jueves, 6 de agosto de 2020

UN DÍA BAJÉ A MIS HIJOS DE MIS BRAZOS

Un día bajé a mis hijos de mis brazos y ya no los volví a cargar.

Los cargué cuando se habían lastimado.

Los cargué cuando estaban emocionados. Los cargué cuando estaban cansados.

Los cargué cuando aún eran demasiado pequeños para ver lo que yo podía ver.

Y de pronto un día los bajé y ya no los volví a cargar.

Un día, sin darme cuenta, ellos se hicieron grandes. Demasiado grandes para caber en mis brazos. Demasiado grandes para colgarse de mis piernas. Demasiado grandes para descansar en mi pecho. Un día los bajé y ya no los volví a cargar.

Un día, sin darme cuenta ellos se hicieron fuertes. Lo suficientemente fuertes para seguir adelante aunque estuvieran cansados; lo suficientemente fuertes para calmar su propio dolor. Lo suficientemente fuertes para enfrentar sus más profundos miedos. Un día los bajé y ya no los volví a cargar.

Un día sin darme cuenta, ellos ya podían ver lo que yo podía ver y más: ellos podían ver la belleza del mundo, ellos podían ver a aquellos que la sociedad ignora, ellos podían ver soluciones donde otros veían problemas, ellos triunfan y caen sin que yo esté ahí.

Y aunque físicamente ya no los cargue, siempre estaré ahí para aplacar sus miedos, para escucharlos cuando lo necesiten, para dar un aplauso por sus logros, para dar un consejo en tiempos de dudas o simplemente para abrazar sin necesidad de palabra alguna.

Pero ya nunca descansarán en el borde de mi cadera o se quedarán dormidos con sus pequeñas piernitas colgando de mí. Ya nunca necesitarán mi ayuda para ver por encima de la gente. Ya nunca serán pequeños para caber entre mis brazos. Ya nunca levantarán sus brazos para que yo los cargue.

Pero siempre estaré ahí, disfrutando de su alegría y llorando por su dolor.

Disfrutemos a nuestros hijos que el tiempo vuela y no perdona.

Leído por ahí.


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