Hoy, al subir al hospital, me he dado un susto de campeonato. En una calzada muy estrecha, de golpe ha aparecido en el paso de cebra un padre llevando un carrito con un niño.
La
visibilidad para el padre era nula hasta meterse en el paso de cebra. Menos mal
que yo circulaba lentísimo, lento al máximo. ¿Pero
ese padre no ha pensado que no se puede empujar el carrito a la calzada si ver
si viene un coche? Ni él ni yo podíamos vernos, y no se le ha ocurrido
más que eso.
Encima
me ha echado una mirada asesina.
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Ya me pasó
hace años que, en mi aparcamiento, al doblar una esquina de 90º, un anciano se
asustó al frenar yo. Lo lógico es que él hubiera escuchado el motor de mi
coche. ¿A quién se le ocurre ponerse allí, en
medio, detrás de una esquina donde los coches se ven obligados a hacer un
ángulo recto?
Pues la
mirada asesina de ese señor fue de las peores que he recibido en toda mi vida.
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En mi vida
he soportado un puñado de miradas como esas. Esa mirada en silencio, en la que
se reconcentra el deseo de agredirte, de que sufras, con los ojos muy abiertos,
con la persona a punto de estallar.
Cuando
alguien lanza esa mirada, el que la recibe siente un impacto: se siente ese
odio. El individuo que la lanza no serenará su espíritu hasta mucho rato
después. Las aguas del alma se revuelven enteramente.
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Ahora,
durante el almuerzo, voy a seguir viendo un documental sobre los planetas del
sistema solar. La verdad es los planetas no son el tema más apasionante que
existe. Cuando llevas mucho rato escuchando la cantidad de hierro que hay en su
superficie, o que si tiene tanto metano y tanto oxígeno en la atmósfera, y
asuntos tan poco interesantes como el de su tedioso núcleo o lo aburrida que
llega a ser su órbita, es cuando te comienzas a plantear si cambiar al canal de
persecuciones policiales.
P. FORTEA
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