Ciertamente hay
distinción entre matrimonio civil y matrimonio sacramental y el Estado debiera
preocuparse por la seguridad jurídica del matrimonio tanto civil como
religioso, en orden a poder reconocer y proteger sus efectos jurídicos y
sociales, cosa que desde luego no hace con leyes como la del divorcio exprés.
En estos momentos en que tanto
el Estado como la Sociedad fomentan un individualismo extremo en el que resulta
más fácil romper un matrimonio que un contrato, me llamó la atención que en un
matrimonio civil en el que estuve hace unos días, los novios insistieron mucho
en que se casaban para siempre. Y es que casarse para una temporada realmente
no tiene sentido. Quienes lo contraen, como en este caso, desean que se
reconozca la dimensión social de su amor y se comprometen ante la sociedad con
una serie de derechos y obligaciones.
Ciertamente hay distinción
entre matrimonio civil y matrimonio sacramental y el Estado debiera preocuparse
por la seguridad jurídica del matrimonio tanto civil como religioso, en orden a
poder reconocer y proteger sus efectos jurídicos y sociales, cosa que desde
luego no hace con leyes como la del divorcio exprés.
Para la Iglesia el matrimonio
cristiano es un sacramento, es decir uno de los lugares privilegiados de
encuentro con Dios, que cuando se consuma es indisoluble. Se llama indisolubilidad la propiedad esencial
que tiene el lazo conyugal, de no poder ser disuelto o roto durante la vida de
los cónyuges. Este lazo se llama intrínsecamente
indisoluble, si no puede ser roto por la misma causa que lo ha formado, es
decir, la voluntad de los cónyuges, y se dice extrínsecamente indisoluble, si no hay en el mundo autoridad capaz
de disolverlo. La indisolubilidad extrínseca
excluye la posibilidad del divorcio tal como se entiende en la actualidad en
los ordenamientos jurídicos civiles. Lo que sí puede suceder es que una unión,
aunque haya sido con una ceremonia religiosa, no reúne los requisitos
indispensables por no reunir las condiciones mínimas para ser considerada como
un verdadero matrimonio y entonces sí se puede declarar la nulidad del
matrimonio, es decir que éste no ha
existido nunca.
La indisolubilidad del matrimonio
no es un bien del que la Iglesia dispone a su arbitrio, sino un don y una gracia que ha recibido de Dios, y por ello tiene que seguir
afirmando con toda claridad que no le es lícito al hombre separar lo que Dios
ha unido (cf. Mt 19,6, pero sobre todo Mc 10,1-12 y 1 Cor 7,10-11). Entre los
bienes del matrimonio están «la apertura a la vida,
la fidelidad y la indisolubilidad, y dentro del matrimonio cristiano también la
ayuda mutua en el camino hacia la más plena amistad con el Señor» (Exhortación
Apostólica «Amoris Laetitia nº 77). Para la Iglesia, dado que la norma del amor
conyugal es el amor de Cristo hacia ella, el sacramento del matrimonio es el
sacramento del amor y fidelidad sin desfallecimientos, a semejanza del amor de
Dios hacia su pueblo, que ciertamente le ha olvidado y traicionado (Ez 18),
pero sin que ello haya supuesto el reniegue de las promesas divinas.
La Iglesia no puede considerar
el amor como algo transitorio. Si preguntamos al Nuevo Testamento qué es el
amor, constantemente nos reenvía al ejemplo de Cristo: «En
esto está el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos
amó y envió a su Hijo, víctima expiatoria de nuestros pecados» (1 Jn
4,10). En esto consiste el amor de Dios y de su Hijo al mundo y a los hombres:
que aunque nosotros no le hayamos amado, Él nos ama y acoge.
El amor que Cristo enseña y
que los cristianos debemos practicar ha de sobrevivir por su apertura hacia el
perdón incluso a la infidelidad y a la desilusión. Cuando le preguntan a Jesús
si es lícito al marido repudiar a su mujer (cf. Mc 10,2), la respuesta de Jesús
es típica de su estilo de predicación. No responde a la pregunta sobre lo
permitido o prohibido, pues ello supondría delimitar la voluntad de Dios
sacando para sí el mayor provecho posible. Lo que Jesús pretende es hacer valer
en toda su radicalidad la voluntad de Dios, ya que lo que está en juego es el
corazón del hombre y la voluntad salvífica de Dios. Según Jesús, es Dios quien
en definitiva une al hombre con la mujer y, visto desde Dios, ese vínculo no es
una carga sino una gracia, una gracia que introduce el lazo de la fidelidad
humana en la fidelidad a Dios. Ello supone que el cónyuge se sabe responsable
del consorte hasta la muerte y esa responsabilidad no puede ser eludida con un
repudio. Estamos de acuerdo con aquéllos que creen que Cristo no sustituyó una
praxis legal con otra, sino que frente al legalismo reenvía a la exigencia
radical del amor.
«En su
predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del
hombre y de la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la
autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la
dureza del corazón (Mt 19,8); la unión matrimonial del hombre y de la mujer es
indisoluble: Dios mismo la estableció: «Lo que Dios unió no lo separe el
hombre» (Mt 19,6)»
(Catecismo de la Iglesia Católica nº 1614).
El divorcio pretende romper un
matrimonio existente y supone la destrucción de un matrimonio y de una familia.
«El divorcio adquiere también su carácter inmoral a
causa del desorden que introduce en la célula familiar y en la sociedad. Este
desorden entraña daños graves: para el cónyuge, que se ve abandonado; para los
hijos, traumatizados por la separación de los padres, y a menudo viviendo en
tensión a causa de sus padres; por su efecto contagioso, que hace de éste una
verdadera plaga social» (CEC nº 2385).
Por ello no podemos aceptar
los divorcios en el que hay nuevo matrimonio como uniones de alianza en Cristo,
ni que tengan una celebración religiosa, muy especialmente si pueden inducir al
error de que se trata de una celebración ante la Iglesia.
Pedro Trevijano
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