martes, 25 de mayo de 2010

HABLAR CON DIOS... "II" PARTE


2.2 "MI PADRE Y VUESTRO PADRE"
Todavía hay algo más: Jesús no predicaba esto al estilo de los antiguos profetas, transmitiendo un mensaje de parte de un Dios lejano.

Él, que enseñaba que Dios es nuestro Padre, se dirige a Dios como a su Padre llamándole "Abba", palabra familiar que en arameo denota una intimidad muy peculiar. Sus seguidores estaban escandalizados: nadie se había atrevido jamás a dirigirse al Señor de Israel con semejante confianza. Jesús se presenta como Hijo enviado por Dios, su Padre, y llega a decir que "nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar". Actúa en nombre de Dios, como presencia del mismo Dios entre los hombres: su gozo es el mismo gozo de Dios por recuperar lo que se le había perdido; y por eso se presenta acogiendo, en nombre de Dios y con la bondad de Dios, a los pecadores, las prostitutas, los descarriados, los marginados y excluidos de la piadosa sociedad de los judíos. Defendía con palabras y obras que es más importante atender a un hermano necesitado que santificar el día festivo.

Los maestros de Israel estaban enfurecidos: aquel profeta se presentaba transgrediendo, en nombre de Dios, todos los valores de la Ley y de la antigua religión. Pero el pueblo lo aclamaba fervorosamente, porque nunca se había visto a nadie que hablara tan bien y con tanta fuerza de la bondad de Dios.

Aquel profeta, reconocido como Emmanuel, - "Dios con nosotros" -, rompía todos los esquemas humanos sobre un Dios lejano, dominador y justiciero, para revelar al verdadero Dios viviente con rostro de Dios Padre, manifestado en las actitudes básicas de acogida, de perdón, de solidaridad, de amor gratuito, fiel, incondicional.

No es extraño que las autoridades religiosas desearan eliminarlo. Pero mientras tanto sus discípulos habían llegado a la íntima convicción de que aquel maestro no era solamente un profeta más en la serie de hombres inspirados que habían hablado en nombre de Dios. Era la presencia de Dios mismo en forma humana.

Era el "Hijo de Dios", "el Enviado", "el Señor", "la Palabra" de Dios Padre: por él Dios mismo se había hecho presente entre los hombres. Uno de los autores del Nuevo Testamento lo diría de forma más precisa: "En él habitaba la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2,9). Es así como Jesús, no sólo anunciaba el nuevo Reino de Dios, sino que lo hacía ya presente y efectivo con su ser y su actuar.

La muerte violenta de Jesús en manos de sus enemigos provocó un momento de crisis en la fe incipiente de los discípulos. Una crisis que se superó cuando, al cabo de pocos días, experimentaron de forma indudable que Jesús se les hacía presente para testimoniarles que había vencido a la muerte; a pesar de haber realmente muerto, él vivía y no los abandonaría, sino que continuaría presente y actuante entre ellos de una nueva forma.

Los discípulos quedaron confirmados así definitivamente en la maravillosa experiencia que habían tenido conviviendo con Jesús. Ahora sí que no podían dudar: Jesús era Hijo de Dios, enviado de Dios, resucitado por la acción de Dios, su Padre.

El recuerdo de aquella experiencia daba nueva vida a los discípulos. Uno de ellos rememoraba lo que Jesús había sido para ellos: "El que me ve a mi, ve al Padre". "El Padre es más que yo", pero "Yo y el padre somos una misma realidad". "Yo sólo hago lo que veo hacer al Padre". "Mis palabras no son mías, sino del Padre que me ha enviado". "En la casa de mi Padre hay muchas estancias: me voy al Padre a prepararos un lugar junto a él". "Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo"...

Los discípulos se percataban de que convivir con Jesús había sido una experiencia insospechada: en él, Dios mismo se había hecho presente y actuante en forma humana. A través de él había descubierto de una manera nueva cómo amaba Dios a los hombres. Por eso sin dudarlo: declararon a Jesús Cristo, Dios y Señor, viviente, sentado para siempre, con el poder de Dios, a la derecha del Padre.

3. LA PRESENCIA PERMANENTE Y EFICAZ DE DIOS ENTRE LOS HOMBRES
La experiencia de los discípulos no acabó aquí. Jesús les había prometido que, cuando él faltara, les enviaría, de parte del Padre, su Fuerza, su Espíritu, que no les dejaría solos ni huérfanos, que les iría enseñando lo que todavía no habían podido entender.

