¡Cuánto tenemos que aprender de Jesús! Hablar con valentía y decisión ante la injusticia y el atropello; callar ante la calumnia o la murmuración. ¿Qué debemos hacer para aplicar en la vida ordinaria las enseñanzas del Maestro?
I.
Durante treinta años, Jesús llevó una vida de silencio; sólo María y José conocían el misterio del Hijo
de Dios. Cuando vuelve de nuevo al pueblo donde había vivido, sus paisanos se
extrañan de su sabiduría y de sus milagros, pues sólo habían visto en Él una
vida ejemplar de trabajo.
Durante
los tres años de su ministerio público vemos cómo se recoge en el silencio de
la oración, a solas con su Padre Dios, se aparta del clamor y del fervor
superficial de la multitud que pretende hacerle rey, realiza sus milagros sin
ostentación y recomienda frecuentemente a los que han sido curados que no lo
publiquen…
El
silencio de Jesús ante las voces de sus enemigos en la Pasión es conmovedor: Él
permaneció en silencio y nada respondió [1]. Ante tantas acusaciones falsas
aparece indefenso. «Dios nuestro Salvador -comenta
San Jerónimo-, que ha redimido al mundo llevado de su misericordia, se deja
conducir a la muerte como un cordero, sin decir palabra; ni se queja ni se
defiende. El silencio de Jesús obtiene el perdón de la protesta y excusa de
Adán» [2]. Jesús calla durante el proceso ante Herodes y Pilato, y lo
contemplamos en pie, sin decir palabra, ante Barrabás y delante de enemigos
clamorosos, excitados, vigilantes, sirviéndose de falsos testimonios para
tergiversar sus palabras. Está en pie ante el procurador. Y aunque le acusaban
los príncipes de los sacerdotes, nada respondió. Entonces Pilato le dijo: ¿No
oyes cuántas cosas alegan contra ti? Y no le respondió a pregunta alguna, de
tal manera que el procurador quedó admirado en extremo [3].
El
silencio de Dios ante las pasiones humanas, ante los pecados que se cometen
cada día en la Humanidad, no es un silencio lleno de ira, ni despreciativo,
sino rebosante de paciencia y de amor. El silencio del Calvario es el de un
Dios que viene a redimir a todos los hombres con su sufrimiento indecible en la
Cruz. El silencio de Jesús en el Sagrario es el del amor que espera ser
correspondido, es un silencio paciente, en el que nos echa de menos si no le
visitamos o lo hacemos distraídamente.
El
silencio de Cristo durante su vida terrena no es en modo alguno vacío interior,
sino fortaleza y plenitud. Los que se quejan continuamente de las contrariedades
que padecen o de su mala suerte, quienes pregonan a los cuatro vientos sus
problemas, los que no saben sufrir calladamente una injuria, quienes se sienten
urgidos a dar continuamente explicaciones de lo que hacen y lo que dejan de
hacer, los que necesitan exponer las razones y motivos de sus acciones,
esperando con ansiedad la alabanza o la aprobación ajena…, deberían mirar a
Cristo que calla. Le imitamos cuando aprendemos a llevar las cargas e
incertidumbres que toda vida lleva consigo sin quejas estériles, sin hacer
partícipes de ellas al mundo entero, cuando hacemos frente a los problemas
personales sin descargarlos en hombros ajenos, cuando respondemos de los
propios actos sin excusas ni justificaciones de ningún tipo, cuando realizamos
el propio trabajo mirando la perfección de la obra y la gloria de Dios, sin
buscar alabanzas… [4].
Iesus
autem tacebat. Jesús callaba. Y nosotros debemos aprender a callar en muchas
ocasiones. A veces, el orgullo infantil, la vanidad, hacen salir fuera lo que
debió quedar en el interior del alma; palabras que nunca debieron decirse. La
figura callada de Cristo será un Modelo siempre presente ante tanta palabra
vacía e inútil. Su ejemplo es un motivo y un estímulo para callar a veces ante
la calumnia o la murmuración. In silencio et in spe erit fortitudo vestra, en
el silencio y en la esperanza se fundará vuestra fortaleza, nos dice el
Espíritu Santo, por boca del Profeta Isaías [5].
II. Pero Jesús no siempre calla. Porque existe también un silencio que puede ser
colaborador de la mentira, un silencio compuesto de complicidades y de grandes
o pequeñas cobardías; un silencio que a veces nace del miedo a las
consecuencias, del temor a comprometerse, del amor a la comodidad, y que cierra
los ojos a lo que molesta para no tener que hacerle frente: problemas que se
dejan a un lado, situaciones que debieron ser resueltas en su momento porque
hay muchas cosas que el paso del tiempo no arregla, correcciones fraternas que
nunca se debieron dejar de hacer… dentro de la propia familia, en el trabajo,
al superior o al inferior, al amigo y a quien cuesta tratar.
La
Palabra de Jesús está llena de autoridad, y también de fuerza ante la
injusticia y el atropello: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!
porque exprimís las casas de las viudas con el pretexto de hacer largas
oraciones… [6]. Jamás le importó ir contra corriente a la hora de proclamar la
verdad.
