Ella empezó a odiarme sin que yo pudiera entender el motivo; traté de ayudarla a salir de aquel pozo negro, pero no lo conseguí; se mofaba de mí y del bien que le proponía.

Volví a casa con los míos, me uní a otra muchacha peor que la anterior y durante algunos años me sentí triste, desdichado y perseguido por cada persona que conocía; me rodeaba una especie de oscuridad, la sonrisa ya no asomaba a mis labios y las lágrimas estaban siempre listas para correr por mis mejillas. Estaba desesperado y una vez más me pregunté: «¿Por qué vivo? ¿Quién soy? ¿Qué hace el hombre en la tierra

Como es natural, en mi ambienté nada de esto interesaba a nadie y en un momento de desesperación muy fuerte, en mi fuero interno exclamé con un hilo de voz: «¡Dios mío, estoy acabado! Heme aquí delante de ti... ayúdame». Parece que fui escuchado; al cabo de unos días, la muchacha con la que andaba entró en una iglesia, comulgó y se convirtió en un tiempo récord.

Yo, para no ser menos, hice lo mismo y fui a parar a una iglesia en la que sacaban en procesión a la Virgen de Lourdes; me llamaron para ayudar a llevar la imagen y, aunque me daba vergüenza, lo hice y luego estuve orgulloso de haberlo hecho. Comulgué y me quedé asombrado por la actitud del confesor, que se mostró bondadoso y comprensivo. Salí de allí diciendo: «Lo he conseguido; he vuelto al bien». Aun cuando no sabía qué era el bien, sentía que era así. Después de algunas semanas oí hablar de Medjugorje, donde la Virgen se aparecía desde 1981.

Emprendí inmediatamente viaje con aquella muchacha, también impulsado por un prodigio que no sé describir. Volvimos al seno de la Iglesia de forma plena, cambiamos de vida, amamos a Dios más que a nosotros mismos, tanto que ella se hizo monja y yo pensé en el sacerdocio. Ya no podía contener la alegría de tener un motivo para vivir y que la vida no acabara ahí.

Pero era sólo el principio: había «alguien» que no estaba contento con todo esto. Después de algunos años volví a Medjugorje y de vuelta a Roma comencé a sentir otra vez el eco de aquella oscuridad en que mi alma vivía antes de descubrir a Dios. En el curso de pocas semanas, esa sensación que yo atribuía al autoritarismo de mi padre, a la situación menesterosa en que, por distintos motivos, yo había vivido y a un tormento que creía común sin entender que para los demás no era así, esa sensación, digo, se convirtió en realidad. Comencé a sufrir como nunca me había sucedido; sudaba, tenía fiebre y la fuerza me había abandonado, al punto que ni siquiera podía comer si no me metían la comida en la boca. Tenía la percepción de que sufría con algo distinto del cuerpo: era como ajeno a esos hechos. Sentía una desesperación fortísima y veía, no sé con qué ojos, una oscuridad que entenebrecía no la habitación donde estaba ni la cama en la que yacía desde hacía meses, sino el futuro, las posibilidades de vida, la espera del mañana. Estaba como muerto por un cuchillo invisible y sentía que quien hundía aquel cuchillo me odiaba y quería algo más que mi muerte. Es muy difícil de explicar con palabras, pero era tal como he dicho.

Después de varios meses estaba enloquecido y ya no razonaba; querían llevarme a un manicomio; no entendía ni lo que decía, porque ahora vivía en otra dimensión: la de mi sufrimiento. La realidad estaba como desprendida de mí. Era como si estuviese en el tiempo sólo con el cuerpo, pero que el alma se encontrase en otra parte, en un sitio horrible, donde no penetra la luz ni existen esperanzas.

Permanecí muchos meses en este estado, entre la vida y la muerte, y ya no sabía qué pensar. Perdí amigos, conocidos y la comprensión de mis parientes. Vivía fuera del mundo y ya no me entendían, ni yo podía pretender que lo hicieran, sabiendo lo que guardaba dentro y que nunca conseguiría describir. Casi me olvidé de Dios y aunque me dirigía a él con llantos y lamentos interminables, lo sentía lejano, una lejanía que no se mide en kilómetros, sino en negaciones: o sea que algo decía «no» a Dios, al bien, a la vida, a mí mismo. Pensé en dirigirme a un hospital porque suponía que la fiebre que tenía desde hacía meses debía por fuerza depender de una causa física y, si eliminaba ésta, me sentiría mejor; en cualquier caso, algo tenía que hacer.

En Roma, ningún hospital me quería ingresar por tener fiebre, y tuve que irme a trescientos kilómetros de allí, donde permanecí durante veinte días sometido a exámenes y análisis de toda clase. Salí con un «no tiene nada» y una cartilla clínica que habría llenado de envidia a un atleta: estaba sano como una roca, pero una apostilla decía que nadie se explicaba la fiebre y mi cara hinchada y cadavérica.

