lunes, 4 de febrero de 2019

ROMA ETERNA DE MÁRTIRES Y SANTOS


Quería compartir con ustedes un texto de homenaje a la Ciudad Eterna, la cuna de la Iglesia y del Derecho. Espero que les sirva para meditar todo lo que representa esta ciudad para los que somos católicos, apostólicos y romanos.
Oh, Roma eterna, de mártires y santos, Oh, Roma eterna, acoge nuestros cantos….Salve, salve Roma, es eterna tu historia, te canten tu gloria, monumentos y altares…
Soñé despierto a Roma y atónito de gozo, in situ, descubrí que existía. La gran capital del grandioso imperio romano amamanta su legendaria fundación en las ubres de la loba Luperca. Hoy los senos lobunos no aguantan el rigor de la historiografía, que osa desmentir la leyenda. Poco importa que la realidad devore a la ficción, ya que bajo el criterio de la ensoñación el mito pervive fogoso y deshiela el frío severo de la historia.
Roma mil veces trovada y mil “siempre” fantaseada. Roma es la gran urbe imperial por antonomasia, la ciudad pluscuamperfecta, ideal e idealizada, solemne, elegante, ora sobria y parca, siempre pulcra, ora espléndida y exuberante, avejentada, pero siempre majestuosa, rapsódica, patria fiel de Virgilio, misteriosa per se, cautivadora. Irradia con magnanimidad visos de fascinación a toda pupila que se deje seducir. La vetusta polis es un cíclope portentoso, que a modo de hercúleo Atlas, descansa el peso de la historia sobre sus fornidos omóplatos marmóreos y pétreos.
Desde los ya lejanos años amartelados de la niñez, bulliciosos en la memoria melancólica, deseé visitar Roma. Y hasta ahora, misterios de la vida, frisando ya los cuarenta no he tenido la dicha de hacer acto de presencia en tan fascinado lugar. Como aperitivo y antesala del gran banquete nupcial asomé mi mirada inquieta por Florencia, donde el arte florece por doquier, en el magistral Duomo, en sus galanes palacios y primorosas galerías y morí de gozo en la romántica Venecia, que, custodiada por las aristocráticas playas del Lido, confecciona su leyenda al vaivén de sus góndolas.
Arribé somnoliento de incómodo traqueteo en la mítica Estación Termini que diera nombre y cobijo a uno de los grandes clásicos del cine clásico. La desolada historia de un amor frustrado e imposible, recreada en melancólico blanco y negro de inmortal celuloide. Me recibió en la aurora una Roma destemplada y empapada en agua, pero bellísima, relajada en el albornoz neoclásico de sus distinguidos edificios y con el misterioso sabor decadente del húmedo desgaste de la antigüedad.
La fina llovizna de septiembre acariciaba la bienvenida como rocío celeste y abrillantaba el empedrado de sus calles de solera, supervivientes de épocas célebres, más entrañables y preclaras que la actual. En todo el extenso casco antiguo no había un edificio desventurado, un patito feo de hormigón, eran todos majestuosos cisnes de piedra, inertes en un lago adoquinado, que se concatenaban ordenados en armónica belleza, el valls corría a cuenta de la imaginación.
Nos salieron al encuentro las antiguas cafeterías del centro, cuya sola visión nos desayunaba el apetito y despejaba el sueño. Barras de centelleo elegante, camareros vestidos a la antigua usanza y ese café de tronío de Roma, con croissants exquisitos, bulímicos de sobrepeso por sobreabundancia de crema ambarina.
Por la connivencia de la ignorancia y los caprichos de la fantasía esperaba encontrar un gran secarral desértico, una gran parrilla de San Lorenzo en llamas y salió a mi encuentro una ciudad fresca y húmeda, con sus sietes colinas aterciopeladas de frondosa vegetación y un frescor salvaje, efluvio traído en volandas por las galeras del marenostrum. Me pareció una ciudad norteña, con su encanto inherente, aún sin serlo. Era un plus, un plus ultra.
Lo primero que hice fue vencer la tentación algodonada del tálamo del hotel y doblar la cerviz para encaminar los pasos de la fe a la Plaza de San Pedro, pues es un lugar referencial para un católico, único, con un único mensaje trascendente, con una única promesa de vida eterna y de victoria definitiva sobre el reino de las tinieblas. O Dios o la nada. Y Dios funda su Iglesia en San Pedro y ahí muere la piedra y ahí sigue la nave de Iglesia surcando victoriosa el turbulento océano de la historia. Impresiona saludar desde los ventanales del alma a la monumental plaza petrina, tan sólida, proporcionada, majestuosa, tan perfecta, grave y solemne. Y ahí está, testigo de la Historia, viendo pasar el tiempo, desde la noche de los tiempos, desde la plenitud de los tiempos.
Todo ese mausoleo monumental erigido con el fasto y pompa que merece en honor y gloria al príncipe de los apóstoles, a la primera piedra noble sobre la que Cristo edificó su Iglesia. Y milagrosamente de la piedra estrujada en la cruz manó sangre crucificada, a imitación de su Divino Maestro y sobre su tumba, salpicada de grana, el grano germinó en un fruto deslumbrante, cuyo esplendor fulgura hoy para gloria de Dios y de la Iglesia y delectación del amante del arte y la sacralidad. Y allí en la ciudad eterna inmolaron su vida ingentes seguidores de Cristo y la Iglesia, nutrida cual pelícano hambriento de la sangre martirial, creció vigorosa hasta el confín de la tierra.
