De ahí en adelante nos vimos en la necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos, y así alcanzamos el éxito que sus ojos pueden contemplar ahora.
Por: Alfonso Aguiló Pastrana | Fuente: Catholic.net
Un maestro samurai paseaba por el bosque con su
fiel discípulo, cuando vio a lo lejos un sitio de apariencia pobre, y decidió
hacer una breve visita a aquel lugar. Al llegar, pudieron comprobar la pobreza
de las construcciones y de sus habitantes: un matrimonio
y tres hijos, una sencilla casa de madera, vestidos sucios y desgarrados, sin
calzado. Preguntaron al padre de familia: "En
este lugar no hay posibilidades de trabajo ni de comercio, ¿cómo hacen usted y
su familia para sobrevivir aquí?" Aquel hombre calmadamente
respondió: "Tenemos una vaquita que nos da varios
litros de leche todos los días. Una parte la vendemos o la cambiamos por otros
productos en la ciudad vecina y, con el resto, producimos queso, cuajada, etc.,
para nuestro consumo. Así vamos saliendo adelante.
El sabio
agradeció la información, contempló el lugar por un momento más, luego se
despidió y se fue. Siguieron su camino y, un rato después, se volvió hacia su
discípulo y le dijo: "Busca esa vaquita,
llévala hasta ese cortado y empújala al fondo del barranco." El
joven, espantado, cuestionó la orden recibida, pues la vaquita era el único
medio de subsistencia de aquella pobre familia. Pero ante el silencio absoluto
de su maestro, finalmente se dispuso a cumplirla. Empujó la vaquita por el
precipicio y la vio morir.
Aquella
escena quedó grabada en su memoria durante años. Un buen día, el joven,
agobiado por la culpa, resolvió regresar a aquel lugar y contarle todo a
aquella desdichada familia, pedir perdón y ayudarles en lo que pudiera. A medida
que se aproximaba al lugar, veía todo muy bonito, con árboles, plantaciones,
vehículos de labor, una gran casa y unos niños jugando en el jardín. El joven
se entristeció imaginando que aquella humilde familia tuviera que haber vendido
su terreno para sobrevivir, aceleró el paso y llegó hasta el lugar en que
recordaba haber estado la vez anterior. El joven preguntó por la familia que
vivía allí hacía unos cuatro años, y un hombre le respondió que seguían estando
allí. Entró corriendo a la casa y confirmó que era la misma familia que visitó
unos años antes con su maestro. Elogió todo lo que veía y preguntó al que fuera
dueño de la vaquita: "¿Cómo han logrado
ustedes mejorar este lugar y cambiar de vida?" Aquel hombre
respondió: "Nosotros teníamos una vaquita que cayó
por el precipicio y murió, y de ahí en adelante nos vimos en la necesidad de
hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos,
y así alcanzamos el éxito que sus ojos pueden contemplar ahora."
Esta
sencilla historia del samurai nos advierte contra el peligro del acomodamiento,
que acecha sobre nosotros de continuo, incluso aunque nuestras posibilidades
sean muy modestas. En nuestras vidas, todos tenemos una vaquita que nos
proporciona algo que consideramos irrenunciable, pero que en realidad nos lleva
a la rutina, nos hace dependientes y reduce nuestro mundo a lo que eso nos
brinda.
Quizá es
una dependencia de la televisión, de los videojuegos, o de un deporte o una
afición que nos absorben demasiado y nos conducen al egoísmo. Quizá sea una
búsqueda torpe de placer o de comodidad que enfrían el clima del amor
verdadero, que siempre es sacrificado. Quizá es un sutil refugio en el trabajo,
que nos sirve de narcótico para no sentir la llamada de otras responsabilidades.
O quizá una tortuosa fijación en envidias, susceptibilidades y resentimientos
que lastran tontamente nuestra vida. O incluso algo bueno, que teníamos antes
pero ya no tenemos, y nos escudamos en eso para estar pasivos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario