María no solamente ha sido el más grande ejemplo de Fe,
sino el modelo más perfecto del amor humano.
San Lucas
hace dos referencias al corazón de la Santísima Virgen que llaman poderosamente
la atención. La primera nos describe a los pastores quienes, convocados por un
ángel del Señor encontraron a la Sagrada Familia. “…reconocieron
las cosas que les habían sido anunciadas sobre este niño. Y todo los que lo
oyeron se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho. María guardaba
todas estas cosas ponderándolas en su corazón.” (Lc 2, 19) En el mismo
capítulo dos del evangelista, tras el episodio del niño perdido y hallado en el
Templo, encontramos una segunda y muy similar referencia: “…Y su madre guardaba estas cosas en su corazón.” (Lc
2, 51)
La madre
del salvador guardaba estas cosas en su corazón. A la luz del Evangelio,
valdría la pena preguntarnos si esas cosas de Dios que aprendemos en la Sagrada
Escritura, en algún retiro espiritual o en la Eucaristía misma las estamos
guardando en nuestro corazón. Pero además la dulcísima Madre de Cristo no solo
las guardaba, sino que además las ponderaba. ¿Solo
María era capaz, en su pureza y plenitud de Gracia ponderar y guardar las cosas
de Dios en Su corazón?
Pensemos
que la Virgen no solamente ha sido el más grande ejemplo de Fe al decir al Ángel
Gabriel “Hágase en mí según tu palabra”, sino
que la vemos como un modelo de amor humano. No es difícil imaginar a la Virgen
Santa con el niño Dios en los brazos derramando amor y ternura, entregando su
corazón plenamente a esa frágil criatura que es Dios mismo hecho hombre. Esa
Madre amorosa que abrazaba al pequeño Niño es la misma que acogió en su regazo
el cuerpo inerte del crucificado. El mismo corazón que se llenaba de gozo y
pronunciaba “Mi alma glorifica al Señor…” es
el que con el cuerpo exánime de Jesús en los brazos parecía escuchar “¿A dónde se fue tu Amado, oh la más hermosa de las
mujeres? ¿A dónde se marchó el que tú quieres, y le buscaremos contigo?”
(Cant V, 17) Ese corazón entregado enteramente a Dios, aún antes de la
anunciación, es el mismo que gime y solloza al pie de la cruz. Ese mismo
corazón en el que se guardaban las maravillas que ocurrían en torno al salvador
es el que se remueve con fuerza de terremoto ante el sacrificio del Rey de
Reyes. Y era un corazón humano el que daba tanto amor y sentía el más profundo
de los dolores. Y ese corazón, el de María, era humano. Como el tuyo o como el
mío.
Santa
María no tuvo más corazón ni más vida que la de Jesús. Una vida y un corazón
humanos pero de Jesús. ¿Podemos, acaso, tu y yo
amar y entregarnos de igual manera? El corazón humano de María pudo
hacerlo. Tú y yo tenemos su propio corazón como un escalón a la Puerta Santa
que es Jesús. Con el ejemplo de la Santa Madre de Dios, no solo sabemos que
podemos amar a Cristo, debemos amarle así porque la tenemos a Ella misma como
intercesora.
Corazón
generoso y tierno corazón como por naturaleza es el de toda mujer que es madre,
el de María nos inspira profundamente. Y podríamos admirar a la Virgen por amar
al Niño Dios, de igual manera que admiramos a cualquier madre que sostiene a su
pequeño en los brazos. Pero el corazón de María ya era de Dios aún antes de la
Anunciación. Había decidido reservar su corazón a Dios sin necesitar algún
prodigio. En la Anunciación se consuma la previa entrega que ya se había
realizado. ¿Cómo nos extraña entonces que haya
podido pronunciar esas palabras que la han subido a la cúspide de la Fe “Hágase
en mí según tu palabra”? Pensándolo con mayor hondura el corazón de
María, sí es corazón humano, no solo era capaz de eso, sino de mucho más.
El
corazón amoroso y entregado es, en su generosidad, un corazón fiel: Un corazón humano al pie de la cruz. Si con
facilidad podíamos imaginar la ternura de la escena en el pesebre, con gran
dificultad podemos apenas hacer un esbozo en la imaginación de la Santísima
Virgen recibiendo de José de Arimatea el cuerpo ensangrentado de su hijo. ¿Cómo
imaginar el dolor de una Madre que limpia, con mano trémula, la sangre de su
hijo? Remueve en lo más profundo aún a nuestro propio y durísimo corazón el
pensar en la mirada de María ante el rostro desfigurado y atrozmente golpeado
de Jesucristo. Y su corazón dolido estaba ahí, fiel, al pie de la cruz. ¿Dónde está nuestro corazón? ¿Al pie de la cruz como el
de la Santísima Virgen o escondido y alejado como el de los discípulos que
abandonaron al Señor?
El
corazón de María nos muestra todas las encontradas emociones que un corazón es
capaz de sentir. Es el corazón de la Virgen uno tan grande y tan generoso, que
es además nuestro propio refugio. Su corazón es, además de ejemplo y con
dignidad sobresaliente para ser admirado, el consuelo para la aflicción. ¿Cuánto no comprenderás nuestros humanos dolores ella que
enfrentó el dolor más profundo que se pueda experimentar?
Pero el
corazón humano de nuestra Madre en Cristo no solo es un ejemplo de ternura
amorosa o de abyecto dolor. María en su corazón es la Madre del buen consejo, y
quien mejor nos puede enseñar a vivir el amor al prójimo. Poderoso corazón el
de María, que puede convertir nuestro egoísmo y amor propio en caridad y amor a
Dios. El corazón entregado de María debería enseñarlos a pedirle confiados a Dios:
“Padre, mi corazón puede poco ¡Haz que te ame más!”
Es a la
Madre de Dios a quien hemos de acudir para pedirle que nos enseñe a amar más, a
entregar más, a ser más justos, a rogarle que con su corazón dulcísimo nos
proteja, nos enseñe, nos guíe.
El
corazón humano de María. Humano. Como el tuyo y como el mío.
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