Meditación. Las diferentes formas de evangelizar.
Por: Pedro García, Misionero Claretiano | Fuente:
Catholic.net
Al comenzar el siglo diecinueve moría un santo que había sido un apóstol
extraordinario. Hoy lo veneramos en los altares con el nombre del Beato Diego
José de Cádiz. Cuando predicaba se llenaban las iglesias, los parques se
abarrotaban de gente, y le seguían verdaderas multitudes.
No soñaba sino en predicar misiones populares, porque recogía una enorme
cosecha de almas para el Cielo. Y expresó sus sentimientos en una carta que
parece escrita por un loco. Oyó la muerte desastrosa de una pecadora pública, y
redactó en esa carta las locuras más desatinadas: La noticia de la muerte de esa pecadora lastimó tanto mi corazón, que ansiaba
bajar al infierno para sacar de allí aquella alma. Se deshacían mis entrañas, y
no sé qué hacerme por el remedio de esta criatura.
Quisiera ser un santo que lograse de mi Dios mis deseos en orden al bien de las
almas.
¡Qué pequeño me parece todo el mundo! ¡Qué ansia de
predicar misión en el infierno, en el limbo y aún en el Cielo! Yo
confieso que son locuras, pero no puedo irme a la mano.
¡Cuántas veces se me pasan los ratos pensando estos
desatinos! Que no quiero
morirme hasta el día del Juicio, sin que deje convertido a todo el mundo... Que
estando en el Cielo (que por mis culpas no merezco), le diré a Dios: ¿pero, qué hago aquí parado? Déjame, Señor; dame
permiso para ir predicar misión; y entonces recorrerlo todo, el limbo, el
infierno, y últimamente predicarla a los santos del Cielo.
Menos mal que este santo misionero reconocía que todo esto eran locuras y
desatinos...
Pero a nosotros nos hacen pensar en una realidad de nuestra Iglesia, que se
siente en misión continua para salvar a tantos hermanos expuestos a su
perdición, para dilatar el Reino de Dios y para robustecer a los hermanos en la
fe.
Cuando hablamos de la Misión, nos viene a la memoria la imagen clásica del
Misionero Sacerdote que, Crucifijo al pecho, entraba en la población, predicaba
atronadoramente en la iglesia parroquial, se pasaba horas y horas en el
confesionario, y acababa todo con una Comunión general interminable.
Esto eran las famosas Misiones, que, no hay que negarlo, hacían un bien inmenso
en los pueblos.
Pero las costumbres sociales modernas han desplazado ese método de Misión, el
cual era en otros tiempos un revulsivo fuerte que llevaba muchas almas a Dios.
Teniendo esto en cuenta, es como se entienden los desatinos de Fray Diego José
de Cádiz en su carta famosa.
Hoy, no; hoy eso ya es raro, aunque no se haya perdido del todo. Hoy se hace de
otra manera, sin llamar la atención. Hoy son muchas veces hermanos seglares
aunque siempre bajo la dirección del Sacerdote quienes hablan a los otros
hermanos, los exhortan, les dan testimonio de vida...
Y se hace esto en Ejercicios Espirituales, en Retiros, en Cursillos, en
Encuentros Juveniles o Matrimoniales, en reuniones Catecumenales, en asambleas
Carismáticas, o en otras formas nuevas que bajo el impulso del Espíritu han
nacido en la Iglesia. Estos apostolados tienden a conseguir lo de las antiguas
Misiones: llamar a la conversión y renovar la fe de
las parroquias y de los pueblos.
No es extraño, sin embargo, ver todavía cómo las diócesis organizan Misiones
generales con equipos voluntarios, que recorren hasta las últimas aldeas
llevando el mensaje del Evangelio.
A lo que vamos. ¿Cuál es, cuál debe ser nuestra
actitud de católicos ante este hecho de la Misión en formas tan diversas? La
Iglesia cambia de métodos, pero no cambia sus metas y sus objetivos. El
objetivo final será siempre la salvación eterna.
Dios nos ha creado para su gloria eterna, y la Iglesia no se dejará llevar de
las críticas de unos, de los griteríos de otros, de las novedades de muchos, y
nos seguirá predicando siempre lo mismo: Este mundo es provisional; debemos
cumplir nuestro deber del trabajo santificador; hay que esforzarse en procurar el bienestar de tantos hermanos pobres y
necesitados; hay que hacer muchas cosas..., todas importantes, pero todas ellas
subordinadas al objetivo final: la salvación
nuestra y de todos los hombres.
Entonces, la actitud que tomamos es doble.
Por una parte, somos los primeros oyentes de la Palabra en esas formas
de Misión que hoy nos prodiga tanto la Iglesia.
Por otra parte, nos disponemos a ser agentes activos de apostolado: misioneros seglares, que Jesucristo escoge y la Iglesia delega.
Esto es para nosotros un bien inmenso. Somos beneficiarios del celo apostólico
de muchos hermanos nuestros sacerdotes, religiosas, seglares que tienen
recibida de la Iglesia la misión de llevar a todos el mensaje de la salvación.
Con espíritu de fe, descubrimos en ello un verdadero mimo de Dios que nos ama.
Además, todos nos estimulamos a llevar a los otros esa salvación que así se nos
prodiga a nosotros. Los que se preocupan de nosotros con su entrega tan
desinteresada, nos están pidiendo a nosotros, callada pero elocuentemente, que
nos enrolemos en las obras apostólicas de la Iglesia. Si alguien se ve con
cualidades para ser misionero o misionera en una forma u otra, ¿por qué negarse al mismo Jesucristo?...
Como el Misionero santo que escribía aquellas locuras, queremos trabajar porque
todos alcancen su salvación. ¿Y sabemos que,
actuando así, nos aseguramos de modo indefectible nuestra salvación propia?
No hay miedo de que se pierda quien ha encaminado a otros hacia la vida
eterna... .
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