¿Por
qué nos comportamos de una determinada manera? ¿Por qué en Europa
se desarrolló lo que Toynbee llama la civilización cristiana occidental y por
qué esta ha logrado unos niveles de desarrollo y prosperidad muy superiores a
los de otras civilizaciones?
Para unos investigadores de
las Universidades George Mason y Harvard está muy claro: la clave hay que
buscarla en la Edad Media.
En efecto, los economistas
Jonathan Schulz y Jonathan Beauchamp, de la George Mason, y los biólogos
evolutivos Henrich y Duman Bahrami-Rad, de Harvard, han publicado en la revista Science un apasionante estudio
titulado «The Church, intensive kinship, and
global psychological variation», que ofrece una nueva explicación
para comprender el desarrollo, único, que emprendió la civilización occidental.
La base del estudio es una
estimación de lo que estos investigadores llaman exposición a la influencia de
la Iglesia, el grado de cristianización de un territorio antes del año 1500
medido en base a múltiples variables (número de iglesias y año de su
construcción, presencia de monasterios y conventos, etc.). A continuación han
puesto en relación ese grado de cristianización con otras variables, que
definen como psicológicas, y los resultados han sido sorprendentes y en extremo
consistentes: a mayor cristianización, mayor cooperación con extraños, pero al
mismo tiempo mayor individualismo y menor conformismo, señala uno de los
investigadores.
Entendámonos: cuando habla de mayor individualismo o de menor
conformismo se está refiriendo a una actitud que no asume y obedece
acríticamente todo lo que se dictamina desde instancias superiores, sean éstas
políticas o sociales. En definitiva, una mayor independencia, una mayor
autonomía y, también, una mayor responsabilidad personal. Actitudes todas ellas
que están en el origen del enorme desarrollo logrado en Occidente.
El mecanismo que han
encontrado estos investigadores para vincular este tipo de actitudes con el
grado de cristianización es también importante y muy significativo. Antes de
que la fe cristiana configurara nuestras costumbres, la estructura
social predominante, también en Europa, era el clan, una densa red familiar
extendida y reacia a admitir en su seno a personas ajenas al mismo, algo muy
similar a la preponderante tribu
que aún vemos muy vigente en amplias partes del mundo. La Iglesia transformó la estructura familiar,
fortaleciendo la más pequeña familia nuclear monógama y restringiendo
fuertemente el matrimonio entre familiares, algo forzosamente muy común en el seno de un
clan o tribu. El matrimonio con un primo era algo habitual en las sociedades
previas a la cristianización y de hecho continúa siendo común en países en los
que la fe cristiana está presente solo de modo muy marginal. Por ejemplo, en el
actual Irán, el 30% de los matrimonios son entre primos de primer o segundo
grado. Para entender la importancia del tema basta señalar que, tal y como
indica Schulz, en trece de los diecisiete concilios del siglo VI se
trató de la regulación de este tipo de uniones.
Uno de los rasgos que estos
investigadores han encontrado más desarrollados en las sociedades que han sido
expuestas durante más tiempo y en mayor profundidad a la influencia de la
Iglesia es, entre otros, la mayor confianza en los extraños. Si en un entorno tribal la desconfianza hacia el extraño es radical, en
el nuevo entorno creado por la cristianización es posible que el extraño pueda
convertirse en un familiar, novedad
que tiene implicaciones prácticas fascinantes: por
ejemplo, las sociedades que recibieron la fe cristiana durante la Edad Media
muestran unos ratios de donación de sangre consistentemente superiores
a los de aquellas que la recibieron más tarde. Pecando de un poco de
sensacionalismo, podríamos decir que si somos generosos donantes de sangre o
nos negamos a obedecer ciegamente al gobierno de turno es gracias a la Edad
Media.
Un interesante corolario es
que la clave del desarrollo en Occidente no se debe a ninguna predisposición
genética especial, sino al impacto de la fe cristiana, primero sobre la
estructura familiar y, como consecuencia de esto, en toda la organización
social.
Acabo con una nota personal:
recuerdo cómo hace años, visitando un amigo español que vive desde hace mucho
tiempo en Chile, comentábamos los rasgos positivos de aquella sociedad. A
continuación me sorprendió con un comentario: «sí,
todo eso es cierto, pero se nota que no han tenido Edad Media». Me
chocó el comentario, pero ahora veo que no iba muy desencaminado.
Jorge Soley
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