San Juan
Bautista, cuyo martirio leemos hoy en el Evangelio de la Misa [7], era voz que
clama en el desierto. Y nos enseña a decir todo lo que deba ser dicho, aunque
nos parezca alguna vez que es hablar en el desierto, pues el Señor no permite
en ninguna ocasión que sea inútil nuestra palabra, porque es necesario hacer lo
que debe hacerse, sin preocuparse excesivamente de los frutos inmediatos, ya
que si cada cristiano hablara conforme a su fe, habríamos cambiado ya el mundo.
No, podemos callar ante infamias y crímenes como el del aborto, la degradación
del matrimonio y de la familia, o ante una enseñanza que pretende arrinconar a
Dios en la conciencia de los más jóvenes… No podemos callar ante ataques a la
persona del Papa o a Nuestra Señora, ante las calumnias sobre instituciones de
la Iglesia cuya verdad y rectitud conocemos bien de sobra… Callar cuando
debemos hablar por razón de nuestro puesto en la sociedad, en la empresa o en
la familia, o sencillamente por la condición de cristianos, podría ser en
ocasiones colaborar con el mal, permitiendo que se piense que «el que calla, otorga». Si los católicos hablasen
cuando han de hacerlo, si no contribuyeran con una sola moneda a la difusión de
la prensa o de la literatura que causan estragos en las almas, difícilmente
podrían sostenerse esas empresas.
Hablar
cuando debamos hacerlo. A veces, en el pequeño grupo en el que nos movemos, en
la tertulia que se organiza espontáneamente a la salida de una clase, o con
unos amigos o vecinos que vienen a nuestra casa a visitarnos; entre los amigos
o clientes…, ante un vídeo indecente en el autobús en el que viajamos…, y desde
la tribuna, si ése es nuestro lugar dentro de la sociedad. Por carta cuando sea
preciso para animar con nuestro aliento o para agradecer un buen artículo
aparecido en un periódico o manifestar nuestra disconformidad con una
determinada línea editorial o un escrito doctrinalmente desenfocado. Y siempre
con caridad, que es compatible con la fortaleza (no existe caridad sin
fortaleza), con buenas maneras, disculpando la ignorancia de muchos, salvando
siempre la intención, sin agresividad ni formas cerriles o inadecuadas que serían
impropias de alguien que sigue de cerca a Jesucristo… Pero también con la
fortaleza con que actuó el Señor.
III. Si en los momentos en que el Bautista
vio en peligro su vida hubiera callado o se hubiera mantenido al margen de los
acontecimientos, no habría muerto degollado en la cárcel de Herodes. Pero Juan no era así; no era como una caña que a
cualquier viento se mece. Fue coherente con su vocación y con sus principios
hasta el final. Si hubiera callado, habría vivido algunos años más, pero sus
discípulos no serían quienes primero siguieron a Jesús, no habría sido quien
preparara y allanara el camino al Señor, como había profetizado Isaías. No
habría vivido su vocación y, por tanto, no habría tenido sentido su vida.
A
nosotros, muy probablemente, no nos pedirá Jesús el martirio violento, pero sí
esa valentía y fortaleza en las situaciones comunes de la vida ordinaria: para
cortar un mal programa de televisión, para llevar a cabo esa conversación
apostólica que debemos tener y no retrasarla más… Sin quedarse en quejas
ineficaces, que para nada sirven, dando doctrina positiva, soluciones…, con
optimismo ante el mundo y las cosas buenas que hay en él, resaltando lo bueno:
la alegría de una familia numerosa, el profundo gozo que produce realizar el
bien, el amor limpio que se conserva joven viviendo santamente la virtud de la
pureza…
Existe un
silencio cobarde, contra el que debemos luchar: el del que enmudece ante quien
Dios ha puesto a su lado para que le ayude y le fortalezca en su caminar hacia
Dios. Difícilmente podríamos ser valientes en la vida si no lo fuéramos en
primer lugar con nosotros mismos, siendo sinceros con quien orienta nuestra
alma.
Muchos de
nuestros amigos, al ver que somos coherentes con la fe, que no la disimulamos
ni escondemos en determinados ambientes, se verán arrastrados por ese
testimonio sereno, de la misma manera que muchos se convertían al contemplar el
martirio -testimonio de fe- de los primeros cristianos.
Pidamos
en el día de hoy, que dedicamos especialmente a Nuestra Señora, que Ella nos
enseñe a callar en tantas ocasiones en que debemos hacerlo, y a hablar siempre
que sea necesario.
[1] Mc 14, 61.
[2] SAN JERÓNIMO. Comentario sobre el Evangelio de San Marcos, in loc.
[3] Mt 27, 12-14.
[4] F. SUÁREZ. Las dos caras del silencio, en Revista Nuestro Tiempo,
nn. 297 y 298.
[5] Is 30, 15.
[6] Mt 23, 14.
[7] Mt 14, 1-12.
Meditación extraída de la serie “Hablar con Dios”, Tomo IV, Sábado de la
17ª. Semana del Tiempo Ordinario por Francisco Fernández Carvajal.
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