Me parece una
parodia grotesca conservar el nombre de Juan Pablo II para un instituto que
dilapida sin complejos su herencia, debilitando los contenidos de la asignatura
de antropología filosófica del amor humano, poniendo entre paréntesis la
enseñanza de la Humane Vitae sobre el amor conyugal y la indisolubilidad del
matrimonio, incorporando a docentes favorables a la contracepción y a los actos
homosexuales, ajenos a la visión de san Juan Pablo II.
Recuerdo haber estado en la
Universidad Pontificia Comillas para que me dirigieran la tesis hace 20 años y
me dijeron abiertamente: «Tú vienes de hacer la
licenciatura del Juan Pablo II, es impensable que alguien te quiera dirigir la
tesis en esta universidad». Es decir, los jesuitas siempre rechazaron
sin complejos las enseñanzas y el magisterio de san Juan Pablo II y, por tanto,
del Instituto Pontificio Juan Pablo II para el Matrimonio y la Familia.
La demolición del Pontifico
Instituto sólo era cuestión de tiempo, toda vez que se anunció su fin con fecha
19 de septiembre de 2017 en la carta apostólica en forma de motu proprio Summa familiae cura, donde el papa Francisco
instituía el Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II para las ciencias del
matrimonio y de la familia. El cardenal Angelo Scola, ex rector de la
Pontificia Universidad Lateranense, no vaciló en arremeter contra la purga
académica realizada, llevándose por delante al profesor y ex decano Livio
Melina (quien lamenta su «condena sin juicio»),
produciéndose la reducción de la teología moral en los nuevos estatutos o la
supresión de la cátedra de moral fundamental, y provocando el malestar de más
de 240 estudiantes que manifestaron su preocupación a través de una carta
enviada al Arzobispo Vincenzo Paglia, Gran Canciller Todopoderoso del nuevo
instituto, ante lo que parece una evidente voladura de la identidad y misión
del original.
La refundación del instituto
(el «nuevo marco jurídico») exige una nueva
arquitectura, precisa un desplazamiento, un nuevo diseño curricular de
contenidos, la creación de nuevos estatutos, la postergación de la encíclica Veritatis splendor
y la asunción del nuevo paradigma establecido por la exhortación
apostólica Amoris laetitia, donde el ideal evangélico y las
exigencias divinas ceden ante las pretensiones del hombre y la condescendencia
con la debilidad y flaqueza humana («la atención a
las heridas de la humanidad»). Si cada uno, en el fuero interno de su
conciencia, tiene que adecuar la norma a sus circunstancias, como ocurre con
los divorciados vueltos a casar, es lógico concluir no sólo que la moral tiene
su comienzo en el hombre, y no en Dios, haciendo depender la moralidad de lo
que el hombre exija en cada momento, sino que además se asiste a una pérdida de
rectitud de la voluntad y la gracia no ilumina ya, mediante la ley de Cristo,
la conciencia humana, que se convierte en criterio último de moralidad.
Este «salto
cuántico» a favor del hombre, más allá del cual no se abren nuevos
horizontes, y donde se encuentra el referente único de la praxis, supone volver a una moral privatizada,
ajena a lo que pretendía el Concilio Vaticano II, donde el perfeccionamiento
moral no puede prescindir de la comunidad.
En la carta apostólica en
forma de motu proprio, por la que se instituye el Pontificio Instituto
Teológico Juan Pablo II para las ciencias del matrimonio y de la familia, el
papa Francisco enfatiza la necesidad de estar centrado en «la realidad concreta», recogiendo las
orientaciones conciliares a las que la teología moral deberá responder, en
diálogo con el pensamiento contemporáneo, capaz de comprender los problemas del
hombre de hoy y con una buena disposición para acoger los avances de las ciencias
humanas.
El papa Francisco mantiene que
«permanecer fieles a las enseñanzas de Cristo» en medio del cambio
antropológico y cultural, «no nos permite
limitarnos a prácticas de la pastoral y de la misión que reflejan formas y
modelos del pasado». El problema está en saber dónde gravita la primacía
del obrar humano, en discernir si es la fidelidad a vivir en la comunión con
Dios y encontrar en la luz divina el propio camino o bien si es el hacerse del
hombre como autorreferencia y lograr el propio perfeccionamiento quien
configura el quehacer moral. «Permanecer fieles a
las enseñanzas de Cristo» significa la necesidad de recuperar el
carácter vocacional de la moral católica y centralizar ésta en la virtud de la
caridad. El horizonte cristológico de la moral, la primacía de la fe y de la
gracia, la comunión con Dios y encontrar en esa luz divina el propio camino son
«formas y modelos del pasado» absolutamente
vigentes. La apertura del hombre a Dios, y no la conciencia del sujeto
autónomo, será siempre quien conforme la acción moral, lo determinante del
comportamiento humano. En el encuentro con Cristo, quien al realizar
perfectamente la obediencia al Padre se convierte en norma para todos, está la
auténtica autonomía del hombre.
Me parece una parodia grotesca
conservar el nombre de Juan Pablo II para un instituto que dilapida sin
complejos su herencia, debilitando los contenidos de la asignatura de
antropología filosófica del amor humano, poniendo entre paréntesis la enseñanza
de la Humane Vitae sobre el amor conyugal y la indisolubilidad del
matrimonio, incorporando a docentes favorables a la contracepción y a los actos
homosexuales, ajenos a la visión de san Juan Pablo II. ¿Cómo
mantener el nombre de Juan Pablo II para un instituto con propuestas teleologistas,
donde la conciencia establece excepciones a la norma, impulsa un relativismo
ético en permanente conflicto con el Magisterio y cuyo primado en lo concreto
deja todo a la libre decisión personal? Me parece una paradoja hipócrita
y una provocación sincretista hacernos creer en un camino de renovación moral y
pastoral cuando se ponen otras bases que menosprecian la Sagrada Escritura, la
Tradición y el Magisterio de la Iglesia, y se hace de una teología
antropocéntrica de cuño secular el punto de partida del comportamiento humano.
Sólo en una perspectiva teocéntrica el quehacer moral tiene plenamente sentido.
Por decencia y honestidad intelectual y moral, sería un oprobio y una farsa
infame que el nuevo instituto fundado por el papa Francisco conserve el nombre
de Juan Pablo II. Lo contrario significará degradar a su fundador.
Roberto Esteban Duque
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