Estaba blanco como las hojas de un cuaderno. Apenas salí del hospital, donde todos mis males se habían atenuado un poco, entré en una crisis fortísima, vomité varias veces, sufrí todo lo que un hombre puede sufrir y me encontré en un punto desconocido de la ciudad; no sé cómo había llegado hasta allí. Mis piernas caminaban solas, los brazos eran independientes de la voluntad y así el resto del cuerpo. Fue una sensación horrible; daba órdenes a las articulaciones, que ya no me obedecían; no se lo deseo a nadie. Por si fuese poco, volvió la oscuridad, que, esta vez, se extendió desde el alma hasta el cuerpo. Lo veía todo como si fuese de noche aun estando en pleno día. El sufrimiento había llegado a las estrellas; comencé a gritar, a retorcerme en el suelo como si tuviera un fuego dentro de mí e invoqué a la Virgen gritando: «Madre, madre, ten piedad... ¡Madre, te lo suplico! Madre mía, concédeme tu gracia, que me muero». Los dolores no se atenuaron y el sufrimiento se había exasperado tanto que perdí también el sentido de la orientación y pegado a las paredes, caminé hasta una cabina telefónica; logré marcar el número al tiempo que golpeaba la cabeza contra los cristales y el teléfono; me respondió la única persona que conocía y que vino para llevarme de vuelta a Roma. Antes de que mi amigo llegara, me di cuenta, como por una indicación exterior, de que había estado viendo el infierno; no tocándolo o viviendo en él, sino sólo viéndolo de lejos. Aquella experiencia cambió mi vida mucho más que la conversión de Medjugorje.

No obstante, seguía sin pensar en realidades ultraterrenales, sino que lo explicaba todo con motivos psicológicos: inadaptación, padre dominante, traumas infantiles, shocks emotivos y varias otras cosas que, como un hermoso dibujo, explicaban muy bien el porqué de lo acaecido.

Había estudiado psicología durante cinco años como autodidacta y así había conseguido formular un esquema según el cual era obvio que sufriera. El día de la Virgen del Buen Consejo, y por eso lo creí al haberla invocado, un fraile me aconsejó que telefoneara a un carismático que actuaba bajo la estrecha tutela de un obispo y tenía el don del conocimiento. Éste me dijo: «Te han formulado un hechizo de muerte para afectarte la mente y el corazón, y hace ocho meses comiste un fruto embrujado». Me eché a reír, sin creer ni una palabra de aquello; pero luego, reflexionando, sentía que dentro de mí volvía a encenderse la esperanza. Había olvidado esta sensación y pensé en el fruto descrito y en los ocho meses anteriores. «Es verdad – dije -, he comido ese fruto», y recordé también que no quería comerlo por una instintiva repulsión hacia la persona que me lo ofrecía. Todo coincidía y entonces escuché también el consejo acerca del remedio que me sugirieron: las bendiciones.

Busqué un exorcista y después de las diversas risotadas de los curas o de los obispos y las humillaciones que me infligieron, por las cuales descubría un aspecto de la Iglesia afeado por sus mismos pastores, llegué al padre Amorth. Recuerdo muy bien aquel día; aún no sabía qué era una bendición particular: pensaba en una señal de la cruz, como hace el cura después de la misa. Me senté, él me puso la estola en torno a los hombros y una mano en la cabeza; empezó a rezar en latín y yo no entendía nada. Al poco rato, algo así como un rocío fresco, es más, helado, me bajó de la cabeza al resto del cuerpo. Por primera vez, después de casi un año, la fiebre me abandonaba. No dije nada; él continuó y poco a poco la esperanza volvía a vivir en mí, la luz del día volvía a ser luz, el canto de los pájaros ya no se parecía al graznar de los cuervos, y los ruidos exteriores ya no eran obsesivos, sino que se habían vuelto simples ruidos; de hecho, llevaba siempre tapones en los oídos porque hasta el menor ruido me hacía saltar.

El padre Amorth me dijo que volviera y, apenas salí, tuve grandes deseos de sonreír, de cantar, de disfrutar: «Qué bien – dije -, se acabó». Era verdad, era verdad todo aquello que había sentido: era la rabia de «alguien» que me odiaba y no una locura mía lo que me hacía todo aquel daño. «Es verdad - repetía mientras iba solo dentro del coche -, todo es verdad». Hoy han pasado tres años y, poco a poco, después de una bendición tras otra, he vuelto a la normalidad y he descubierto que la felicidad viene de Dios y no de nuestras conquistas o de nuestros afanes.

