¿Cómo podemos desvelar el misterio de nuestra propia identidad, el significado y fin de nuestra existencia en estos breves y fugaces años de la vida en la tierra?
Por: P. Walter Schu, LC | Fuente:
http://www.regnumchristi.org/ Revista In-formarse 53
Es verdad que el drama entero de la humanidad se podría reducir a una sola
cuestión: «¿quién soy?» . La respuesta a
esta pregunta se presenta más bien extensa. ¿Cómo
podemos desvelar el misterio de nuestra propia identidad, el significado y fin
de nuestra existencia en estos breves y fugaces años de la vida en la tierra?
La búsqueda del amor es lo que
nos incentiva continuamente durante la vida. San Juan Pablo II afirma
contundentemente: «El amor es por tanto la vocación
fundamental e innata de todo ser humano». El papa Benedicto XVI reitera
esta verdad fundamental: «La naturaleza humana, en
su esencia más profunda, consiste en amar. En definitiva, a cada ser humano se
le encomienda una sola tarea: aprender a querer, a amar de modo sincero,
auténtico y gratuito».
A la luz de esta respuesta a la
más básica de las preguntas, «¿quién soy?» le
sucede inmediatamente una segunda cuestión: ¿qué es
amar? Si la clave de nuestra misma existencia consiste en amar –es
decir, en encontrar, experimentar y hacer nuestro el amor– necesitamos
seguramente descubrir la esencia, el núcleo íntimo del amor. ¿No sería la más grande de las tragedias llegar al final
de la vida, pensando que hemos gastado nuestro tiempo amando, para caer al
final en la cuenta de que solo hemos dado la vida por una quimera del amor
auténtico?
Entonces, ¿qué es amar? ¿Qué es esa misteriosa realidad, «la energía principal que
mueve al alma humana»?
Hay una forma de amor en esta
vida terrena que es el princeps analogatum para todas las demás formas de amor.
Este primer referente nos permite atisbar las profundidades del amor, la verdad
recóndita del amor, la trascendente vastedad del amor. Se trata
precisamente del amor entre el hombre y la mujer, entre el esposo y la esposa.
No cabe duda de que es así, porque Dios mismo da inicio a la Sagrada Escritura
con el amor de nuestros primeros padres en el libro del Génesis y la concluye
en el libro del Apocalipsis con las bodas del Cordero.
Sin embargo, la cuestión no
termina aquí. ¿El amor entre un hombre y una mujer
consiste en la llama de la atracción natural y sexual que se enciende con tanta
facilidad? ¿Hemos dado entonces con el verdadero núcleo del amor? Esta
atracción natural establece uno de las bases para la relación de amor, pero
está tan centrada en el interés sexual y es tan fugaz como para fundar el amor
en su más profunda esencia.
En un nivel superior de la
persona humana encontramos el amor como emoción. El amor sentimental, la
experiencia de enamorarse, ha sido uno de los temas literarios desde que existe
la memoria indeleble del lenguaje escrito. Y, con todo, este noble sentimiento
–en que el hombre se presenta como un caballero revestido del brillo de su
armadura y la mujer como una dama en peligro, esperando ser rescatada– no es el
núcleo íntimo del amor. Una vez más, las emociones son tan pasajeras como para
que sostengan el amor, que, si es auténtico, tiende a prolongarse por toda la
vida.
Hay también un peligro camuflado
en el amor sentimental. La persona corre el riesgo de enamorarse de una visión
romántica e idealizada de su amado, en vez de enamorarse de la persona real,
con todas sus cualidades, debilidades y tropiezos. Cuando la burbuja del
romance que oculta la realidad de la otra persona revienta, como suele suceder
de manera inevitable, se pueden cernir la frustración o incluso el odio.
Entonces ¿a
dónde debemos encaminarnos para hallar el amor auténtico entre un hombre y una
mujer? Debemos levantar nuestra mirada hacia lo alto: hacia el horizonte
de la persona como ser espiritual, dotado de inteligencia y voluntad. Solo a
partir de este horizonte es posible amar de verdad y con autenticidad. ¿Por qué? Porque: «Lo que es esencial en el amor es la
afirmación del valor de la persona; basándose en esta afirmación, la voluntad
del sujeto que ama tiende al verdadero bien de la persona amada, a su bien
integral y absoluto que se identifica con la felicidad».
Aquí es donde encontramos el
verdadero núcleo del amor. El amor auténtico está no tanto en recibir del
amado, sino en dar a la persona que uno ama. El amor en su más entrañable
esencia es un don. San Juan Pablo II lo afirma enfáticamente en su
teología del cuerpo:
Se puede decir que, creados por
el Amor, es decir, dotados en su ser de masculinidad y feminidad, ambos están
«desnudos» [nuestros primeros padres] porque son libres con la misma libertad
del don. Esta libertad está precisamente en la base del significado esponsal
del cuerpo. El cuerpo humano, con su sexo y su masculinidad y feminidad,
contemplado en el misterio mismo de la creación, no sólo es manantial de
fecundidad y de procreación, como en todo el orden natural, sino que contiene
desde el «principio» el atributo «esponsal», es
decir, la capacidad de expresar el amor: precisamente ese amor en el que el
hombre-persona se convierte en don y —mediante este don— realiza el sentido
mismo de su ser y existir.
Por lo tanto, si el amor es el
don de toda nuestra persona, del cuerpo y del espíritu, ¿cómo crecemos en la capacidad de “ejercer” ese don con mayor
libertad, que resulta en una mayor alegría? Hay dos caminos. El primero
es viviendo la virtud de la castidad. Dado que no podemos dar lo que no nos
pertenece, y es precisamente a través de la castidad que nos poseemos a nosotros
mismos con el fin de darnos como don en el amor. Y el segundo es estando
dispuestos a sufrir. La entrega total de nosotros mismos a otro es siempre
costosa, cuando no se buscan recompensas.
En Salvifici Doloris san Juan
Pablo II canta un himno al poder transformador del sufrimiento humano en
nuestras vidas:
A través de los siglos y
generaciones se ha constatado que en el sufrimiento se esconde una particular
fuerza que acerca interiormente al hombre a Cristo, una gracia especial. A ella
deben su profunda conversión muchos santos, como por ejemplo San Francisco de
Asís, San Ignacio de Loyola, etc. Fruto de esta conversión es no sólo el hecho
de que el hombre descubre el sentido salvífico del sufrimiento, sino sobre todo
que en el sufrimiento llega a ser un hombre completamente nuevo. Halla como una
nueva dimensión de toda su vida y de su vocación.
El auto-vaciamiento de
Cristo en su Encarnación es el ejemplo supremo de una completa y radical
entrega de sí mismo, que tiene la capacidad de convertirnos en don de nosotros
en el amor.
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