jueves, 31 de agosto de 2023

AMAR Y ALABAR

 Reflexiones acerca del sentido de la vida

Por: Jutta Burggraf | Fuente: Jutta Burggraf

La decisión sobre si vale la pena vivir o no... es la más urgente de todas las cuestiones

1.- Introducción
2.- Preguntar por el sentido
3.- ¿Quién es Dios?
4.- ¿A qué está llamado el hombre?
5.- Un nuevo estilo de vida
6.- Reflexión Final

INTRODUCCIÓN
Hace tan sólo unas décadas, Albert Camus podía sintetizar la postura existencial de su generación con una simple afirmación:

“No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. La decisión sobre si vale la pena vivir o no... es la más urgente de todas las cuestiones.”

En nuestro mundo de continuas distracciones, este problema radical ya no es planteable. Si alguien lanzara una tesis semejante, encontraría probablemente unas respuestas similares a las siguientes: ¿no basta dejarse llevar por las situaciones que van y vienen, y vivir simplemente - de un desayuno a otro, de un telediario al próximo, de un fin de semana al siguiente? El día a día es ya suficientemente complicado, el estrés es crónico y nuestras fuerzas son limitadas.

2.- PREGUNTAR POR EL SENTIDO

Según un estilo de vida ampliamente difundido se trata, consciente o inconscientemente, de evitar “llegar hasta el final”, impedir que nuestros pensamientos alcancen esa peligrosa dimensión que pondría en tela de juicio nuestra comodidad. En otras palabras, estamos en la tierra para disfrutar al máximo. Pero, por otra parte, nos resulta evidente que estamos muy lejos de lograrlo. Tarde o temprano llegarán el aburrimiento, la enfermedad, sufriremos el fracaso o el rechazo. Las frustraciones están programadas. “El drama consiste en que nunca podemos emborracharnos suficientemente,” confiesa André Gide en su diario. Es digno de considerar que justamente aquellos que buscan el placer inmediato, no raras veces muestran la incapacidad de alegrarse, llevan en sí el hastío de la propia vida.

Otros piensan que han nacido para trabajar, para contribuir con sus talentos prácticos, artísticos, intelectuales o sociales al bienestar de su familia y al progreso del mundo; o para conseguir simplemente estimación, aplauso y éxito. Nuestras sociedades de competitividad se centran, de hecho, en el desarrollo y el progreso, y nos invitan a considerar la vida como una carrera que hay que ganar.

Pero al final llegamos al mismo dilema. ¿Qué pasa cuando nos confirman la invalidez laboral, cuando nos convertimos en una carga para los demás? Entonces se acaban el trabajo y el aplauso, no la vida; y nos movemos en el vacío.

Podemos descubrir, al menos en ciertas situaciones límites, que no conviene reprimir la pregunta por el sentido último de la propia existencia. Tal actitud no puede engendrar más que resignación o amargura, a no ser que alguien consiga vivir de un modo extremadamente superficial. ¿Por qué levantarme cada mañana, si algún día se acaba todo? ¿Por qué construir una casa y fundar una familia, si en doscientos años ya no existen ni la casa ni mi familia? “Debo basarme en una verdad indiscutible; sólo entonces puedo llegar a ser feliz,” afirma el mismo Nietzsche.

Si el último sentido de la vida no se encuentra más allá de nosotros, en la eternidad, no puede satisfacernos plenamente: todos nuestros esfuerzos serían en el fondo absurdos. Un filósofo conocido lo expresa con sencillez: “Sólo si creo en Dios, estoy plenamente seguro de que mi vida de hecho tiene sentido.”

a) Respuestas desde la fe

La fe cristiana responde de un modo rotundo y solemne a nuestras preguntas más profundas: “Como la creación procede totalmente de Dios, existe también... totalmente para Él, para su gloria y para su honra. El primer sentido de la creación es la gloria de Dios.” El mundo entero es una alabanza del Creador: “El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos.”
Podemos encontrar esta afirmación también en otras religiones. “No has visto que se prosternan ante Dios todos los que están en los cielos y todos los que se encuentran en la tierra, y el sol, y la luna, y las estrellas, y las montañas, y los árboles, y los animales? – pregunta el Corán-. ¿No has visto que todo lo que existe en los cielos y en la tierra celebra las alabanzas de Dios, y también los pájaros al extender sus alas? Cada uno conoce su oración y su alabanza.” Y Tagore exclama. “¡Cómo cantas, Señor, en los pájaros, cómo alumbra tu aurora el latido de nuestros corazones, cómo todo es un rumor que canta tu grandeza!”

De todas las criaturas visibles, sólo el hombre es capaz de darse cuenta de lo que Dios ha hecho por él: “Tú has formado mis entrañas, me has plasmado en el vientre de mi madre... No se te ocultaban mis huesos cuando en secreto iba yo siendo hecho, cuando era formado en lo profundo de la tierra.” Este descubrimiento puede moverle a unirse al coro de la naturaleza y responder con agradecimiento y alabanza a la generosidad del Creador.

Pero cabe también otra posibilidad: cerrar los ojos a los dones recibidos. A este respecto, Péguy hace decir a Dios: “Yo brillo de tal manera en mi creación, en el sol, en la luna, en las estrellas..., en la faz de la tierra y en la faz de las aguas..., en la luz y en las tinieblas, en el pan y en el vino, en el corazón del hombre que es lo más profundo que hay en el mundo..., yo brillo de tal manera en la creación que para no verme sería necesario que estas pobres personas fueran ciegas.” Ratzinger es todavía más explícito: “El hombre puede ver la verdad de Dios en el fondo de su ser creatural… Sólo se deja de ver cuando no se la quiere ver, es decir, porque no se la quiere ver… El que la lámpara de señales no centellee, es consecuencia de haber apartado voluntariamente la mirada de lo que no queremos ver.”

