La tecnología, que tantas cosas buenas nos ofrece, tiene también peligros considerables. Uno de ellos es el de las prisas. Nos hemos acostumbrado a tenerlo todo inmediatamente, a la satisfacción inmediata, a no esperar. Sería muy difícil encontrar una costumbre más nociva para pensar en las cuestiones importantes, que exigen esfuerzo, concentración y contemplación tranquila. Antes de empezar a considerar la existencia de Dios, en vez de lanzarnos a decir lo primero que se nos ocurra, hay que pararse a pensar, porque, de otro modo, no diremos más que tonterías.
Cuando Yuri Gagarin se
convirtió en el primer hombre en viajar al espacio en 1961, se difundió la
leyenda de que una de las cosas que había dicho al regresar de su vuelo de
menos de dos horas era que no había visto a Dios “ahí
arriba”. Aunque probablemente se tratase solo de propaganda soviética,
porque Gagarin era cristiano ortodoxo, la frase es el ejemplo perfecto de la manera errónea de plantearse la cuestión de la existencia de Dios.
Gagarin no vio a Dios porque
Dios es espíritu, infinito y omnipresente. Carecía de sentido intentar
encontrar a Dios mirando por un telescopio o desde una nave espacial y, si de
verdad Gagarin lo hubiera intentado, no habría hecho más que perder el tiempo
con ello. Concluir que Dios no existe porque los astronautas no lo ven en el
espacio es, simplemente, una tontería, fruto de buscar soluciones
fáciles y superficiales a
cuestiones mucho más profundas. Viendo lo mismo que Gagarin, el astronauta
norteamericano John Glenn dijo poco después que el orden que había encontrado
en el espacio había sido para él una muestra de que Dios existía.
Este resultado completamente
dispar nos indica que, antes de lanzarnos a la tarea de descubrir si Dios
existe, conviene que dediquemos algo de tiempo a
pensar cómo conviene realizar esa búsqueda, qué camino conviene
tomar, de qué manera hay que recorrerlo y qué herramientas debemos utilizar,
para no dar palos de ciego. A fin de cuentas, si uno fuera a emprender una
expedición a través de la selva o un viaje a otro continente, lo lógico sería
que se preparase adecuadamente. Mucho más conveniente será hacerlo en un viaje
como el nuestro, que literalmente nos lleva, en palabras de un simpático
astronauta de dibujos animados, “hasta el infinito
y más allá”.
Lo primero, lógicamente, es
saber el tipo de viaje que uno va a hacer. No es lo mismo viajar al pueblo de
al lado que a la luna. En nuestro caso, lo primero es darse cuenta de que la
cuestión que nos ocupa no es una pregunta cualquiera,
sino una pregunta fundamental. Más aún, es la pregunta fundamental. Sea
cual sea la respuesta, se trata de la pregunta más importante de la vida y
encontrar la respuesta es la mayor y más emocionante aventura de la existencia:
¿existe un Dios que da sentido a la vida y es su
centro, su explicación y su fin o nuestra existencia carece de sentido y de
centro más allá del que nosotros mismos le demos? ¿O quizá ese sentido, fin y
explicación de la vida es algún tipo de ser que no es Dios? Sea cual sea
la respuesta, afectará a absolutamente todas las cuestiones que nos planteemos
en la vida y a todo lo que hagamos en ella, consciente o inconscientemente, del
mismo modo que el estado del cimiento de un edificio afecta a todo lo que se
construye sobre él.
Eso nos indica que, si
queremos responder a esta pregunta adecuadamente, debemos considerarla con
toda seriedad y poniendo en ella todo nuestro interés. El que se
tome un viaje por la jungla tropical como un paseíto por la acera de su calle,
terminará devorado por las fieras o en el fondo de una ciénaga. Cuando se
construye una casa sobre arena, vienen los vientos y las tormentas y la derriban.