El significado de esta promesa lo comprendieron cuando, después de algún tiempo, estando todavía invadidos por el miedo y la inseguridad, experimentaron, incluso con signos visibles, una fuerza extraordinaria de Dios para salir a predicar lo que Jesús había sido y significado, y para constituirse en grupo que quería vivir según los principios de aquel Reino de Dios y de aquella fraternidad que Jesús había anunciado.

3.1. EL ESPÍRITU, SEÑOR Y DADOR DE VIDA
La fuerza del Espíritu de Dios que Jesús había prometido se dejaba sentir cada vez más con efectos extraordinarios: muchos, no sólo judíos sino también paganos, se sentían impulsados a creer en Jesús y a vivir según su enseñanza: compartían lo que tenían con los más pobres, se ayudaban en sus necesidades y vivían una autenticidad de vida desconocida hasta entonces. El grupo de los seguidores de Jesús aumentaba a pesar de las persecuciones.

Entonces los discípulos finalmente tomaron plena conciencia de algo que había estado realmente presente desde el principio: Jesús no había sido un profeta, por así decirlo, esporádico, que se presentó para comunicar la voluntad de Dios en un momento determinado, para dar una nueva "ley" o para interpretar el sentido de la ley antigua. Jesús había venido para inaugurar una nueva era en las relaciones de los hombres con Dios, una era que se podría caracterizar como "la era del Espíritu". Ante todo, Jesús había sido el portador del Espíritu al mundo, el portador de una presencia nueva de Dios entre los hombres, mucho más íntima y eficaz que la antigua presencia a través de la Ley y los profetas.

El "verdadero don" de Dios.
El evangelista Juan lo resume magníficamente al final del prólogo de su evangelio: "La Ley fue dada por Moisés, pero el verdadero don nos ha llegado con Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto nunca: su Hijo único, que es Dios y está en el seno del Padre, es quien nos lo ha revelado" (Jn 1,17 18). La Ley era un conjunto de prescripciones que venían de parte de Dios, pero no era el verdadero don de Dios. El "verdadero don de Dios" (literalmente, "el don y la verdad") es el Espíritu Santo, autodonación de Dios a los hombres, por la cual ya no se nos manda, como desde fuera, qué hemos de hacer, sino que la vida y la fuerza de Dios se interioriza en nosotros, constituye nuestra vida y fuerza, y así nos transforma.

De esta forma nos revela Jesús quien es Dios para nosotros: a Dios nadie lo podrá ver jamás en este mundo, pero sabemos que Dios es Aquel que se nos quiere comunicar, que quiere darse ofreciéndonos "el don verdadero" de la verdadera comunión de vida con él. Ser cristiano, según esto, no es solamente creer en Dios e intentar cumplir los mandamientos: es, más radicalmente, vivir del Espíritu de Jesús, dejarse conducir por él.

Esto lo reconocieron los discípulos a partir de la propia experiencia del Espíritu y reflexionando sobre lo que el mismo Jesús les había dicho. Recordaban cómo en la presentación pública de Jesús, en su bautismo, mientras el Padre declaraba que Jesús era su Hijo amado, el espíritu bajaba sobre él bajo el símbolo de una paloma: era una manera plástica y bella de decir que se presentaba como el hijo de Dios Padre, poseído por el Espíritu y portador del Espíritu; (era además una bella manera de sugerir cómo en el bautismo de cada cristiano, éste es declarado también hijo de Dios y portador de su Espíritu).

Los discípulos recordaban también como, en un momento de exaltación sobre su misión, Jesús les había dicho: "El que tenga sed que venga a mí y beba: brotarán de su interior ríos de agua viva". El evangelista añade: "Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que recibirían los que creyeran en él" (Jn 7,39). Y recordaban también cómo Jesús había dicho a un discípulo de buena fe que necesitaba nacer de nuevo; y como el discípulo no podía entender la manera de hacerlo, Jesús le replicó: "Nadie puede entrar en el Reino de Dios si no nace del agua y del Espíritu: de la carne nace carne, del Espíritu nace Espíritu" (Jn 3,5). Era una manera de decir que la vida natural es una vida recibida de los padres biológicos; pero que es necesario entrar en una nueva vida superior que es don y efecto de la acción del Espíritu de Dios simbolizada en el bautismo de agua.