Distanciarse de Dios lleva a una vida humanamente empobrecida. Guardini advierte que podemos enfermar espiritualmente, cuando nos engañamos a nosotros mismos en el tratamiento de la verdad. Pero también podemos sanar: cuando nos abrimos a la grandeza de Dios, actuamos en armonía con nuestra naturaleza espiritual y establecemos una correcta relación con la verdad. Entonces “crecemos” interiormente; la mirada se aclara, el espíritu se renueva, el corazón se purifica y se dilata. Estaremos en condiciones para llenar nuestra vida de contenido.

Cuando miramos a Dios, recibimos de Él el porqué de la existencia. Entonces comprendemos que también nosotros estamos llamados a alabarle, no sólo ontológicamente como el resto de la creación visible, sino consciente y libremente: somos capaces de expresarle la admiración y el asombro por todo lo que Él es y por todo lo que Él ha hecho por nosotros. “Dios y Señor nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Has exaltado tu majestad sobre los cielos.”
Dar gloria a Dios es reconocer su bondad y contarla a los demás. “También nosotros, llenos de alegría..., aclamamos tu nombre cantando.”

b) Primeras clarificaciones

Estos planteamientos, por hermosos que sean, no parecen ser, a primera vista, un programa real de actuación para el hombre moderno, sino más bien una mera teoría, elaborada en otros tiempos y para otro tipo de personas, sin conexión alguna con nuestra vida cotidiana. En efecto, cuando nos detenemos a considerarlos en serio, surgen interrogantes de envergadura.

¿EGOÍSMO DIVINO?

¿Para qué quiere Dios mi alabanza? ¿Qué obtiene con que yo le diga que es grande y maravilloso? ¿No aparece Dios aquí como un ser egoísta y narcisista que nos ha creado únicamente para demostrar su propia gloria, tal como le presentó Kant en el siglo XVIII?
Es evidente que un Dios infinito no necesita nada de sus criaturas. El silencio del hombre no puede oscurecer en absoluto su gloria que, en realidad, no es otra cosa que Él mismo, en cuanto que su ser es luz, belleza, esplendor y, sobre todo, amor. La palabra hebrea kabod (“gloria”) es el peso de Dios que se derrama y comunica. Es la bondad inmensa que se manifiesta en el rostro de Cristo. Nosotros damos gloria a Dios cuando participamos de esta bondad. Así es como entendemos que Dios nos ha creado para su gloria: nos ha creado para que entremos en su vida de amor, para que seamos sumamente felices.
Dios no quiere demostrar su gloria, sino mostrárnosla para hacernos partícipes de ella. Ha encaminado la creación libremente y por amor hacia nuestra felicidad. Ésta, que tanto deseamos, nunca la alcanzaremos de modo pleno, si la buscamos en la posesión o en el placer, sino precisamente a través de una relación amorosa con nuestro Creador.
Cuando Dios “bendice” al hombre, le colma de sus dones. Cuando el hombre “bendice” a Dios, le reconoce digno de adoración, dice bien de Él. De esta forma, la bendición descendente de Dios hacia nosotros produce una bendición ascendente de nosotros hacia Dios. Nuestra alabanza es eco y respuesta al amor divino; conduce a un encuentro de amistad entre Dios y nosotros.
El sentido de la vida consiste en este encuentro, en la comunicación y la amistad con Dios, que se expresan “mediante la fiesta y la celebración, el agradecimiento y la bendición.”

¿ALABAR EN LA TRIBULACIÓN?

¿Pero cómo es posible alabar a Dios en el mundo que nos rodea? ¿Qué le podemos decir de bueno, cuando lo que contemplamos es casi todo malo? ¿Cómo darle gracias en medio del sufrimiento y del dolor?

Efectivamente, la alabanza no se funda en una actitud ingenua. No nos lleva a cerrar los ojos ante enfermedades, injusticias, conflictos y guerras. Tampoco nos hace comprender todo lo que pasa en nuestra vida. Pero sí conduce a mirar las situaciones desde otra perspectiva. Su secreto consiste en comprender que el mal tiene su origen en nosotros, no en el Creador, y que –a pesar de ello- no hay ninguna situación, por adversa y penosa que sea, que no esté envuelta por el amor de Dios.
Según la fe cristiana, “Jesús es el Señor”. Es Él quien guía la historia y la vida de cada hombre hacia un bien que muchas veces nos trasciende. Quien está convencido de esa verdad, ya no quiere vivir con la queja a flor de labio, ni con la amargura en el corazón, como si Dios no supiera llevar bien los asuntos de su vida. Descubre el gozo de vivir como hijo en la casa de su Padre, y adquiere fuerzas para colaborar en la superación de los problemas que se le presenten. En otras palabras, la alabanza es el estilo de vida de los que creen.
Entonces, ¿quién es Dios en realidad? ¿Y a qué llama al hombre en concreto?

3.- ¿QUIÉN ES DIOS?

