Al hombre moderno le resulta difícil aceptar la idea de un juicio final de Dios sobre el mundo y la historia.
Por: Raniero Cantalamessa, OFM Cap. | Fuente:
zenit.org
Con tres parábolas, Jesús presenta en el
Evangelio la situación de la Iglesia en el mundo. La parábola del grano de
mostaza que se convierte en un árbol indica el crecimiento del Reino, no tanto
en extensión, sino en intensidad; la parábola de la levadura indica la fuerza
transformadora del Evangelio que "levanta"
la masa y la prepara para convertirse en pan.
Los discípulos comprendieron fácilmente estas dos parábolas; pero esto no
sucedió con la tercera, la parábola del trigo y la cizaña, y Jesús tuvo que
explicársela a parte.
El sembrador, dijo, era él mismo; la buena semilla, los hijos del Reino; la
cizaña, los hijos del maligno; el campo, el mundo; y la siega, el fin del
mundo.
Esta parábola de Jesús, en la antigüedad, fue objeto de una memorable disputa
que es muy importante tener presente también hoy. Había espíritus sectáreos,
donatistas, que resolvían la cuestión de manera simplista: por una parte, está la Iglesia (¡su iglesia!) constituida
sólo por personas perfectas; por otra, el mundo lleno de hijos del maligno, sin
esperanza de salvación. A estos se les opuso san Agustín: el campo, explicaba, ciertamente es el mundo, pero
también en la Iglesia; lugar en el que viven codo a codo santos y pecadores y
en el que hay lugar para crecer y convertirse. "Los malos --decía--
están en el mundo o para convertirse o para que por
medio de ellos los buenos ejerzan la paciencia".
Los escándalos que de vez en cuando sacuden a la Iglesia, por tanto, nos deben
entristecer, pero no sorprender. La Iglesia se compone de personas humanas, no
sólo de santos. Además, hay cizaña también dentro de cada uno de nosotros, no
sólo en el mundo y en la Iglesia, y esto debería quitarnos la propensión a
señalar con el dedo a los demás. Erasmo de Roterdam, respondió a Lutero, quien
le reprochaba su permanencia en la Iglesia católica a pesar de su corrupción: "Soporto a esta Iglesia con la esperanza de que sea
mejor, pues ella también está obligada a soportarme en espera de que yo sea
mejor".
Pero quizá el tema principal de la parábola no es el trigo ni la cizaña, sino
la paciencia de Dios. La liturgia lo subraya con la elección de la primera
lectura, que es un himno a la fuerza de Dios, que se manifiesta bajo la forma
de paciencia e indulgencia. Dios no tiene simple paciencia, es decir, no espera
al día del juicio para después castigar más severamente. Se trata de
magnanimidad, misericordia, voluntad de salvar.
La parábola del trigo y de la cizaña permite una reflexión de mayor alcance.
Uno de los mayores motivos de malestar para los creyentes y de rechazo de Dios
para los no creyentes ha sido siempre el "desorden"
que hay en el mundo. El libro bíblico de Qoelet (Eclesiastés), que
tantas veces se hace portavoz de las razones de los que dudan y de los
escépticos, escribía: "Todo le sucede igual al
justo y al impío... Bajo el sol, en lugar del derecho, está la iniquidad, y en
lugar de la justicia la impiedad" (Qoelet 3, 16; 9,2). En todos los
tiempos se ha visto que la iniquidad triunfa y que la inocencia queda
humillada. "Pero --como decía el gran
orador Bossuet-- para que no se crea que en el
mundo hay algo fijo y seguro, en ocasiones se ve lo contrario, es decir, la
inocencia en el trono y la iniquidad en el patíbulo".
La respuesta a este escándalo ya la había encontrado el autor de Qoelet: "Dije en mi corazón: Dios juzgará al justo y al
impío, pues allí hay un tiempo para cada cosa y para toda obra" (Qoelet
3, 17). Es lo que Jesús llama en la parábola "el tiempo de la siega".
Se trata, en otras palabras, de encontrar el punto de observación adecuado ante
la realidad, de ver las cosas a la luz de la eternidad.
Es lo que pasa con algunos cuadros modernos que, si se ven de cerca, parecen
una mezcla de colores sin orden ni sentido, pero si se observan desde la
distancia adecuada, se convierten en una imagen precisa y poderosa.
No se trata de quedar con los brazos cruzados ante el mal y la injusticia, sino
de luchar con todos los medios lícitos para promover la justicia y reprimir la
injusticia y la violencia. A este esfuerzo, que realizan todos los hombres de
buena voluntad, la fe añade una ayuda y un apoyo de valor inestimable: la certeza de que la victoria final no será de la
injusticia, ni de la prepotencia, sino de la inocencia.
Al hombre moderno le resulta difícil aceptar la idea de un juicio final de Dios
sobre el mundo y la historia, pero de este modo se contradice, pues él mismo se
rebela a la idea de que la injusticia tenga la última palabra. En muchos
milenios de vida sobre la tierra, el hombre se ha acostumbrado a todo; se ha
adaptado a todo clima, inmunizado a muchas enfermedades. Hay algo a lo que nunca
se ha acostumbrado: a la injusticia. Sigue experimentándola como intolerable. Y
a esta sed de justicia responderá el juicio. Ya no sólo será querido por Dios,
sino también por los hombres y, paradójicamente, también por los impíos. "En el día del juicio universal --dice el
poeta Paul Claudel--, no sólo bajará del cielo el
Juez, sino que se precipitará a su alrededor toda la tierra".
¡Cómo cambian las vicisitudes humanas cuando se ven desde este punto de vista,
incluidas las que tienen lugar en el mundo de hoy! Tomemos el ejemplo
que tanto nos humilla y entristece a nosotros, los italianos, el crimen
organizado, la mafia, la ‘ndrangheta, la
camorra..., y que con otros nombres está presente en muchos países.
Recientemente el libro "Gomorra" de
Roberto Saviano y la película que se ha hecho sobre él han documentado el nivel
de odio y de desprecio alcanzado por los jefes de estas organizaciones, así
como el sentimiento de impotencia y casi de resignación de la sociedad ante
este fenómeno.
En el pasado, hemos visto personas de la mafia que han sido acusadas de
crímenes horrorosos defenderse con una sonrisa en los labios, poner en jaque a
jueces y tribunales, reírse ante la falta de pruebas. Como si, librándose de
los jueces humanos, habrían resuelto todo. Si pudiera dirigirme a ellos, les
diría: ¡no os hagáis ilusiones, pobres
desgraciados; no habéis logrado nada! El verdadero juicio todavía debe
comenzar. Aunque acabéis vuestros días en libertad, temidos, honrados, e
incluso con un espléndido funeral religioso, después de haber dado grandes
ofertas a obras pías, no habréis logrado nada. El verdadero Juez os espera
detrás de la puerta, y no se le puede engañar. Dios no se deja corromper.
Debería ser, por tanto, motivo de consuelo para las víctimas y de saludable susto
para los violentos lo que dice Jesús al concluir su explicación sobre la
parábola de la cizaña: "De la misma manera,
pues, que se recoge la cizaña y se la quema en el fuego, así será al fin del
mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recogerán de su Reino
todos los escándalos y a los obradores de iniquidad, y los arrojarán en el
horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los
justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre".
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