Y recordaban todavía los discípulos, que el primer día que se les presentó resucitado, se despidió infundiendo el aliento sobre ellos y diciéndoles: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,22): un gesto con el que visualmente quería mostrar que, aunque él se iba, les dejaba la fuerza del Espíritu. Otro evangelista coloca como las últimas palabras de Jesús: "Id a todos los pueblos y hacedlos discípulos míos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,18).
De este mandamiento surgirá la Iglesia, que congrega a todos los que son hijos de un mismo Dios, bautizados en esta triple invocación de Dios.

El Espíritu, fuerza del mismo Dios en el hombre.
El apóstol Pablo, que no había conocido personalmente a Jesús, había comprendido a partir de la experiencia de su conversión que la vida cristiana es un crecimiento de la vida del Espíritu en nosotros. El, que había experimentado muy dolorosamente que era imposible para el hombre cumplir la Ley antigua, declara que el Evangelio, en cambio, es "fuerza de Dios capaz de salvar a todo el que confía en él" (Rm 1,16). Y esto es así porque el Evangelio es "la ley del Espíritu que da vida en Jesucristo y es capaz de liberar del pecado y de la muerte". Vivir el Evangelio es: "vivir, no siguiendo cualquier deseo terrenal, sino siguiendo el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en nosotros; mientras que si alguno no posee el Espíritu de Cristo, éste no sería cristiano... Si habita en vosotros el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos, también, gracias a su Espíritu el que resucitó a Jesús de entre los muertos, dará vida a vuestros cuerpos mortales" (Rm 8,2ss).

Esta es la nueva fuerza del Espíritu que el cristiano recibe en el bautismo: lo hace capaz de superar los deseos terrenales y le da una nueva vida que no estará sometida a la muerte. "Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios" (Rm 8,14).

"En la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo... para que liberara a los que vivían bajo la Ley y recibieran la condición de hijos: y la garantía de que somos hijos, es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que nos hace gritar ¡Abba, Padre!. Y así ya no somos esclavos, sino hijos, y, por tanto, herederos por obra de Dios" (Gál 4,4ss).

Desde la convicción profunda de que Dios se nos ha dado gratuitamente y totalmente en el don del Espíritu, nosotros podemos tener plena confianza en él. Creer en Dios no es ya sentirnos con temor esclavos de un amo caprichoso y riguroso; es sentirnos hijos de un Padre que nos ama incondicionalmente, como aquel padre del hijo pródigo del evangelio. Por eso, añadirá Pablo, el Espíritu nos hace libres, movidos no por el miedo a la Ley o al castigo, sino movidos por la propia decisión interior del Espíritu que actúa en nosotros: "Habéis sido llamados a la libertad; eso sí, esta libertad no quiere decir una excusa para abandonaros a cualquier deseo egoísta, sino que consiste en la disponibilidad para serviros por amor - es decir, por propio impulso interior - los unos a los otros, ya que toda la Ley se cumple en un solo precepto: ama a los demás como a ti mismo... Comportaos de acuerdo con el Espíritu y ya no querréis satisfacer vuestros deseos egoístas" (Gál 13ss).

En definitiva, vivir en el Espíritu es, por la fuerza de Dios y más allá de nuestras fuerzas, ser capaces de amar como él ama. El Dios cristiano se revela así como el Dios que es especialmente amor; que por amor se nos da a través de Jesucristo por el Espíritu, haciéndonos participar de su mismo impulso de amor para quererlo y querernos.

3.2 CREER EN DIOS, PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO
La experiencia de Jesús de Nazaret y la experiencia del Espíritu prometido por Jesús aportaron una nueva revelación de Dios, una nueva manera de ver la realidad de Dios y su relación con los hombres. Verdaderamente, como decía San Pablo, los hombres que se habían sentido esclavos bajo oscuros poderes divinos descubrían que podían sentirse hijos libres del Dios Padre revelado por Jesús y comunicado vivencialmente por el Espíritu; los que se destrozaban mutuamente como enemigos movidos por sus intereses egoístas descubrían el gozo nuevo de vivir como hermanos dispuestos a compartirlo todo en sencilla fraternidad. Los seguidores de Jesús descubrían que la fe en Dios era una experiencia humanizante y liberadora. Esto explica por qué el cristianismo se expandió tan rápidamente, y sin medios extraordinarios, desde el pequeño núcleo de Palestina a todo el mundo mediterráneo.