Dios se nos ha manifestado en la plenitud de los tiempos como Padre, Hijo y Espíritu Santo. La Trinidad es, de alguna manera, la “vida interior”, la misma “intimidad” divina; es un misterio de comunión profunda, un misterio de donación mutua y constante. Nos hace vislumbrar –aunque sólo de lejos- lo que quiere decir que “Dios es Amor.”
Que Dios, desde la eternidad, es en sí vida y amor significa su bienaventuranza plena y es, para nosotros, en medio del dolor y de la muerte, el fundamento de nuestra esperanza: la realidad más profunda de nuestro mundo y la raíz de nuestra existencia es el amor divino, un derroche de vida y de felicidad.

a) El amor de Dios según el Antiguo Testamento

Yahveh aparece majestuoso y lleno de poder en el Antiguo Testamento. Es el Creador y el Rey, grande por encima de toda medida. Lo asombroso es que este Dios tan inmenso y fascinante se preocupa de lo que es minúsculo y parece insignificante. Declara al hombre su gran amor: “No temas, que yo... te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán... Eres precioso a mis ojos, de gran estima, yo te quiero.”
No es sólo en los acontecimientos importantes, sino también en la vida diaria donde el pueblo elegido descubre la presencia de Yahveh, su amor y su ternura, su perdón y su fidelidad. Dios está cerca de los hombres, se hace accesible a ellos; les sale al encuentro, les salva y protege, los guía y les colma de innumerables bienes. “¿Puede acaso una mujer olvidarse del hijo que cría, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella lo olvidara, yo no me olvidaría de ti. Mira, en la palma de mis manos te tengo tatuado.”
Mientras Israel se aparta con frecuencia del camino recto, Dios se muestra clemente y fiel. Acoge al pueblo en su debilidad y le perdona su culpa.
“Vacilarán los montes, las colinas se conmoverán, pero mi bondad hacia ti no desaparecerá,... dice Yahveh, el que de ti se compadece.”
El hombre no suscita ni merece la misericordia divina. El amor de Yahveh es anterior a su existencia, y es lo único seguro que existe. “Más grande que los cielos es tu amor, más alta que las nubes es tu fidelidad.”

b) La “humildad” de Dios según el Nuevo Testamento

Dios nos manifiesta en el Nuevo Testamento que su entrega a los hombres no tiene límites. Está dispuesto a compartir nuestras necesidades y nuestros sufrimientos. Por eso oculta la gloria de su divinidad y se hace presente en Jesucristo. Toma libremente el camino descendente para sanarnos en lo más hondo de nuestro ser y atraernos al corazón de su amor trinitario.

DIOS DE LOS PEQUEÑOS

Isaías había anunciado ya la ternura del Mesías:

“No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, ni apagará la mecha que se extingue.”
Su misión consistirá en “llevar la Buena Nueva a los pobres, curar los corazones oprimidos, anunciar la libertad a los cautivos y la liberación a los presos.”

Jesucristo ofrece a todos los hombres el don de una nueva vida, que consiste esencialmente en una nueva amistad con Dios. No excluye a nadie, por pobre y pequeño que sea. Se muestra cercano a los afligidos y abatidos, a los enfermos e ignorantes, a los marginados y condenados: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso.” Los débiles y despreciados de toda clase descubren en Jesús una felicidad inesperada. Se ha acabado el tiempo de la soledad, de la vergüenza y de la humillación. Sienten cómo son acogidos, cómo se les devuelve una dignidad en la que ya no creían.
Jesús se hace amigo de los niños y de los pobres, e incluso se identifica con ellos.

El niño simboliza a todos los que no pueden desenvolverse solos, el pobre representa a los que tienen “hambre y sed”, los que están encarcelados o en una tierra extranjera. “Cuánto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis.” Es un misterio sobrecogedor que el mismo Dios -la grandeza, la belleza y el poder absoluto- se oculte en el más pequeño, en el más débil, en el que sufre más.
Los hombres solemos admirar a una persona importante y grande, pero también la tememos. Ordinariamente es más fácil amar a alguien que es débil y que nos necesita. Quizá sea esta una de las razones por las que Jesucristo se hace pequeño y vulnerable: quiere entrar en comunión con nosotros. Nos enseña así que la lógica del amor es distinta de la de la razón o del poder: amar es ponerse al alcance del otro.

DIOS DEL PERDÓN

En su paso por la tierra, Jesucristo perdona los pecados a los que se arrepienten de ellos; al mismo tiempo nos revela la alegría de Dios al perdonar; nos muestra a un Dios que se “conmueve” ante nuestro destino. La parábola de la oveja extraviada, por ejemplo, nos da a conocer la felicidad del pastor que recupera su pequeño animal; no dice nada sobre el “estado anímico” de la oveja: cuando el pastor la encuentra, se la coloca, rebosante de alegría, sobre los hombros.

En la narración de la mujer pobre que ha perdido una moneda, Jesús nos lleva de nuevo más allá de la escena cotidiana. El desvalimiento y la angustia de esta pobre mujer son una imagen de otro dolor, en este caso infinito: el “dolor” del mismo Dios en su búsqueda del hombre perdido. A través de la protagonista de la parábola, Jesús nos habla de Dios que está removiendo cielo y tierra para encontrar lo que está perdido. Y la alegría de la mujer al encontrar su moneda es la felicidad de Dios por haber encontrado al hombre desviado.

La historia del hijo pródigo expresa el mismo hecho con la máxima claridad. Cuando el padre ve a su hijo volver a él -descamisado, delgado y mugriento-, corre a abrazarle, sin juzgarle, sin hacerle reproches, sin ni siquiera decirle “te perdono”. El padre sólo tiene un deseo: recuperar a su hijo, vivir en comunión con él. Este deseo es más fuerte que las heridas que el joven le ha provocado.

