UN VIACRUCIS A LA INVERSA, POR EL PADRE ANTONIO MARIA DOMENECH
El sacerdote Antonio
Mª Domenech (uno
de los tres que participan en los populares vídeos de Red de Redes) ha escrito esta meditación para
Cuaresma, Semana Santa o Viernes Santo,
en el segundo número de La Antorcha, la nueva revista gratuita en papel, impulsada por
la Asociación Católica de Propagandistas .Se trata de una reflexión peculiar,
un "viacrucis al revés", acompañando
a la Virgen María de vuelta a su casa desde el sepulcro.
***
CON
MARÍA, DEL SEPULCRO A CASA
Mientras estudiaba Teología el
señor obispo D. Juan Antonio Reig, que estaba entonces en Castellón, me envió a
Nules, un pueblo dedicado principalmente a la naranja, de unos diez mil
habitantes.
El día de sábado santo acudía la
Parroquia a la residencia que tienen a escuchar las palabras del párroco, para
terminar, rezando, y con algún canto, las estaciones del viacrucis,
pero recorridas de modo inverso, acompañando a la Virgen Santísima, desde el
sepulcro hacia su casa.
Hoy también, con la Virgen de la
mano, te toca a ti, desde tu casa, acompañar a nuestra Madre, aquella que te
acompaña por el camino de tu vida, o quizás aquella
a quien rezabas cuando eras niño aquello de Jesús, José
y María, os doy el corazón y el alma mía.
Te toca acompañarla
a Ella, en este duro
trayecto, escuchar sus palabras, secar sus lágrimas, sepa tu
corazón hija mía, querido hijo que me escuchas, que no puede haber más amor, que
acompañar a una Madre en ese camino de dolor, mientras recuerda a su hijo
agonizante.
La distancia entre el sepulcro y
el lugar del monte Calvario donde fue crucificado el Hijo, permitían a la Madre
y a cualquiera que fuese y que acude todavía hoy, ver los dos lugares en casi
el mismo golpe de vista. Sin embargo, el sepulcro, que es pequeño, debió tener
clavados los ojos de la Virgen Santísima durante largo rato. Quién sabe si allí
por primera vez alguien se arrodilló y besando el suelo dijo en voz alta el ya
tradicional Te adoramos, Oh Cristo, y te
bendecimos que, por tu Santa Cruz, has redimido al mundo.
Y llega el momento de marchar. La
Virgen sabe que allí en el Sepulcro no se quedará mucho tiempo, sabe que
resucitará, pero se preocupa porque se ha dado cuenta que los
Apóstoles han perdido el ánimo. Se
ha dado cuenta que Pedro llora amargamente, Judas ni se sabe dónde está; Juan
está triste, muy triste; los demás han huido.
A los sucesores de Jesús, a la Iglesia de entonces no le queda Fe. Toda la Fe de la Iglesia, en ese
momento estaba en María. Por ese motivo hemos de
acudir a ella cuando nos falten las fuerzas o nos asalten las dudas.
AL
PIE DE LA CRUZ
Y subiendo un poco en lo alto,
llega al pie de la Cruz de nuevo. Quiere recordar esa imagen que nunca olvidará
ni Ella ni nosotros. Esa postura del Hijo muerto en los brazos de la Madre.
Miguel Ángel la hizo en mármol, pero ella estaba allí, de carne y hueso, de
corazón y alma. Allí donde le recogió las espinas una a
una, los clavos, donde le limpió la cara.
Allí está por el suelo, hasta que
lo coge Juan, el cartel de Pilato. “Iesus
Nazarenus, Rex Iudeorum”. Sabe María lo que significan esas palabras. Se
acuerda de la casita de Nazaret, de San José, no en vano le llamaron tanto el
hijo del carpintero. A Ella le daba gozo, y a José lo enternecía. Se acuerda la
Virgen de la despedida de su esposo con su Hijo a un lado y Ella al otro.