Esta nueva experiencia de un Dios de fraternidad y liberación se manifestaba en las oraciones y expresiones de fe de aquellos primeros cristianos. Muy pronto aparece como forma inmutable para finalizar la oración la invocación a Dios Padre "por Jesucristo, en el Espíritu Santo", o bien la expresión de alabanza "Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo". Muy pronto también los cristianos comenzaron a sintetizar su fe en Credos de estructura ternaria básicamente invariable. "Creemos en Dios, Padre todopoderoso, creador...; y en Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado...; y en el Espíritu Santo que actúa en la Iglesia..." Pueden variar ligeramente las expresiones, pero la afirmación de la triple realidad divina que era objeto de fe desde el bautismo permanece inmutable.

De esta manera las comunidades viven de la fe en la salvación que viene de Dios Padre, promulgada y presente a través de su Hijo Jesús y realizada permanentemente por la fuerza del Espíritu ofrecido a los creyentes en el bautismo.

Es evidente que la confesión en la triple realidad de Dios no implica de ninguna manera una confesión triteísta: gente que provenía del estricto monoteísmo judaico jamás hubiera pensado en renunciar a la afirmación del único Dios Señor del cielo y de la tierra. Pero era inevitable que pronto hubiera personas que preguntaran cómo se compaginaba la afirmación del Dios único con la afirmación de su triple manifestación, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El pagano Celso, filósofo hostil al cristianismo, escribía hacia el año 170 que los cristianos serían respetables "si no adoraran más que al Dios único; pero adoran también desmesuradamente a este hombre (Jesús) que vivió hace poco, y pretenden que no es contrario a Dios adorar así a un servidor suyo".

La cuestión estaba planteada: ¿cómo es posible profesar la fe en un Dios único y confesar a la vez tres realidades divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo? Es así como comienza a formularse una teología trinitaria.

4. LA TRANSPARENCIA DE UNA EXPERIENCIA DE DIOS: DIOS UNO Y TRINO
Quisiera comenzar remarcando una cosa: la fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo proviene de una experiencia que es anterior a la explicación de cómo un sólo Dios puede ser Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es decir, la fe precede a la explicación, a la teología.

4.1. LA EXTRAÑA TRINIDAD DE LA EXPERIENCIA DE DIOS
La doctrina trinitaria no surgirá como resultado de una especulación teológica de algunas mentes penetrantes sobre lo que puede ser Dios en sí mismo, sino que será el resultado de una necesidad de formular y explicar, en la medida de lo posible, la experiencia de Dios que habían tenido aquellos que reconocieron la presencia de Dios mismo en Jesús de Nazaret y creyeron que Dios mismo actuaba entre los hombres con la acción de su Espíritu.

Será precisamente la capacidad de perseverar en la fidelidad a esta experiencia originaria lo que determinará la aceptación o el rechazo de determinadas expresiones teológicas posteriores. Serán aceptadas las fórmulas que sean coherentes con aquella experiencia y se rechazarán las que aparecen incapaces de preservarla.

Como ya hemos remarcado, los cristianos viven de la convicción que en "la encarnación" del Hijo y en la "gracia" o efusión del Espíritu han tenido una singular experiencia de Dios mismo. Jesús y el Espíritu no son para ellos mediaciones extrínsecas de Dios, a través de las que Dios se comunicaría a los hombres como lo había hecho, por ejemplo, a través de la Ley o los profetas: son Dios mismo que, para salvar a los hombres, se les comunica desde el seno de su divinidad. Se trata de acoger una original propuesta salvífica de Dios, que se presenta queriendo hacerse presente y actuante entre los hombres por medio de Jesús y por su Espíritu.

Esto lleva a tener que pensar a Dios de una manera nueva: Dios no es "el trascendente", el Ser remoto, inaccesible, cerrado sobre sí mismo en eterna soledad. Por la experiencia de la comunicación de Dios en Jesús y en el Espíritu se levanta una puntita del velo que esconde la realidad inefable de la divinidad y vislumbramos que Dios ha de ser más bien Aquel que tiene su gozo y su plentitud en comunicarse, en darse, en vivir y amar como quiere, con soberana libertad: previamente a la creación y a la acción temporal en el mundo, Dios es esencialmente y eternamente vida y comunión de vida en el intercambio inefable de los tres que llamamos Padre, Hijo y Espíritu. Puesto que Dios es en sí mismo, eternamente y esencialmente comunión y comunicación de vida, podrá comunicársenos, haciéndonos participar, por el Hijo y por el Espíritu, de su propia vida eterna.