Así ama Dios a los hombres. Baja del cielo para liberarles de su culpa y su miseria. No es nuestro amor la causa y la medida del perdón divino. Es el amor misericordioso y absolutamente gratuito de Dios el que, por el contrario, tiende a provocar nuestro amor contrito y agradecido.

DIOS-SIERVO

Cuando Jesucristo comienza su ministerio público, Juan el Bautista declara que no es digno de ponerse de rodillas ante Él para desatarle la correa de sus sandalias. Más tarde, una mujer pecadora lava con sus lágrimas los pies del Mesías, y María de Betania los unge con un valioso perfume. Estos gestos, por pequeños que sean, parecen adecuados en el trato con un Dios que se ha hecho hombre, ya que expresan mucho respeto y un gran amor.

Sin embargo, poco antes de la pasión vemos a Jesús arrodillado ante los apóstoles lavando sus pies. En lugar de servir al maestro, es ahora el maestro quien sirve a sus discípulos. De esta manera les da a entender que el Reino prometido ya ha llegado -el Reino en el que el mismo Señor “se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá.”

Estamos de nuevo en esta lógica de amor de un Dios que desciende, y desciende a lo más bajo. Un Dios que se humilla. Nos encontramos ante un Dios que se hace pequeño y pobre, que ocupa el último puesto, el puesto del niño o del esclavo. En la cultura judaica de aquel tiempo, era normalmente el esclavo el que lavaba los pies a su señor. “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve.”
Jesús nos ha prestado el máximo servicio con su muerte en la cruz. Allí escuchamos la última palabra del amor, si es que puede tenerla el amor. Que Dios se haya revelado definitivamente en un crucificado es algo que contradice todas las expectativas humanas. Es “escándalo para los judíos, locura para los gentiles.” Dios pobre, se pone de rodillas como un simple criado, se deja atacar e injuriar, ya crucificado. Es un escándalo. Es nuestro mundo al revés. Y es un mensaje de amor.
Jesús revela a un Dios que se oculta en la pequeñez, desciende a la debilidad completa y se deja vencer. Su descenso se inicia cuando toma la naturaleza humana, se manifiesta claramente en el lavatorio de los pies y culmina en la pasión y la muerte. “Hemos visto su gloria,” exclama San Juan, refiriéndose principalmente a la gloria de la cruz. La “gloria de Dios” es el amor.
Un Dios que se pone de rodillas y sirve a los hombres “hasta el fin” es, realmente, muy diferente a ese Dios legislador, severo, pronto a condenar –e incluso “egoísta”-, tal como algunos le han visto a través de los siglos.

4.- ¿A QUÉ ESTÁ LLAMADO EL HOMBRE

En una ocasión, Jesucristo muestra un denario a la gente diciendo: “Dad al emperador lo que es del emperador, y a Dios lo que es de Dios.” La moneda que lleva acuñada la imagen de Augusto, pertenece al César, pero el hombre, que es imagen de Dios, pertenece a Dios. Hay en cada persona una parte que no es de la competencia de las autoridades humanas, una dimensión de trascendencia de la que ningún poder humano puede disponer. En cuanto imagen divina, el hombre está directamente vinculado a Dios, que le invita a entrar en su Reino.

El Reino de Dios no es una estructura social o política. Es Dios mismo, y la vida con Él nos es presentada como un banquete copioso, es decir, una comunidad en alegría. “Yo dispongo un Reino para vosotros, para que comáis y bebáis en mi mesa en mi Reino.” Allí hay comunión, hay amistad y donación mutua. Y se nos manifiesta de nuevo que lo más importante no son el saber ni el poder, sino el amor que mueve a poner todo saber y poder al servicio de los demás.
Como Dios es un profundo misterio de comunión, el hombre –su imagen- está llamado a realizarse en la comunión. En otras palabras, tiene que hacerse cada vez más capaz para el amor, la entrega y la amistad, tiene que preocuparse cada vez más por la suerte de los demás y compartir con ellos los altibajos de la vida. Eso no es algo casual, decorativo y, al fin y al cabo, superfluo para la persona, sino que es absolutamente imprescindible para el despliegue de los dones que ha recibido de su Creador, y para su propia felicidad.

El hombre está llamado a transparentar la gloria, la bondad y el amor de Dios en el mundo que le rodea. Tiene, efectivamente, una tarea muy grande por cumplir. Pero no se encuentra solo ante ella. Porque Jesucristo no sólo le desvela el último sentido de su existencia; al mismo tiempo le invita a recorrer con Él el camino que conduce hacia su plena realización.

a) Acoger la propia debilidad

Se ha dicho a veces con San Agustín que Dios está más cerca de mí que yo de mí mismo. Es también más leal conmigo que yo conmigo mismo. En ocasiones, no somos leales con nosotros mismos, no somos auténticos o verdaderos. No queremos vernos como realmente somos. En nuestra cultura aprendemos pronto a ser “fuertes” y a “defendernos” en la selva de la vida. La vulnerabilidad es peligrosa y por tanto prohibida. Tendemos a esconder sutilmente nuestras sombras y nuestros miedos, nuestras necesidades y debilidades. Algunos consiguen con este comportamiento un determinado reconocimiento social, pero pagan por ello un gran precio: niegan su propia humanidad, y renuncian a una vida en libertad.

