A continuación, la catequesis completa del Papa Francisco en la Audiencia General de este miércoles 19 de octubre:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En las catequesis de estas semanas estamos insistiendo sobre las
condiciones para hacer un buen discernimiento. En la vida tenemos
que tomar decisiones, siempre, y para tomar decisiones tenemos que hacer un
viaje, un camino de discernimiento. Toda actividad importante tiene sus “instrucciones” a seguir, que deben ser
conocidas para que puedan producir los efectos esperados. Hoy nos
detenemos en otro ingrediente indispensable para el discernimiento: la propia historia de vida. Conocer la propia
historia de vida es un ingrediente -digamos- indispensable para el
discernimiento.
Nuestra vida es el “libro” más
valioso que se nos ha entregado, un libro que muchos lamentablemente no
leen, o lo hacen demasiado tarde, antes de morir. Y, sin embargo, precisamente
en ese libro se encuentra lo que se busca inútilmente por otras
vías.
San Agustín, un gran buscador de la verdad, lo había comprendido
precisamente releyendo su vida, notando en ella los pasos silenciosos y
discretos, pero incisivos, de la presencia del Señor. Al finalizar este
recorrido notará con estupor: “Y he aquí que
tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te andaba buscando; y deforme
como era, me lanzaba sobre las bellezas de tus criaturas. Tú estabas
conmigo, pero yo no estaba contigo” (Confesiones X, 27.38).
De aquí su invitación a cultivar la vida interior para encontrar lo que se
busca: «Entra dentro de ti mismo, porque en
el hombre interior reside la verdad» (De la verdadera religión, XXXIX,
72). Esta es una invitación que os hago a todos, incluso me la hago a mí mismo:
"Vuelve a entrar en ti mismo. Lee tu vida. Lee
en tu interior, cómo ha sido tu camino. Con serenidad. Vuelve a entrar en ti
mismo.
Muchas veces también nosotros hemos tenido la misma experiencia que
Agustín, encontrarnos presos de pensamientos que nos alejan de nosotros
mismos, mensajes estereotipados que nos hacen daño: “yo no valgo nada”, “a mí todo me va mal”, “nunca
realizaré nada bueno”, etc. ¡Estas frases
pesimistas que te tiran hacia abajo!
Leer la propia historia significa también reconocer la presencia de
estos elementos “tóxicos”, pero para ampliar
después la trama de nuestra historia, aprendiendo a notar otras cosas,
haciéndola más rica, más respetuosa con la complejidad, logrando también
recoger las formas discretas en las que Dios actúa en nuestra vida.
Una vez conocí a una persona de la que la gente que la conocía decía que
se merecía el premio Nobel de la negatividad: todo era malo, todo, y siempre
intentaba menospreciarse a sí misma. Era una persona amargada y, sin embargo,
tenía muchas cualidades.
Y entonces esta persona encontró a otra persona que la ayudó bien y cada
vez que se quejaba de algo, la otra persona le decía: 'Pero
ahora, para compensar, di algo bueno de ti'. Y él: 'Pero, sí, ...yo también tengo esta cualidad', y
poco a poco le ayudó a seguir adelante, a leer bien su propia vida, tanto las
cosas malas como las buenas. Tenemos que leer nuestra vida, y así vemos las
cosas que no son buenas y también las cosas buenas que Dios siembra en
nosotros.
Hemos visto que el discernimiento tiene un enfoque narrativo: no se
detiene sobre la acción puntual, la incluye en un contexto: ¿de dónde viene este pensamiento? ¿Dónde me lleva?
¿Cuándo he tenido la posibilidad de encontrarlo antes? ¿Por qué es más
insistente que otros? Qué me quiere decir la vida con esto?
El relato de los acontecimientos de nuestra vida consiente también
captar matices y detalles importantes, que pueden revelarse ayudas
valiosas que hasta ese momento estaban escondidos. Una lectura, un
servicio, un encuentro, a primera vista considerados cosas de poca importancia,
en el tiempo sucesivo transmiten una paz interior, transmiten la alegría
de vivir y sugieren ulteriores iniciativas de bien.
Detenerse y reconocer esto es indispensable para el discernimiento, es
un trabajo de recogida de perlas preciosas y escondidas que el Señor ha
sembrado en nuestro terreno.
El bien está escondido, siempre, porque el bien tiene pudor y se
esconde, es silencioso, requiere una excavación lenta y continua. Porque el
estilo de Dios es discreto, no se impone; a Dios le gusta estar
escondido, con discreción, es como el aire que respiramos, no lo vemos nunca,
pero nos hace vivir, y nos damos cuenta solo cuando nos
falta.
Acostumbrarse a releer la propia vida educa la mirada, la afina,
consiente notar los pequeños milagros que el buen Dios realiza por
nosotros cada día. Cuando nos damos cuenta, notamos otras direcciones
posibles que refuerzan el gusto interior, la paz y la creatividad. Sobre todo,
nos hace más libres de los estereotipos tóxicos. Con sabiduría se ha dicho que
el hombre que no conoce el propio pasado está condenado a
repetirlo.
Es curioso: si no conocemos el camino
recorrido, el pasado, lo repetimos siempre, somos circulares. La persona
que camina circularmente nunca avanza, no hay camino, es como el perro que se
muerde la cola, siempre va así, repite las cosas.
Podemos preguntarnos: ¿he contado mi vida a
alguien alguna vez? Esta es una bonita experiencia de novios, que cuando
se ponen serios se cuentan la vida... se trata de una de una de las
formas de comunicación más hermosas e íntimas. Esto permite descubrir cosas
desconocidas hasta ese momento, pequeñas y sencillas, pero, como dice el
Evangelio, es precisamente de las cosas pequeñas que nacen las grandes
(cfr Lc 16,10).
También las vidas de los santos constituyen una ayuda preciosa para
reconocer el estilo de Dios en la propia vida: consiente
tomar familiaridad con su forma de actuar. Algunos comportamientos de
los santos nos interpelan, nos muestran nuevos significados y nuevas
oportunidades. Y es lo que le sucedió, por ejemplo, a San Ignacio de
Loyola. Cuando describe el descubrimiento fundamental de su vida, añade
una aclaración importante: “Cogiendo por
experiencia que de unos pensamientos quedaba triste, y de otros alegre, y
poco a poco viniendo a conocer la diversidad de los espíritus que se agitaban” (Autob.,
n. 8). Conocer lo que sucede dentro de nosotros, estar atentos.
El discernimiento es la lectura narrativa de los buenos y los malos
momentos, de los consuelos y las desolaciones que experimentamos a lo largo de
nuestra vida. Preguntémonos, al final del día, por ejemplo: ¿qué ha pasado hoy en mi corazón? Algunos piensan
que hacer este examen de conciencia es hacer un recuento de los pecados que has
hecho -hacemos muchos-, pero también es preguntarse: ¿Qué
pasó dentro de mí, tuve alegría? ¿Qué es lo que me alegra? ¿He estado triste?
¿Qué me trajo la tristeza? Y así aprender a discernir lo que ocurre en
nuestro interior.
Redacción ACI Prensa
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