Enseñemos a quienes
dependen de nosotros a darse cuenta de su inmenso valor.
Por: Mónica Muñoz | Fuente: Catholic.net
Es innegable que el ser humano, por el simple
hecho de serlo, tiene un valor inmenso, su vida con nada se paga y, aunque no
sea el mejor ni se comporte ejemplarmente, merece vivir y nadie puede quitarle
ese derecho. A este valor se le llama “dignidad humana”, la cual es reconocida
por la mayor parte del mundo. Además, nadie puede atentar contra ella, pues
está protegida por las leyes y constituciones de cada país.
O al menos eso es lo que se entendía hasta hace
pocos años, pues actualmente se ha perdido el sentido del valor de la vida. En
esta época, es más fácil ver gente escandalizada por el abuso cometido contra
los animales que contra las personas, ahora, los mismos que propugnan para que
se legalice el aborto marchan para que se castigue a quienes maltratan a los
perros.
Nada tengo contra los animales, el humano,
precisamente por su condición de ser racional, tiene la obligación de proteger
y cuidar a los seres irracionales y no abusar de ellos, por eso es
incalificable que alguien pensante someta a torturas a un animal indefenso.
Pero ese no es el tema.
En la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, a la cual se han adherido muchos países, se afirma que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en
dignidad y derechos, dotados como están de razón y conciencia, deben comportase
fraternalmente los unos y los otros”. Se entiende, pues, que ningún
hombre o mujer está por encima de nadie, ya que todos somos igualmente valiosos
y dignos.
Ahora bien, es necesario acentuar esta
definición, para hablar de casos más cercanos, por eso, de acuerdo a su
etimología, la dignidad se puede definir como “la
excelencia que merece respeto o estima”. Es decir, toda persona humana,
por el hecho de serlo, merece respeto y estima, sin importar su condición socio
económica, cultura, sexo, edad, raza, credo religioso, etc. No vale más un
blanco que un moreno ni un sabio que un ignorante. Cada persona tiene sus
propias cualidades, lo que la hacen diferente a los demás, pero eso no cambia
su valor, pues la persona no tiene precio, por eso la esclavitud es un grave
pecado que atenta contra la humanidad entera.
Nadie puede, entonces, hacer creer a otro que es
inferior. Y, por supuesto, nadie debería permitirlo y mucho menos aceptarlo.
Tal es el caso de los soberbios que sienten que no los merece el suelo que
pisan, que suponen que su punto de vista es el único válido o que su opinión
solamente cuenta, sin importar la de los demás.
Y más aún, a pesar de que todos somos iguales,
existen muchas personas que desconocen su valor y atentan contra su propia
dignidad. ¿De qué manera? Permitiendo que otros las sobajen o humillen,
restando importancia a su esfuerzo, convenciéndose a sí mismas de que son nada
y que merecen el maltrato al que son sometidas. Cito, como ejemplo, quienes
permiten ofensas en su trabajo, escuela, hogar o en la calle. Viendo un
video de un programa español, me sentí ofendida cuando, sorpresivamente, el
conductor bajaba el vestido de su compañera frente al auditorio presente en el
estudio y los miles de telespectadores que presenciaron la humillación de una
mujer que nada pudo hacer para defenderse. Y peor aún, repitieron la escena en
una pantalla gigante que estaba a sus espaldas, por lo que ella, apenada, se
levantó inmediatamente para tratar de cubrir con su cuerpo la vergonzosa escena
en la que había quedado semidesnuda, gracias al atrevimiento de un tipo
irrespetuoso y lascivo que se pasó de listo.
Pero no tenemos que irnos tan lejos, en nuestro
país, en nuestro estado, en nuestra ciudad, o quizá en nuestro hogar, ¿realmente las personas están conscientes de su dignidad?
Creo que si fuera de ese modo, acabaríamos con muchos problemas,
disminuirían las peleas, mejoraría el aspecto de nuestras calles, las
relaciones amistosas se fortalecerían, los matrimonios se amarían más, los
hijos se ayudarían en todo, los enemigos se verían con respeto y procurarían
arreglar sus diferencia, en fin, si realmente nos diéramos cuenta de nuestra
dignidad, nos esforzaríamos para obtener lo mejor, y no me refiero al dinero,
sino a lo que tienen que ver con nuestra manera de vivir.
Pregúntenle a sus hijos, es más, pregúntate a ti
mismo, ¿qué crees que mereces de la vida? La
respuesta te puede sorprender, porque son incontables las personas que tienen
un concepto muy pobre de sí mismas, pero créeme cuando te digo que mereces TODO, simplemente por ser persona, y más aún, por
ser hijo de Dios. No te conformes con poco, trabaja, esfuérzate, estudia, pero
también comparte con los demás lo que eres y lo que tienes porque fuimos hechos
para trascender, por eso cuídate, no te dejes llevar por los vicios, quiérete
mucho, date a respetar y respétate a ti mismo, y sobre todo, enseña a tus hijos
a tratarse de la misma manera. El Evangelio dice “ama
a tu prójimo como a ti mismo”, por eso, sé consciente de tu valor, nadie
tiene derecho a hacerte daño, no lo permitas y tampoco permitas que se lo hagan
a los demás.
Aprendamos a vivir nuestra
dignidad y enseñemos a quienes dependen de nosotros a darse cuenta de su
inmenso valor.
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