Un “rico” –en el sentido más amplio de la palabra- se siente satisfecho de sí mismo, y no reconoce su necesidad de amor, su necesidad del otro. El fariseo del Evangelio, por ejemplo, se siente tan perfecto que todos deben saberlo. Es un hombre que hace de la salvación un negocio de compraventa: tantas obras realizadas, tanto capital acumulado, tanto derecho a la salvación. Sus relaciones con Dios son de haber y debe, de ganancias y de deudas. Considera la observancia de la ley como un fin en sí. No sabe alabar, porque no mira a Dios, sino hacia sus propias obras. Y no comprende que es más importante tener un corazón misericordioso que observar escrupulosamente un reglamento.

Jesús sabe que la tentación de los hombres será siempre la de imitar a los “reyes de las naciones”. El peligro estriba en dejarse seducir por lo que es grande, por el poder y las riquezas, por la adquisición de éxito y de admiración, de placeres y privilegios. Pero si buscamos estas cosas de un modo compulsivo, no sólo nos apartamos de Dios –creando nuevos dioses-, sino que también nos alejamos de nosotros mismos, porque deformamos nuestra naturaleza y rechazamos ser aquellos que Dios ha querido desde siempre.

Si una persona se esconde detrás de una muralla gruesa y cierra su apertura a la trascendencia, no está ni en contacto consigo mismo, ni tampoco le será posible abrirse a un mundo superior. Para lograrlo, es indispensable “desarmarse”, aceptar que soy vulnerable, reconocer los propios bloqueos, fisuras y deficiencias y renunciar, finalmente, a las seguridades humanas. La ayuda de Dios no nos faltará en esa empresa. Dios quiere mostrar su fuerza justamente en la flaqueza del hombre; por eso suele escoger lo que es débil e insignificante ante los ojos del mundo.

Jesús toca ese misterio en la parábola del banquete nupcial que un rey ofrece para su hijo. Los que gozan de reputación en la sociedad, gente sin duda virtuosa y religiosa, rechazan su invitación. Tienen otras cosas que hacer; están demasiado ocupadas. Los pobres, en cambio, los lisiados y tullidos están disponibles; vienen y llenan la sala. Aquí vemos de nuevo que se ha invertido el orden de cosas. Los pequeños son los que se acercan más a Dios. Los excluidos son los elegidos.

Un viejo proverbio dice: “El éxito no es un nombre divino.” Jesús, de rodillas ante sus discípulos, manifiesta que para entrar en su Reino hace falta humildad y tener el corazón de un niño. ¿Es posible crecer hacia una nueva libertad si no somos conscientes de nuestra falta de libertad? ¿Podemos desear ver, si no nos damos cuenta de que somos ciegos? El mismo Dios invita a cada uno de nosotros, rico o pobre, a recorrer este camino de descenso; nos llama a todos a la sencillez. Quien no salga de la suficiencia y acepte la propia indigencia, “quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él.”

La verdadera alabanza de Dios pasa por el camino de la infancia, de la pobreza interior, del desprendimiento. Pasa por un camino que nos libera de tantas ataduras superfluas.

b) Abrir el corazón a la gracia

Es famoso el “lamento” de Dios que recoge el libro del profeta Isaías: “Este pueblo se me acerca con la boca y me glorifica con los labios..., y su culto a mí es precepto humano y rutina. Dios no nos pide sólo obras exteriores; en primer lugar quiere entrar en nuestro corazón.

El corazón era, para los israelitas, el centro íntimo de la persona, allí donde se traman los planes y proyectos y donde se decide la vida entera del hombre. Es el fondo mismo de nuestro ser, ese lugar profundo y misterioso donde siempre podemos ser más verdaderos y más capaces de amar, más fieles y llenos de vida. Allí se esconde el último secreto de nuestra libertad interior: podemos acoger o rechazar el amor que Dios nos ofrece.

Para vencer el mal, hace falta “convertirnos”, abrirnos desde lo más hondo a la gracia divina. Ésta cambia la misma raíz de nuestro ser y –en la medida en que no ponemos obstáculos- nos modela y poda hasta transformarnos, poco a poco, en quienes Dios ha querido al crearnos. La obra de la gracia es, ordinariamente, muy discreta y nada espectacular. Jesús presenta su Reino como una realidad oculta en el corazón humano, como un acontecimiento que ocurre en medio de nuestras experiencias más normales y cotidianas.

La conversión forma el comienzo de una nueva vida en Cristo. Nos abre los ojos ante los muchos dones que nos han sido otorgados. Con esta nueva mirada es sencillamente imposible considerar a Dios como un tirano “egoísta” que infunde temor; se descubre, al contrario, que es Amor infinito, Amor generoso y eterno.

El hijo pródigo de la parábola de Jesucristo conocía muy poco el corazón de su padre. Pero cuando vuelve a casa, después de haber malbaratado su herencia, y ve que este señor ya mayor corre hacia su encuentro, entonces se da cuenta de lo que él significa verdaderamente para su padre, y lo que nunca ha dejado de ser para él, ni siquiera en su degradación más profunda. En este momento aprende a decir “padre” de una manera absolutamente nueva, con la alegría de un hijo que se sabe amado: comprende, por fin, que hay alguien en el mundo que le quiere de verdad, que sigue cada uno de sus pasos y le espera siempre; hay alguien que confía en él, pase lo que pase, alguien para quien él es muy importante. Esto es, probablemente, lo esencial de la conversión evangélica: aprender a llamar “Padre” a Dios, descubrir la inmensidad de su amor misericordioso.