Quien participe en una conversación sobre la existencia de Dios como si
discutiera en un bar sobre la alineación de un equipo de fútbol, está condenado
a no hacer más que dar vueltas a sus propios prejuicios, como el asno atado a
una noria, que camina una y otra vez en círculo pisando su propio camino,
girando y girando sin llegar a ningún sitio.
Además de exigir seriedad, ese
carácter fundamental de la pregunta tiene también otra consecuencia. Cuanto más
importante y profunda es una cuestión, cuanto más toca a nuestra vida, menos probable es que se pueda resolver utilizando solo un tipo de
conocimiento y más probable es que tengamos que implicar nuestra propia vida en
resolverla. Para determinar si
una suma está bien hecha, basta aprender un par de reglas aritméticas básicas;
para determinar qué significa y como es una vida humana buena, hace falta
sabiduría, que es algo mucho más profundo y amplio. Para saber si la
nueva vecina es inglesa o francesa, puedo preguntárselo o consultar a un vecino
u observar su pasaporte. En cambio, para saber si es la mujer con la que voy a
casarme y pasar el resto de mi vida, voy a tener que invertir años y todas mis
facultades de imaginación, voluntad, afecto, razón, etc. si quiero estar seguro
de la respuesta.
Supongo que los lectores ateos
podrían sospechar que estoy intentando preparar de antemano el camino más
favorable para la tesis de que Dios existe, pero lo cierto es que estoy
haciendo lo contrario. Si cuanto más importante es una pregunta más tenemos que
emplear todas nuestras habilidades y nuestro ser en responderla, ¿qué significa eso en el caso de la pregunta sobre la
existencia de Dios, que, como hemos dicho, es la pregunta más importante
de todas? Significa que para mostrar satisfactoriamente que Dios existe,
no basta con dar una demostración, como haríamos con una simple cuestión
matemática. Puede haber (y hay) demostraciones racionales, pero no bastan. Hace
falta más, porque, si Dios existe, absolutamente
todo tiene que llevar hacia Él, señalar hacia Él y hablar de Él.
Esto es lo que tenemos que
encontrar, si verdaderamente hay un Dios. No basta con que encontremos que un
camino en concreto lleva a su existencia. Nuestro viaje no estará
completo si no mostramos que todos
los caminos llevan hacia Dios, porque no pueden llevar a ningún otro sitio.
La física y la metafísica, el intelecto, la memoria y la voluntad, el arte
y la técnica, los ateos y los creyentes, la matemática y la belleza, el corazón
humano y los planetas, la materia y el espíritu, y todo lo que existe, ha
existido o existirá deben apuntar hacia Dios, si es que existe.
Como bellamente lo expresó el Salmista:
El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento
pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la
noche se lo susurra.
Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene
su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su
lenguaje.
En caso de que descubramos que
esto es así, de que vayamos descubriendo que, miremos donde miremos, hay flechas
que indican el camino hacia Dios, por un lado tendremos una inmensa certeza de
su existencia. Por otro lado, sin embargo, será necesario también reconocer que
se trata de una cuestión que nos supera y un viaje infinito, porque, cuando las
flechas son innumerables, nadie puede comprobarlas todas para ver si acaso la
10.547ª no señalara hacia Dios. Esto es lo que Newman llamaba
una “probabilidad convergente” y que, en esencia, consiste en que,
progresivamente, nos damos cuenta con sorpresa de que todo nos va llevando
hacia Dios y, a la vez, de que Dios supera nuestro intelecto y escapa
necesariamente a nuestro control.
¿Será eso lo que
encontremos? ¿Nuestro viaje llevará a la gran Presencia o a la gran Ausencia?
Para
descubrirlo hay que hacer el viaje. Como decía el marino del romance, “yo no digo mi canción sino a quien conmigo va”. Pertrechémonos
bien para emprender nuestra odisea y lancémonos después a la aventura más
emocionante que puede haber.
Bruno M.
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