sábado, 4 de junio de 2011

VOLVER A DIOS, VOLVER A MARÍA



¿Tiene algo que ver la crisis económica con la apostasía masiva que ha sufrido Occidente en las últimas décadas?

A los ojos sabios del cardenal Cañizares, probablemente el mejor teólogo que hay en el Episcopado español en activo, sí. Y mucho. Porque sin la luz de la fe, el relativismo campa a sus anchas, ya que la propia razón termina por quedar oscurecida por los intereses individuales y deja de oír con claridad el eco interno de la ley natural. De este modo, soñando la razón convertirse en divina - el pecado original -, termina por no ser ni tan siquiera humana y concluye por justificar monstruos como los que hoy pululan por la sociedad: justificación del aborto, de la eutanasia, de la manipulación genética, equiparación de la familia con otro tipo de uniones que la devalúan, intromisión dictatorial del Estado en el derecho de los padres a educar a sus hijos. Así se llega, inevitablemente, a la crisis demográfica, a la crisis familiar evidenciada por la multiplicación de los divorcios, a la crisis ecológica, a la crisis política y judicial y, como no podía ser de otro modo, a la crisis económica.

Pero el cardenal Cañizares, como buen sacerdote, es decir como buen médico de las almas, no se limitó a diagnosticar la enfermedad, sino que presentó la terapia. Y la terapia se llama Dios. Si el relativismo es la aplicación práctica del pecado de la soberbia –decidir por uno mismo qué es bueno y qué es malo no es otra cosa que comer del fruto prohibido del árbol de la ciencia del bien y del mal-, la medicina para curarlo sólo podrá venir de la mano de aquello que represente su contrario: inyecciones de Dios en estado puro y concentrado. O lo que es lo mismo: espiritualidad en lo que a la Iglesia se refiere - incluido el respeto debido a las normas litúrgicas -, y aceptación por parte de la sociedad civil de que hay normas morales que ninguna mayoría parlamentaria deben poder transgredir. Nosotros, los católicos, tenemos que rezar más y rezar de rodillas; o sea, tenemos que asumir la existencia de Dios con todas sus consecuencias, creer en Él de verdad y no en nuestras intrigas y voluntades; tenemos que recuperar el sentido religioso de la vida volviendo a introducir la motivación espiritual a la hora de hacer todas las cosas; tenemos que poner a Dios en el único lugar que puede ocupar: el primero, y desbancar de allí a los ídolos del poder, del dinero, del sexo a los que tanto se ha adorado. Y si hacemos eso, estaremos siendo la sal de la tierra y la luz del mundo, la levadura en la masa, el grano de mostaza y todas aquellas espléndidas imágenes que usó Jesús para indicar que no le importaba que sus seguidores fueran minoría, porque lo que Él buscaba era que esa minoría influyera lo suficiente en la sociedad como para evitar que ésta se autodestruyera alejándose de la ley moral natural que el Creador había puesto en el corazón de cada hombre, incluso en el de aquel que dice no creer en el Dios al que debe todo lo que tiene.

Volver a Dios, volver a lo sagrado. Pero volver nosotros, los católicos, los curas, los obispos. Volver a creer de verdad. Volver a poner nuestra esperanza en Cristo. Ahí está el principio de la regeneración eclesial y, por tanto, de la salvación del mundo. Nos hemos vuelto sal insípida, luz opaca, levadura muerta. ¿Y nos extraña que el mundo ande mal? Hay que volver a Dios. Hay que volver a decirse cada uno a sí mismo: yo no soy Dios, no quiero serlo, no debo serlo y no le voy a pedir a nadie que me trate como si lo fuera. ¿Y eso quién lo hizo? María. Ella, la Inmaculada, empezó a pisar la cabeza a la serpiente cuando, en lugar de pretender ser una diosa como Eva, dijo que estaba feliz por ser la esclava del Señor”. Volver a Dios. Volver a María. Gracias, cardenal Cañizares, por tener la valentía de decirnos abiertamente estas cosas tan poco populares.

Santiago Martin

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