Nuestro corazón de piedra, lleno de miedos y de bloqueos, debe ser transformado en un corazón de carne, vulnerable, compasivo, abierto a los demás. En la medida en que la gracia divina opera este milagro, podemos alabar a Dios “con todo el corazón”, es decir, con todas nuestras capacidades, con la inteligencia, la voluntad y el rico mundo de los sentimientos, con la memoria y la imaginación, y hasta con los pensamientos y deseos más ocultos.

c) Perdonar al enemigo

Jesucristo llama a sus discípulos a una actitud enteramente nueva. Es también nueva su invitación a perdonar setenta veces siete, a hacer el bien a los que nos odian, a ser mansos y no violentos. Lo esencial del mensaje cristiano es el amor a los enemigos. Es algo tan extraño, hablando tan sólo desde el punto de vista terreno, como la identificación de Dios con los pobres y marginados.

El “enemigo” del que habla el Evangelio no sólo existe en la guerra. Está muy cerca de nosotros. Es aquel que ha pasado de largo ante nuestras necesidades, que nos ha hecho algún daño o que amenaza nuestra libertad. Es aquel de quien huimos y con el que no nos queremos comunicar.

A lo largo de la vida, todos recibimos heridas que nos van marcando. Podemos esconderlas y sepultarlas en lo más profundo de nuestro ser, detrás de barreras que levantamos para protegernos. Pero tal actitud no lleva ni a la realización, ni a la felicidad. El odio es como una gangrena que nos carcome. La venganza y el rencor envenenan la vida. Hacen que las heridas se infecten en nuestro interior, creando una especie de malestar y de insatisfacción generales.

Sólo en el perdón brota nueva vida. La palabra griega para perdonar, aphíemi, significa liberar, desatar; es saldar la deuda o el castigo. Estamos invitados a liberarnos de las heridas del pasado, que a menudo dominan nuestras actuaciones y nos separan de los demás. En esta tarea, los “enemigos” son nuestros mejores maestros, porque su presencia es un reto que nos impulsa a ahondar, y nos dan así la oportunidad de conocernos y de mejorar.

En 1977, Miguel Ángel Estrella, un conocido pianista argentino, era secuestrado en Uruguay, torturado, desaparecido durante dos meses y luego encarcelado. Después de su liberación contó: “Durante las sesiones de tortura, rezaba el Padrenuestro. Me era muy difícil decir con convicción la penúltima frase ‘perdona nuestras ofensas, como nosotros también perdonamos a los que nos ofenden.’ A veces, me saltaba esa frase, porque sentía que no podía decirla honestamente, hasta tal punto me hacía daño la violencia física. No estaba en condiciones de perdonar a aquella gente. Sin embargo, en la última sesión de tortura, cuando me amenazaron con cortarme las manos, les dije que no tenía ganas de morir, que me quedaban todavía muchas cosas que hacer en la vida..., pero que estaba dispuesto a perdonarles, si me cortaban las manos y si me mataban, y que tenían que saber que de todas formas estaban equivocados.”

Perdonar la indiferencia, las humillaciones o la envidia, es un signo de sabiduría y de eficacia en la vida. El pianista continúa su relato: “Los militares me decían: ‘No eres un buen cristiano; si no, serías rico, tendrías mucho poder, no vivirías austeramente... Vamos a destruir en ti toda capacidad de tocar y de sonreír, y no volverás a ser el hombre que eras.’… Jamás vi la cara de aquella gente. Llevaba una capucha de algodones en los ojos y estaba atado de pies y manos, pero detrás de mi capucha, me acuerdo de que sonreía, porque me decía: ‘¿Quiénes se han creído que son? ¿Piensan que van a ser más fuertes que el amor?’ Y estaba seguro de que, de alguna forma, el amor sería más fuerte que el odio… Sentía la presencia de Dios a través de la gente. Ellos me decían. ‘Estás solo.’ Pero yo escuchaba una voz que me decía: ‘Eres miles. No estás solo.’”

Para vivir la vida, hace falta mucha alegría. No conviene desgastar el ánimo, despertar el odio. El pianista recordó que durante las sesiones de tortura rezaba: “Señor, si me ayudas a salir de aquí, quiero hacer con la música algo en contra de la intolerancia, el racismo, el salvajismo de la tortura.” Entonces escuchó interiormente una voz que le decía: “¿Por qué hacerlo contra? Hazlo por.” Así nació la idea de una Música para la Esperanza.”

También Martín Luther King nos ha dado un gran ejemplo. Cuando fue matado en su lucha no violenta contra el racismo y las injusticias, se volvió con el rostro ensangrentado hacia el que le arrojó una piedra, y le dijo: “God bless you” (Dios te bendiga).

El perdón comienza cuando, gracias a una fuerza nueva, una persona rechaza todo tipo de venganza. No habla de los demás desde sus heridas, evita juzgarlos y desvalorizarlos, y está dispuesta a escucharles con un corazón abierto. A veces hace falta comprender que en los que nos han hecho daño hay bloqueos que les impiden admitir su culpabilidad. Perdonar es tener la firme convicción de que en cada persona, detrás de todo el mal, hay un ser humano vulnerable y capaz de cambiar. Significa creer en la posibilidad de transformación y de evolución de los demás. Ningún hombre está totalmente corrompido; en cada uno brilla una luz.
Con el perdón se inicia un proceso que nos conduce a aceptar e incluso amar a los que nos han herido. Ésta es la última etapa de la liberación interior.

d) Confiar en Dios

Según nos cuenta el Evangelio, Jesucristo pide al joven rico que se deshaga de sus bienes. Su actitud, sin embargo, tiene poco que ver con la de un maestro espiritual que da este consejo a su discípulo, con el objeto de facilitarle el acceso a la libertad de espíritu. La exigencia de Jesús tiene otro sentido. Lo que espera de aquel joven es, en realidad, la confianza incondicional en su Persona. Le pide que lo deje todo para seguirle a Él, para unirse a Él.