Por la tarde mientras la lluvia se sosegaba en las alturas nos regalamos una visita guiada por los Museos Vaticanos. Una guía, pródiga en simpatía, con meliflua tonalidad latina nos adentró suavemente en la historia vaticana, con paz y solaz. Patrimonio de incalculable valor que hay que ver, al menos una vez en la vida. Siete kilómetros de museos espléndidos, soberbios, imponderables. Lástima que sólo se pueda contemplar una muestra raquítica de los mismos, la punta que sobresale de un gigantesco iceberg de nácar, pero “ricamente suficiente” para vislumbrar el esplendor y dimensión del total.
Allí, sumisas a los cánones clásicos, relumbran las estatuas de los grandes hombres de la Historia, según Dios y según el mundo. Las pinturas, mosaicos, tapices y demás ornamentos bañan de dorada perfección y colorido las techumbres de sus pasillos inacabables. Auténtica filigrana para el paladar visual, maravilla tras maravilla superpuesta que nunca se acaba. Toda esa perfección artística fue donada gentilmente por grandes bienhechores, artistas, reyes, emperadores… almas dadivosas que rinden pleitesía, como párvulos a su madre, a la verdadera y única Iglesia de Cristo.
Como colofón nos esperaba desde hace siglos la Capilla Sixtina, obra magna de Miguel Ángel, un gran genio dionisiaco que tradujo para siempre en pinceladas de Arte con mayúsculas y colorido juvenil el supremo acto creativo del Eterno Genio de los Genios y los pasajes más representativos de la Historia Sagrada. La Palabra de Dios se hizo pintura.
Con el regusto sin parangón de la Sixtina sin digerir ascendimos lentamente por el caracol de piedra a la cúpula petrina, minarete augusto de contemplación extática de esas maravillas al atardecer. El cielo bajaba el telón gradualmente y permanecimos allí, con calma dilatada, disfrutando del imponderable avistamiento de águila, en el mismo techo de la Iglesia Universal, muy cerca de las gigantescas efigies en honor a los apóstoles, los doce elegidos, llamados por su nombre.
Y allí se distinguía apacible la vía della Conciliazione, la arteria que a modo de cordón umbilical une la ciudad con la plaza, el cielo con la tierra. Conciliazione, un nombre precioso y sugerente, ahora que la humanidad, doliente de egoísmo, se desangra esparciendo municiones de terror y vientos de muerte en un sinfín de conflictos.
Y desde arriba contemplamos la nueva Jerusalén celeste silentes, oteamos admirados los hermosísimos jardines vaticanos, remansos de paz para la meditación de tantos santos pontífices, que después del ajetreo apostólico, como el Maestro, se retiraban allí a descansar y a meditar. Que paseos deliciosos entre sus jardines pulidos de árboles acicalados y florestas como un pincel. El misterioso bosquecillo a escala velaba el contenido de sus sendas a modo de jardín secreto.
Con las fauces de la noche abiertas a la oscuridad agasajamos al vetusto Coliseo, otro de los emblemas de la ciudad y el centro neurálgico de las ruinas de la polis imperial. Circos máximos, teatros, anfiteatros, arcos, columnas, termas… todo ese mundo grandioso hecho añicos, devastado, rehén silencioso de lo que fue un otro ahora de esplendor efímero y eterno a la vez. En Roma y en su maridaje con Grecia se hunden las raíces profundas de la civilización occidental, un incalculable legado a la humanidad que se contempla con sumo respeto. Era un esperanzador viaje al pasado precisamente ahora que es tan incierto el futuro.
Es motivo de grave meditación contemplar esas piedras desnudas como huesos devorados en sus sepulcros por la carcoma del tiempo. Todo el esplendor del imperio ha sido demolido por la decadencia de costumbres y la fugacidad de la existencia, que nos devora también a nosotros sin percibirlo. Tempus fugit, aeternitas manet. Esa es la esperanza del cristiano: la resurrección, no somos seres para la muerte, no se esfumará para siempre nuestra vida lozana como pasto pútrido del gusano hambriento, en el polvo inerte, en la nada más absoluta.
El resto de los días nos perdimos mansamente en Roma al abrazo de miríadas de monumentos históricos, descomunales y variados, iglesias y basílicas imponentes y parques deliciosos, frondosos, relamidos, bellamente italianos, hechos a medida de costurero para las hechuras del recreo. Mención especial caminar a orillas del Tíber de noche, contemplando la piedra regada, en semipenumbra, en silencio, ante el incesante concierto acuífero. El sonido del agua monótona era delicioso cuál sinfonía de los juguetes de Leopold Mozart.
Roma se fue, pero se quedó impresa en la memoria del corazón. Si Dios quiere volveré, pues es ya desde hoy una de mis ciudades fetiches, que me reencuentra con la historia de la humanidad y más aún con la verdadera Historia, la que desemboca en el puerto de la eternidad. Afirmo con Santa Teresa que quiero morir como fiel hijo de la Iglesia, fiel a Cristo, la verdadera Roca.
Javier Navascués Pérez

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