4.2. ALGUNAS CONCEPCIONES DEMASIADO SIMPLES
1. Resultaba tentador querer resolver la cuestión trinitaria de una manera simple y lógica. Por ejemplo, algunos querían resolver todo el problema diciendo que Padre, Hijo y Espíritu eran sólo tres nombres o, como mucho, tres modos o formas de manifestación del único Dios indiviso e indivisible. Se trataba de una interpretación nominalista: la realidad de Dios es única e indivisa, pero podemos aplicarle tres nombres según las circunstancias. De este modo se salvaría la estricta unicidad de Dios y también la tradición de referirnos a él con una triple denominación. (Temo que la mayoría de cristianos actuales más bien piensan inconscientemente la Trinidad de esta manera nominalista...)

Pronto se vio que esta solución resultaba inaceptable, sencillamente porque despojaba de sentido prácticamente todo el Nuevo Testamento, además de ser incompatible con la experiencia cristiana originaria. En efecto, si Padre, Hijo y Espíritu solamente son tres nombres - o tres manifestaciones - de una misma e idéntica realidad, ¿qué sentido tiene decir que el Padre ha enviado al Hijo, o que el Padre y el Hijo envían al Espíritu, o que el Hijo nos lleva al Padre...? El Nuevo Testamento supone con toda claridad una distinción real entre estas realidades. La experiencia de los primeros cristianos había reconocido en Jesús algo divino procedente de Dios Padre, enviado del Padre, pero, por esto mismo distinto de él. Y lo mismo podría decirse del Espíritu.

2. Otro intento simplista de hacer compatible la afirmación de un único Dios con el uso tradicional de las tres denominaciones divinas recibió el nombre de subordinacionismo: se afirmaba que sólo el Padre podía considerarse Dios en un sentido propio y estricto. El Hijo y el Espíritu serían realidades inferiores a Dios, seres intermediarios entre Dios y el hombre y, como decía Arrio, el más famoso defensor de esta interpretación, en definitiva pertenecientes al ámbito de lo temporal y creado, no al ámbito propiamente eterno y divino. Esta propuesta fue rechazada - a lo largo de largas disputas - porque tampoco expresaba adecuadamente la experiencia originaria de Jesús y del Espíritu.

En efecto, los primeros seguidores de Jesús llegaron, sobre todo a partir de su resurrección, a la íntima convicción de que Jesús era alguien venido de Dios mismo, presencia del Dios eterno entre nosotros, autodonación de Dios a los hombres. Era una experiencia que cristalizó en expresiones como: "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único" (Jn 3,16); o bien: "Jesucristo, que era de condición divina, no se mantuvo celosamente en su igualdad con Dios, sino que se anonadó, tomando la forma de esclavo y haciéndose semejante a los hombres; se abajó a ser tenido por un hombre cualquiera, obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz..." (Fil 2,6ss); "Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo único, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para que liberara a los que vivíamos bajo la Ley y recibiéramos la condición de hijos. Y la prueba de que somos hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre!" (Gál 4,4ss).

La experiencia cristiana había sido que algo de Dios mismo, del mismo seno de Dios, había entrado en nuestra historia actuando en ella. Precisamente por esto la presencia del Hijo y del Espíritu tenía una nueva fuerza salvadora. El autor del prólogo del cuarto evangelio lo expresa ya con una fórmula de amplios horizontes: "En el principio existía la Palabra: la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios... Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros: y nosotros hemos visto su gloria: la gloria del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad..." (Jn 1,1ss)

Reducir el Hijo y el Espíritu al ámbito de criaturas intermediarias - por muy elevadas que fueran - no sólo contradecía estos textos, sino también el sentido profundo de la salvación que estos textos suponen.

¿Podemos afirmar todavía, como había creído la tradición, que somos salvados porque Dios mismo se ha encarnado y ha entrado en nuestra historia transformándola? ¿Alguien que no fuera el Hijo de Dios, Dios de Dios, nos podría permitir llamar a Dios "Padre"? ¿Quién fuera del Espíritu de Dios nos puede hacer participar en una comunión inefable en la que se realiza nuestra salvación?

Si el Hijo y el Espíritu son inferiores a Dios, tendríamos que decir que no ha existido verdadera comunicación de Dios; desaparece la especificidad de la experiencia cristiana y nos quedamos, al igual que en el Antiguo Testamento, en una relación con un Dios lejano e inasequible, a través de unos intermediarios que no irían mucho más allá que Moisés o los profetas.

CONTINÚA… “III” PARTE

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