El Señor no promete a sus discípulos una vida cómoda y fácil. Les anuncia, por el contrario, que tendrán que aguantar hambre y sed, calor y frío, incompresiones y persecuciones. Les llama hacia la cruz. ¿Pero es posible alabar a Dios en medio de una vida llena de adversidades?

Una mirada al Antiguo Testamento nos da la respuesta. Israel lloró, se estremeció y se rebeló ante Dios. El libro de los Salmos es el mejor exponente de todas sus quejas y amarguras. Sin embargo, el título hebreo de este libro puede sorprender no poco: es Tehillim, que significa “oraciones de alabanza”. Es decir, todo lo que está escrito en él, incluidos los gritos de dolor, son –en última instancia- un himno de alabanza a Dios. Más allá de sus lamentos, Israel creyó en la bondad de Yahveh.

Tampoco hoy nos es posible comprender el dolor. Pero a la luz de la pasión, muerte y resurrección de Cristo podemos aceptarlo en la seguridad de que tiene un sentido escondido a nuestra mirada. Dios nos invita a poner nuestra vida en sus manos. Hace suyas todas nuestras preocupaciones. Y nos enseña que las quejas y murmuraciones no son más que actos de rebeldía contra Él; son como acusarle de administrar mal los negocios de nuestra vida. “Un cierto tono de queja se encuentra en contradicción con la esencia del amor. El amante acepta gustoso el sacrificio y no echa en cara al amado lo que él le pide. Desde el fondo de su ser, dice alegremente que sí a ese dolor, saluda la cruz que le une con Cristo”.

La fe no nos permite hacernos insensibles o cerrar los ojos ante el misterio del mal. Nos ayuda, en cambio, a descubrir el rostro de Cristo en todas las situaciones. Este rostro, lleno de amor, tiene las huellas de la pasión. Dios llama a sus amigos a la cruz. La afirmación cristiana del mundo, por tanto, no tiene nada que ver con un optimismo barato. Puede realizarse con lágrimas. La felicidad que nos produce la vida con Cristo, “es verdadera y grande, pero se funda en el dolor”.

También los momentos oscuros pueden ser una fuente de alabanza: el dolor, la congoja, los apuros económicos, la sonrisa que nos han negado, la palabra que no hemos recibido, la injusticia que hemos sufrido, la derrota. La alabanza no puede estar a expensas de los gustos o disgustos, de las ganas o desganas. Brota de lo íntimo del corazón y no depende del vaivén de las emociones. San Francisco de Asís compuso su famoso Himno al sol para honrar a Dios estando enfermo en San Damiano: “Omnipotente, altísimo, bondadoso Señor, tuyas son la alabanza, la gloria y el honor; tan sólo tú eres digno de toda bendición, y nunca es digno el hombre de hacer de ti mención...”
Estamos llamados a alabar a Dios también en las circunstancias difíciles de nuestra vida y mostrarle nuestra confianza precisamente en ellas. “Aunque pequemos somos tuyos, pues reconocemos tu poder. Pero no pecaremos porque sabemos que te pertenecemos.”

El poder transformador de la gracia divina actúa a veces con mayor fuerza allí donde Dios parece estar más escondido: en la experiencia del sufrimiento, de la humillación, en el fracaso y abandono, y en la muerte. Una escritora influyente afirma que no sólo el claro día, sino también la noche oscura tiene sus milagros. ”Hay ciertas flores que sólo florecen en el desierto; estrellas que solamente se pueden ver al borde del despoblado. Existen algunas experiencias del amor de Dios que sólo se viven cuando nos encontramos en el más completo abandono, casi al borde de la desesperación.”

En todas las circunstancias gozosas o dolorosas puede brotar la alabanza que, en el fondo, no es otra cosa que un compromiso de amor con Dios.

5.-UN NUEVO ESTILO DE VIDA

Dar gloria a Dios no es simplemente una forma de hablar, sino una forma de vivir. Dios nos llama a un estilo de vida completamente nuevo: nos invita a entrar en su Reino, no sólo después de la muerte, sino aquí y ahora. Para quien ha comprendido esto, la unión con Cristo llega a ser más importante que cualquier otra cosa. Una pequeña anécdota lo ilustra de un modo gráfico: en una ocasión, preguntaron a un párroco por uno de sus feligreses: “¿Quién es el señor que acaba de salir de la iglesia?” Y el párroco contestó: “Es uno de mis ancianos que vive en comunión con Dios y que, además, hace zapatos.”

Vivir con Dios es una experiencia liberadora; es como si una persona hubiera atravesado el Mar Rojo, haciendo el paso de la esclavitud a la libertad. Tiene ahora una nueva conciencia de sí misma, siente un gran alivio y un amor que corresponde a los deseos más profundos de su corazón. El hombre no se contenta con soluciones pasajeras. No quiere vivir cien años, sino para siempre. No quiere ser un poco feliz, sino plenamente. El único camino para lograrlo es la comunión con Cristo: “¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz.”
Una persona libre, por fin, sabe liberar también a los demás. Despierta la vida de los que le han sido confiados, y ayuda a cada uno a crecer según su propio ritmo.

a) Servir a los hombres

No es verdad que la fe en la vida eterna haga insignificante la vida terrena. Por el contrario, sólo si la medida de nuestra vida es la eternidad, también esta vida sobre la tierra es grande y su valor inmenso.