Allí le viene a la memoria
aquello que había guardado en su corazón, quién sabe si hasta este día: “Gloria a Dios en las alturas” cantaban los
ángeles, mientras Melchor, de hinojos, le dejaba a Jesús, a sus pies, el oro de
Oriente. Aquel presente que significaba que Jesús era Rey. Y aquí reza especialmente por todos los que vino a buscar y no le recibieron, porque
además de Madre, es Corredentora.
Y hablando de Madre, Juan y la
Virgen, antes de marchar, vuelven a mirarse y parece que escuchan claramente, “Ahí tienes a tu Madre. Madre, ahí tienes a tu
hijo”. ¿Piensa en ti María ahora mismo? ¿Pensó ya en ese día? Una madre no se
olvida de ninguno de sus hijos, sean suyos o adoptados, tenga
uno, tres o cinco. Tampoco la bendita hija de Joaquín y Ana se tenía que
olvidar de ti, ni en ese momento ni ahora.
CUESTA
VOLVER DEL CEMENTERIO
En esa ardua empresa que les han
confiado comienzan el regreso a casa. ¡Cuánto cuesta volver del cementerio!
Mi sobrino Juan Pablo, con sólo
tres años, en la puerta del cementerio, quieto, sin querer salir, señalaba en
la altura el nicho de mi madre y decía: “No viene
la abuelita”. “Espera allí -le dijo su padre- la venida de Jesús”. Ven,
Señor Jesús. Hay que volver a casa, hay que seguir adelante, no sin antes
recordar la túnica que se jugaron a los dados. La
que era toda de una pieza. La que le había tejido Ella misma. Cuando
se la arrancaban del cuerpo, un poquito se la estaban arrancando también a
Ella.
Nos falta llegar al lugar de las
caídas… Caídas que tenían que recordar los primeros pasos de cuando era niño.
Las primeras veces que llegaría Jesús a explicarle los desprecios, los
desaires, las amenazas de tantos hijos del pueblo judío, desde los que no quisieron
darle posada, hasta esos momentos que, como todos los niños, lloraría porque le
había pasado algo.
Las mujeres de Jerusalén, se
habían ido a su casa, no la esperaron, quizás prefiere volver sola. Pero no, sola no vuelve, están atónitos, mojándose
bajo el Cielo que se ha oscurecido, como si no pasara el tiempo, el Cireneo y
la Verónica.
Si te imaginas la cara de
agradecimiento de la Madre a ese señor que no conocía pero que nunca volverá a
ser una cara desconocida para Ella...
Si te imaginas que esa mirada,
con esa misma cara, quizás con menos dolor, es la que te regala María cada vez
que, con cualquier favor, ayudas a cualquiera que sufre, al que no puede con la
Cruz, a aquél que, pocas veces, sí, pero suficientes pasa en la vida, en un
momento concreto, sin que nadie te obligue, sin
que el romano te señale, te
deja hacer de Cireneo, y contigo su cruz comparte.
Juan tiene prisa por volver a
casa, quizás tiene miedo, más por María que por él. Aunque nadie se percata de
que es la madre de Jesús. Olvidan pronto
las gentes los favores, las personas, las caras y las lágrimas. Ella quiere
pararse. Vuelve a
arrodillarse: “Te adoramos Cristo y te bendecimos,
que por tu Santa Cruz, redimiste al mundo”. ¿Por qué paras, Madre? Aquí
ha caído, la segunda vez. Le han empujado, justo después de que llegaras tú,
Simón. Simón de Cirene. Nunca olvidaré tu nombre. “Gracias, María, ¿puedo
llamarte Madre?
Y lo que iba a pasar ahora no
podía esperarlo ni Juan ni la Virgen y mucho menos Simón. Realmente su vida iba
a cambiar.
Ha aparecido Santiago, temeroso
porque Juan no vuelve, y los cuatro, son invitados por la Verónica, a su casa,
cerca del Templo, para contemplar algo. Juan no quiere, Simón no sabe que
decir, y la Virgen como siempre, dice que SÍ. Como su Fiat, su disposición
primera a todo lo que vendría, a las alegrías de Nazaret, la dureza de Egipto,
las espadas del profeta Simeón, y la voluntad de San José. Y la del Padre. “Vamos, Verónica; donde quieras vamos”.
