La confesión un verdadero encuentro con Cristo que purifica cualquier intención.
Por: Germán Sánchez Griese | Fuente: Catholic.net
No hace mucho tiempo escuché en la predicación de unos ejercicios espirituales
una frase que por su sencillez, dramatismo y realismo ejemplifica muy bien las
consecuencias del pecado en nuestro corazón. “Hacer
el mal produce placer. El placer pasa, el pecado queda. Hacer el bien produce
dolor. El dolor pasa, el bien queda”.
Al pecar, nuestro corazón queda infectado. No solamente comete la falta, sino
que queda herido en su naturaleza. Son huellas que quedan y que de alguna
manera, le restan fuerza, claridad y vigor en la lucha constante por hacer
siempre el bien, por conseguir la virtud que nos hemos propuesto alcanzar.
Querámoslo o no, el pecado va debilitando la fuerza de voluntad. Imagínate tu
corazón como esa bomba de amor que constantemente está haciendo llegar una
savia pura y fresca a todas las acciones de tu obrar cotidiano, que te impele a
estar siempre obrando el bien con el fin único de alcanzar la santidad, el
parecerte a Jesucristo. Los pecados son basuras que se van incrustando en la
bomba y que no permiten que circule libremente la savia vivificadora. No es que
el corazón se estropee. Es que al corazón se le van adhiriendo basuras, vicios,
comportamientos que impiden que en todas las acciones que debe realizar brille
la virtud que debes conquistar. Al paso del tiempo podemos muy bien
preguntarnos: “... y bien, ¿por qué no soy
lo que debo ser? ¿Por qué estoy retrocediendo en lugar de avanzar?”
Cuentan que Leonardo Da Vinci, buscaba modelos para su obra “La última cena”. Fácilmente
encontró a Jesús: un joven florentino en la primavera de la vida: fuerte, alto,
con la mirada fresca, envolvente y cautivadora. Limpia. Fue fácil invitarlo a
posar. Pasó el tiempo y entre las distintas actividades del gran maestro el cuadro
no quedaba terminado. Serían diez años desde que había comenzado el cuadro y
para dar por terminada la obra faltaba otro de los personajes principales de la
escena: Judas, el discípulo que traicionó a Jesús. No era cosa de otro mundo
buscar una persona que pudiera servir de modelo, si bien a nadie le agradaba
tal empresa, por las heridas que en la susceptibilidad personal pudieran
causarse: eso de quedar inmortalizado en la historia como un traidor no era del
todo halagador para nadie. Así las cosas, Leonardo buscó entre las peores
tabernas a los posibles personajes que pudieran desempeñar el triste papel de
Judas Iscariote. Buscando, buscando, lo encontró: un hombre, no muy grande, de
unos treinta años pero con una mirada triste, perdida, el ceño fruncido y las
espaldas ya algo cargadas por el paso del tiempo. Con todo respeto lo invitó a
la osada empresa y el sujeto aceptó. Habría sido en las primeras sesiones
cuando nuestro modelo, sin notarlo, comenzó a llorar. Leonardo, tratando de
congraciarse con él y admirando su exquisita sensibilidad le dijo:
-Pero hombre. No llores, no es para tanto. Tú no eres un traidor, tan sólo me
estás ayudando en esta empresa. Es cierto que te ha tocado jugar un papel muy
poco halagador, pero por favor, no lo tomes así.
A lo que el hombre respondió:
-No lloro por lo que tú me estás diciendo. Lloro
por mí mismo. ¿Es que no me reconoces? Cuánto habré cambiado que al cabo de
diez años tú mismo me pediste que posara como Jesucristo y ahora me invitas a
ser Judas Iscariote...
El corazón también ha sido comparado por un gran maestro espiritual del siglo
XX como una papa. Comparación poco elegante, ciertamente, pero muy efectiva.
Una papa si se la deja en cualquier parte, es capaz de echar raíces ahí en
donde se le coloca. Puede ser en la bodega, en la alacena de una casa, en lo
oscuro de un diván. Echa raíces. De la misma manera, nuestro corazón se habitúa
a actuar de cualquier forma. Si no estamos atentos irá adquiriendo tendencias
malas de aquí y allá y al final no nosotros mismos acabaremos por reconocerlo.
Es por ello que debemos hacer de vez en cuando una purificación de nuestro
corazón, una limpieza profunda para quitar esas manchas, esos virus que puedan
haberse incrustado en el camino diario.
¿Signos con los que podemos detectar que ya
necesitamos una purificación de nuestro corazón? Hay varios.
Primero: nos dejamos de doler por nuestras faltas, especialmente aquellas
faltas que cometemos por culpa de nuestro defecto dominante. Ya no le damos la
importancia necesaria como la solíamos dar al inicio de nuestro programa de
reforma de vida. Nos hemos ido acostumbrado poco a poco a esas fallas. Nuestro
corazón “ha aprendido a convivir” con esas fallas. Como los virus que ya no
son detectados por los anticuerpos. Nuestro cuerpo se ha habituado de tal
manera a convivir con ellos que ya no detecta su presencia. En la vida
espiritual puede pasarnos algo semejante. No es que no le demos importancia a
las fallas, pero ya no nos duelen tanto, no nos movemos tanto hacia una conversión
fuerte, eficaz, ya no nos causa tanto dolor el haber cometido esas faltas. El
pecado ha “obnubilado” la forma de ver las cosas. Lo que antes nos
causaba gran dolor, ahora simplemente nos causa fastidio o flojera y podemos
tener expresiones como las de “se ve que yo
soy así y me va a ser muy difícil cambiar”. “Lo he intentado todo...” “Total:
no es tan malo...” Si una
alarma contra incendios no funciona bien, el día menos pensado que necesitemos
de sus servicios nos fallará y entonces lamentaremos las consecuencias de no
haberle dado un servicio de mantenimiento con la frecuencia con la que se lo
habríamos de haber dado.
Otro de los signos con los cuales podemos detectar que las cosas no marchan ya
muy bien en nuestro corazón es el hacernos esclavos de las circunstancias.
Tengo mi programa de reforma de vida, pero yo mismo hago mis espacios mentales
para no cumplirlo, porque las circunstancias indican otras cosa o son
desfavorables, según nuestro propio y peculiar juicio. “Una
vez al año, no hace daño.” “Ahora estoy con mis amigos.” “En estos momentos me
siento tan cansado.” “Era muy difícil no haber caído: la tentación se me
presentó en forma tan inesperada...” Y justificaciones
similares. Las circunstancias son las que cada día se van enseñoreando más de nuestro
corazón hasta dominarlo. Nos convertimos en hombre y mujeres de circunstancias,
porque nos fuimos habituando a dejar que ellas fueran dictándonos los
comportamientos de nuestro obrar. Y nuestro corazón, si bien seguía bombeando,
la savia ya no pasaba porque había sido taponada por las circunstancias.
Confundimos la ilusión con la realidad. Creemos que ciertas cosas pueden
hacernos bien y no nos damos cuenta del mal que nos provocan. Hemos trastocado
los términos de todo. Lo bueno ya no lo vemos tan bueno y lo malo, por
consecuencia, ya no lo vemos tan malo.
Un último signo es la justificación para no obrar el bien con la fuerza y la
constancia con la que deberíamos hacerlo. Encontramos una respuesta fácil y
cómoda para explicar nuestra falta de virtud. No nos preocupamos por alcanzar
las cumbres de la santidad. Nos justificamos con que no somos malas personas y
así, vamos tirando en la vida.
Cuando alguno de estos signos se presentan, señal es de que nuestro corazón
comienza a atrofiarse, a ensuciarse. Es tiempo de una buena purificación, de
una buena limpieza interior. Y esta limpieza debe ser profunda, debe ir a las
raíces de las faltas. No quedarnos en la superficialidad, sino ir al fondo. ¿Cómo logra esta purificación? La Iglesia católica
nos recomienda la confesión de nuestros pecados. Pero debe ser una confesión
profunda íntima, llena de fe. Una confesión que mire más las actitudes por las
que hemos cometido las faltas, que las faltas en cuanto tal.
Sabemos que la gracia actúa en el alma, porque la gracia es eficaz, actúa por
sí misma. Pero las buenas disposiciones del alma, ayudan a que la gracia actúe
con mayor profundidad, porque el individuo se presta para ello: prepara los
lugares en donde la gracia puede actuar. Puedes confesarte con mucho sentido de
arrepentimiento, con mucho dolor de los pecados, pero si no hay las
disposiciones, los medios para cambiar, será difícil que la gracia actúe.
Borrará los pecados, de eso no nos cabe la menor duda, pero que actúe en tu
corazón, que lo disponga a actuar siempre para el bien, que lo fortalezca, que
lo vigorice, eso dependerá de tus buenas disposiciones.
¿Cómo disponernos a una buena purificación de nuestro
corazón para que actúe la gracia? ¿Cómo disponernos para que cada confesión sea
un verdadero encuentro con Cristo que fortalezca nuestro corazón y lo lance a
obrar siempre y de mejor manera el bien para vencer nuestro defecto dominante y
alcanzar la virtud que queremos conquistar?
Te invito a conocer y saber cómo hacerlo, en el siguiente artículo. Por
mientras, te dejo de tarea el que revises un poco cómo son tus confesiones. No
te pido que revises únicamente la mecánica de tus confesiones o de qué pecados
te confiesas con mayor frecuencia, sino que analices las actitudes de tus
confesiones. ¿Cuál es la actitud fundamental por la que
recurres al sacramento de la penitencia? ¿Cómo dispones tu corazón al
sacramento de la confesión? ¿Qué pasaría si no pudieras confesarte? ¿Vivirías
igual? ¿Cambia tu vida después de cada confesión? ¿O sigue más o menos igual?
¿Es para ti la confesión un verdadero encuentro con Cristo?
Germán Sánchez Griese
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