Si Jesucristo lava los pies a sus discípulos, éstos serán entonces llamados a ser pequeños, a ir en ayuda a los demás, pero no prestarán esta ayuda desde arriba, sino desde abajo. “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?... para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros.” Es la única vez que el Hijo de Dios se pone de ejemplo. Desea que sus seguidores vivan constantemente en una actitud interior de servicio; que cada uno lave los pies a los otros, también a las personas que le hayan hecho algún daño. No somos nosotros los que hemos de juzgar o condenar. Cada persona es importante y sagrada, sean cuales fuesen sus deficiencias y errores, su fragilidad y su vida pasada.

Amar no consiste simplemente en hacer cosas para alguien, sino en confiar en la vida que hay en él. Consiste en comprender al otro con sus reacciones más o menos oportunas, sus miedos y sus esperanzas. Es hacerle descubrir que es único y es digno de atención, es ayudarle a aceptar su propio valor, su propia belleza, la luz oculta en él, el sentido de su existencia. Y consiste en manifestar al otro la alegría de estar a su lado.

Si una persona experimenta que es amada por lo que es, sin necesidad alguna de mostrarse competente o interesante, se siente segura en presencia del otro; desaparecen las máscaras y las barreras tras las que se ha escondido. Ya no hace falta ni demostrar ni retener nada; ya no hace falta protegerse. Cuando alguien adquiere la libertad de ser él mismo, se vuelve acogedor y amable. Surge en él una vida nueva que le hace madurar y crecer. Entonces también él puede abrirse a Dios y entender que hemos sido creados para participar en su gloria. La alabanza que brota de su corazón es “salud que se puede escuchar”.

b) Alabar a Dios

Aquellos cuyos ojos han sido abiertos por la gracia, encuentran en su vida miles de motivos y de ocasiones para alabar y glorificar a Dios. Chesterton afirma que siempre tenía la “convicción casi mística” de que se encuentra un milagro en el fondo de todo lo que existe. Cada cosa tiene un sello divino, y quien lo descubre, es feliz y da gracias al Creador. “A Yahveh mientras viva cantaré, mientras exista entonaré salmos a mi Dios.” Toda la existencia puede convertirse en una canción de alabanza para el Señor. Estamos invitados a vivir cantando.

Dar gloria a Dios es nuestra vocación en la tierra y, en cuanto tal, nos compromete por entero. “Sed vosotros mismos el canto que vais a cantar,” exhorta San Agustín. Cuando alabamos a Dios, se unifican todas nuestras capacidades y se nos devuelven la armonía y el equilibrio rotos por el pecado. Descubrimos el amor divino en el fondo de nuestro ser. “Cada respiración, cada latido del corazón, cada sístole y cada diástole, cada leucocito, cada glóbulo rojo es un gesto de amor de Dios, un beneficio que de él hemos recibido.”

La alabanza no es algo que sucede sólo en el corazón, en la pura interioridad del hombre, sino que se manifiesta hacia fuera. El que ha recibido una gracia, sale al encuentro de los demás para contarles lo que ha pasado en su vida. “Anunciaré tu nombre a mis hermanos, te alabaré en medio de la asamblea.”

En los textos bíblicos, la alabanza se resume con frecuencia en una sola palabra: aleluya, que significa sencillamente “alabad al Señor”. El que pronuncia el aleluya, invita a los otros a la alabanza. “Alabad al Señor todas las naciones.” Nadie puede quedar al margen de la gloria divina. En el Antiguo Testamento son asociados a la alabanza, además, todos los instrumentos musicales conocidos en la vida del pueblo elegido: cítaras, arpas, tambores, címbalos, tímpanos, trompetas, flautas y platillos.

Dios merece una alabanza infinita, porque infinitas son su bondad y su gracia. Pero el hombre es limitado. Compensa su fragilidad convocando a toda la creación para formar con él un coro que celebre la grandeza de Dios. Asocia a su clamor los ríos, montes y valles, la estepa y el desierto y todos los animales del cielo y de la tierra. “Criaturas todas, alabad al Señor.”
Todo está hecho para la gloria de Dios. “El universo entero está ordenado hacia un Tú.” Puede considerarse como un hermoso poema al que el hombre pone música y ritmo convirtiendo de este modo el mundo entero en un clamor de gloria para celebrar la grandeza de su Creador.

6)REFLEXIÓN FINAL

Estamos llamados a vivir en íntima comunión con Dios y con los demás hombres, y a convertir así toda nuestra existencia en una alabanza al Creador. De este modo podemos anticipar la realidad del Reino de Dios. En otras palabras, nuestra vida tiene la seriedad de un “ensayo general” de lo que haremos por toda la eternidad: transparentar el amor, la bondad y la misericordia divinas.

No se trata de una relación externa entre la tierra y el cielo, tal como un niño puede entender las enseñanzas religiosas: si cumples la voluntad de Dios en este mundo, recibirás un premio en el otro. Hay más bien una conexión interna y necesaria entre nuestra actuación aquí y allá. Si una persona no llegara a ser “alabanza de su gloria” , sería un cuerpo extraño en el cielo.

Conviene estar preparados para la “representación final” cuando se realice plenamente el plan creador de Dios. Lo que vamos a hacer después de nuestra vida no debería cogernos por sorpresa. Por eso es tan importante darnos cuenta de que los acontecimientos que vivimos constituyen el lugar de cita con Dios en cada momento. Dar gloria al Señor en la tierra es descubrir y comunicar, aquí y ahora, la felicidad del cielo: “alabamos tu nombre por siempre, ahora y en la eternidad.”

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