EN
LA CASA DE LA VERÓNICA
Sólo entrar en la casa, como
encima de una cómoda, extendido, aún húmedo, el
paño casi iluminado con el
que se jugó el tipo delante de los romanos. ¿Lo sabría la Virgen, el regalo que
contenía? Juan cae arrodillado, Santiago, que ya ha perdido el temor, lo
besa. El de Cirene contempla… Y la Virgen le da un abrazo a Verónica que
tampoco olvidará nunca.
Allí se quedan contemplando el
rostro de Jesús. El regalo que le dio, y el que tenemos nosotros. Tantas veces,
los judíos, los apóstoles, los niños, tenían los ojos fijos en Él.
Quizás nos
falta mirar más a Jesús y menos a nosotros mismos, quizás nos falta de la mano de María entrar en las casas de quién lo
necesita para ver al Señor.
“Se han llevado a
mi Señor, y no sé dónde lo han puesto” dirá
pronto la Magdalena, muchas veces parece que no sabemos hacia dónde mirar,
parece que el sagrario es la última puerta a la que llamamos, parece que hemos
perdido el norte, como decía Él mismo parece que vamos como ovejas sin
pastor. Nos falta, Madre, nos falta mirar el rostro del Hijo y mirarnos menos a nosotros mismos. El “hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo” lo
rezamos mucho, pero lo vivimos poco.
Si algún día no sabes, como
Santiago en este momento, lo que quiere Jesús de ti, ve a buscar a la Virgen
Madre. Ella te lo dirá. Pero, aunque estamos muy bien rezando juntos, hay que
despedirse. Le da un beso, le promete que volverá, memoriza la casa, ella se
queda con esa mirada de amor y cariño, le regala el
paño, pero la Virgen no lo coge. Dicen algunos que los regalos no se regalan.
Quieren ir a casa, pero la Virgen
pide. Lleva dos días que no ha pedido nada, pide volver al sitio, donde entre
el alboroto de la gente, ayudada por Juan, se encontraron las dos miradas. Las
miradas más limpias de la humanidad, la mirada de Dios, y la que transmitía al
Espíritu Santo, la de la llena de gracia. El de Cirene se ha ido a casa, que lo
esperan los suyos. Ya en esa casa se respirará siempre otro aire. Cristo cambia
la vida. Santiago y Juan la miran y, ahora sí, caen de rodillas: “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos que, por tu
Santa Cruz, has redimido al mundo”.
Unos momentos de silencio
recordando y contemplando
¿Cuántas veces en
medio del dolor, cuántas veces en la prisa del día a día, tus ojos se han
parado junto a los de Cristo?
Quizás en una Comunión, en un
entierro, ante una enfermedad, en un mal momento. Llega ese instante en que
paras, piensas y te dices: ¿Dónde está el Señor?
¿Por dónde seguimos?
Si vas al Sagrario y lo haces con
frecuencia, estarás cierto que Jesús te ha hablado, quizás no podrás decir lo
que te ha dicho, pero sabrás que te habla, decía
un buen amigo antes de morir.
PASEANDO
CON ELLA, QUIZÁ SIN HABLAR
Nos toca rezar con
la Virgen, quizás volver paseando, a su lado, sin decir nada. Parando donde cayó por primera vez, de la mano de María, apretándola
en su dolor.
Si nunca has apretado la mano de
alguien que sufre, tu corazón se ha endurecido. Pídele a la
Virgen que te enseñe qué es la ternura, pídele que te vislumbre por qué el Santo Padre insiste.
Quizás te falta volver con muchas
personas de muchos Calvarios, como ha hecho hoy San Juan, quizás te falta
doblar la rodilla muchas veces. Quizás… mejor no sigo, piensa en silencio qué
te falta para vivir estos momentos con una
intensidad que marca.