El mal, la llamada desdicha, la tristeza, la angustia, el brinco continuo de las piernas, la rigidez de los nervios, el agotamiento nervioso, el insomnio, el temor a la esquizofrenia o a la epilepsia (había tenido realmente algunas caídas) y tantas otras enfermedades de las que era víctima, desaparecían al sonido de una simple bendición. Hace tres años que tengo una prueba tras otra que demuestran, sólo a mí naturalmente, que el demonio existe y actúa mucho más de lo que creemos y que hace lo imposible para no dejarse descubrir hasta convencernos de que estamos enfermos de esto o aquello, cuando él es el autor de todo mal y tiembla ante un sacerdote con el aspersorio en la mano.

He querido relatar mi experiencia para invitar a cuantos la lean a someter a examen este aspecto de nuestra vida que yo, por desgracia, he experimentado plenamente. En conclusión, me siento feliz de que Dios haya permitido que se me haga esta enorme prueba, porque ahora comienzo a gozar de los frutos de tanto sufrimiento. Tengo el ánimo más puro y veo lo que antes no veía. Sobre todo soy menos escéptico y más atento a la realidad que me rodea. Creía que Dios me había dejado y, en cambio, era precisamente entonces cuando me estaba probando, a fin de prepararme para encontrarlo.

Con este escrito también quiero estimular a quienes están enfermos como lo estuve yo a que no se desanimen ya que, aunque parezca evidente, no hay que creer ni siquiera en la evidencia, o sea que Dios nos abandone. No es así y al final se tiene la prueba de ello. Hay que perseverar, incluso durante años. Además, debo hacer una precisión: que las bendiciones tienen un efecto tanto más intenso cuanto más lo quiere Dios y no dependen de la voluntad del exorcista o del exorcizado; y que según mi experiencia, esta intensidad depende mucho más de la voluntad de conversión del sujeto que de las prácticas exorcistas. La confesión y la comunión valen como un gran exorcismo. Especialmente en las confesiones, si están bien hechas, he sentido la inmediata desaparición de los tormentos antes mencionados; y en las comuniones, una dulzura nueva que no pensaba que pudiera existir.

También hace años, antes de todos aquellos sufrimientos, me confesaba y comulgaba; pero como no sufría, no podía darme cuenta, si puede decirse así, respecto de qué me había vuelto inmune. Ahora lo sé e invito sobre todo a los tibios a creer que Dios está realmente presente en la puerta del confesionario y en la hostia, que a menudo tomamos con gran indiferencia.

Además, invito a los escépticos a creer, antes de que «alguien» les ayude a la fuerza como me ha ocurrido a mí. Para terminar, me dirijo con una invitación a los pobres, porque nadie lo es más que ellos, a los poseídos, a los odiados por Satanás, que se sirve de sus mismos conocidos para matarlos u oprimirlos. No perdáis la fe, no rechacéis la esperanza, no sometáis la voluntad a las insinuaciones violentas y a los fantasmas que el maligno os presenta.

Éste es su verdadero objetivo y no el de causar sufrimientos o procurar el mal. Él no busca nuestro dolor, sino algo más: quiere que nuestra alma derrotada diga: «Basta, estoy vencido, soy un juguete en manos del mal; Dios no es capaz de liberarme; Dios se olvida de sus hijos si permite tales sufrimientos; Dios no me ama, el mal es superior a Él».

Ésta es la verdadera victoria del mal a la cual debemos responder, aunque hayamos perdido la fe, ofuscada por el dolor. «Nosotros queremos querer la fe»; queremos querer; el demonio no puede tocar esta voluntad, es nuestra voluntad; no es ni de Dios ni del diablo, sino sólo nuestra, porque Dios nos la dio cuando nos creó; por lo tanto, debemos decir siempre que no a quien nos la quiere echar por tierra y debemos creer (con san Pablo) que, al oír el Nombre de Jesús, caen de rodillas «todos los que están en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra».

Ésta es nuestra salvación. Si no creemos con firmeza, el mal que nos ha sido impuesto, ya sea con maleficios o con hechizos, puede durar años, sin que experimentemos mejora. Además, para aquellos que creen haber enloquecido ya y no ven remedio, yo puedo testimoniar que después de muchas bendiciones este mal pasa como si nunca hubiese existido; por eso no debemos temerlo, sino alabar a Dios por la cruz que nos da. Porque después de la cruz está siempre la resurrección, como después de la noche viene el día; así han sido creadas todas las cosas. Dios no miente y nos ha elegido para acompañar a Jesús en Getsemani, haciéndole compañía en su dolor, para resucitar con Él.

Ofrezco a María Inmaculada este testimonio para que lo haga fructificar por el bien de mis hermanos de dolor. Respondo con el amor, el perdón, la sonrisa y la bendición a aquellos que han sido instrumentos del diablo para darme el martirio que he padecido.

Ruego que mi sufrimiento les haga entrever la luz que también yo he recibido gratuitamente de nuestro Dios maravilloso.

Publicado por Wilson

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