Y sí, llegamos a la puerta de “El Enlosado”. Le
cargan la Cruz, oh Cruz fiel, camino para el Cielo. El Padre Cué nos cuenta
cómo ahora en Jerusalén, todos los días a las tres de la
tarde, todos quieren llevar la Cruz. Pero después, cuando llegan a casa, todo
el mundo se esfuma.
Tenemos miedo a la Cruz, a veces
a la nuestra, pero siempre a la de los demás. Como el sacerdote y el fariseo
damos un rodeo cuando hay alguien que sufre. Pocas veces somos samaritanos con
aquella frase hermosa que llega cuando tú no puedes completar los
favores: cuida de él, y lo que gastes de
más te lo daré a la vuelta. Hay veces en las que en lugar de decir
eso, nos damos la vuelta.
Aquí la Virgen casi no ha podido
ver nada. Los romanos, la turba que empuja sedienta de sangre y de curiosidad
malsana.
Los desagradecidos amargados que
ya no recuerdan ni sus palabras ni sus milagros, no dejan espacio a las almas
buenas que esperan desde su sitio, el tremendo desenlace de la suma injusticia.
Y aquí duelen, como en
tantas otras ocasiones, los silencios de
aquellos que, sin ahora recordarlo, o peor aún, negándolo en su memoria, habían
recibido las palabras, los bienes y parabienes, los milagros de Jesús, y hoy,
callan, esperando que griten las piedras, porque lo que hoy se entiende por “dar la cara” no es virtud más que de valientes y, en aquella
plaza, en las plazas de cada pueblo, de tu tierra, donde te vieron nacer,
Jesús, en el Nazareth de tu alma y de tus padres, ya no quedan valientes.
Es más cómodo mirar
para otro lado, o ponerse del lado que más caliente, invocando
que los sacerdotes y ancianos de la Ley ya sabrán lo que hacen, con la excusa
de que no es mi cometido, o que es mejor callarse cuando las cosas no se
comprenden bien. Lo que sea, menos defender a Cristo, la verdad o a sus
ministros. Jesús lo sabía, y tú, tú también lo sabes. La que no se lo esperaba
era su Madre.
Parece que no llega el final; han
estado agradeciendo a los que recogieron la sangre empapando grandes paños y manteles.
Los primeros manteles de Altar que recogieron la sangre del Salvador, la sangre
que una y otra vez iba a hacerse presente en todos aquellos que hiciéramos en
memoria suya el memorial de su Pasión. Ahora hay silencio en esos lugares.
Jerusalén sabe que algo no se ha hecho bien en aquella tarde del primer Viernes
Santo.
VOLVER
AL HUERTO DE LOS OLIVOS Y VELAR
Pero falta un lugar, un sitio
acostumbrado y chico, al otro lado del valle, pero cerca. Juan quiere llevar a la Virgen al Huerto de
los Olivos, sólo para verlo, para contarle cómo y dónde rezaban,
para pedirle perdón también él por haberse dormido, por no haber velado con
Jesús, ni siquiera una hora. Aquí los miles de adoradores nocturnos
que por todo el mundo acompañan a Jesús, presente en la Eucaristía, están
también con la Virgen María. Ya no hablan, solamente se miran. La
vuelta ha terminado.
Hay que volver al Cenáculo que
nos esperan los demás. Las santas mujeres, Andrés, Pedro, Bartolomé, tú y yo.
Esperemos a nuestra Madre, también al volver de los Calvarios de la vida, al
sentir caer nuestras lágrimas, con motivo o sin él. “Te
adoramos, oh Cristo, y te bendecimos que, por tu Santa Cruz, redimiste al
mundo”.
En el Cenáculo, algunos no se
atreven ni a alzar la vista. Otros le dan un abrazo de
Madre. Todos oran, esperan, quizás desesperan. Nadie duerme.
Tienen miedo, pero ahora, la
Virgen está con ellos. La cosa cambia. Ha vuelto Juan, estaba también con ellos
Santiago, menos mal. Estaban preocupados. No volvía.
Allá donde estés, cualquier día
que sufras, dale la mano, y vuelve a tu vida, vuelve siempre con María.
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