La fe capaz de trasladar montañas. Cada día tienen lugar en la Iglesia los milagros más grandes.
I. Entre una inmensa muchedumbre que espera a Jesús,
se adelantó un hombre y, puesto de rodillas, le suplicó: Señor, ten compasión
de mi hijo… [1]. Es una oración humilde la de este padre, como refleja su
actitud y sus palabras. No apela al poder de Jesucristo sino a su compasión; no
hace valer méritos propios, ni ofrece nada: se acoge a la misericordia de
Jesús.
Acudir al
Corazón misericordioso de Cristo es ser oídos siempre: el hijo quedará curado,
cosa que no habían logrado anteriormente los Apóstoles. Más tarde, a solas, los
discípulos preguntaron al Señor por qué ellos no habían logrado curar al
muchacho endemoniado. Y Él les respondió: Por vuestra poca fe. Porque os digo
que si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este monte:
trasládate de aquí allá, y se trasladaría y nada os sería imposible.
Cuando la
fe es profunda participamos de la Omnipotencia de Dios, hasta el punto de que
Jesús llegará a decir en otro momento: el que cree en Mí, también hará las
obras que Yo hago, y las hará mayores que éstas, porque Yo voy al Padre. Y lo
que pidáis en mi nombre eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo.
Si pidiereis algo en mi nombre, Yo lo haré [2]. Y comenta San Agustín: «No será mayor que yo el que en mí cree; sino que yo haré
entonces cosas mayores que las que ahora hago; realizaré más por medio del que
crea en mí, que lo que ahora realizo por mí mismo»[1].
El Señor
dice a los Apóstoles en este pasaje del Evangelio de la Misa que podrían «trasladar montañas» de un lugar a otro, empleando
una expresión proverbial; entre tanto, la palabra del Señor se cumple todos los
días en la Iglesia de un modo superior. Algunos Padres de la Iglesia señalan
que se lleva a cabo el hecho de «trasladar una montaña» siempre que alguien,
con la ayuda de la gracia, llega donde las fuerzas humanas no alcanzan. Así
sucede en la obra de nuestra santificación personal, que el Espíritu Santo va
realizando en el alma, y en el apostolado. Es un hecho más sublime que el de
trasladar montañas y que se opera cada día en tantas almas santas, aunque pase
inadvertido a la mayoría.
Los
Apóstoles y muchos santos a lo largo de los siglos hicieron admirables milagros
también en el orden físico; pero los milagros más grandes y más importantes han
sido, son y serán los de las almas que, habiendo estado sumidas en la muerte
del pecado y de la ignorancia, o en la mediocridad espiritual, renacen y crecen
en la nueva vida de los hijos de Dios [4]. «”Si habueritis fidem, sicut granum
sinapis!” -¡Si tuvierais fe tan grande como un
granito de mostaza!…
»-¡Qué promesas encierra esa exclamación del Maestro!» [5]. Promesas para la vida sobrenatural de nuestra
alma, para el apostolado, para todo aquello que nos es necesario…
II. Señor, ¿por qué no hemos podido curar al muchacho?
¿Por qué no hemos podido hacer el bien en tu nombre? San Marcos [6], y muchos
manuscritos en los que se recoge el texto de San Mateo, añade estas palabras
del Señor: Esta especie (de demonios) no puede expulsarse sino por la oración y
el ayuno.
Los
Apóstoles no pudieron librar a este endemoniado por falta de la fe necesaria;
una fe que había de expresarse en oración y mortificación. Y nosotros también
nos encontramos con gentes que precisan de estos remedios sobrenaturales para
que salgan de la postración del pecado, de la ignorancia religiosa… Ocurre con
las almas algo semejante a lo que sucede con los metales, que funden a diversas
temperaturas. La dureza interior de los corazones necesita, según los casos,
mayores medios sobrenaturales cuanto más empecinados estén en el mal. No
dejemos a las almas sin remover por falta de oración y de ayuno.
Una fe
tan grande como un grano de mostaza es capaz de trasladar los montes, nos
enseña el Señor. Pidamos muchas veces a lo largo del día de hoy, y en este
momento de oración, esa fe que luego se traduce en abundancia de medios
sobrenaturales y humanos. Ésta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe
[7]. «Ante ella caen los montes, los obstáculos más
formidables que podamos encontrar en el camino, porque nuestro Dios no pierde
batallas. Caminad, pues, in nomine Domini, con alegría y seguridad en el nombre
del Señor. ¡Sin pesimismos! Si surgen dificultades, más abundante llega también
la gracia de Dios; si aparecen más dificultades, del Cielo baja más gracia de
Dios; si hay muchas dificultades, hay mucha gracia de Dios. La ayuda divina es
proporcionada a los obstáculos que el mundo y el demonio opongan a la labor
apostólica. Por eso, incluso me atrevería a afirmar que conviene que haya
dificultades, porque de este modo tendremos más ayuda de Dios: donde abundó el
pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5, 20)» [8].
Las
mayores trabas a esos milagros que el Señor también quiere realizar ahora en
las almas, con nuestra colaboración, pueden venir sobre todo de nosotros
mismos: porque podemos, con visión humana, empequeñecer el horizonte que Dios
abre continuamente en amigos, parientes, compañeros de trabajo o de estudio, o
conocidos. No demos a nadie por imposible en la labor apostólica; como tantas
veces han demostrado los santos, la palabra imposible no existe en el alma que
vive de fe verdadera. «Dios es el de siempre. -Hombres de fe hacen falta: y se
renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura. »-“Ecce
non est abbreviata manus Domini” -¡El brazo de
Dios, su poder, no se ha empequeñecido!» [9]. Sigue obrando hoy las maravillas
de siempre.
III. «Jesucristo pone esta
condición: que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los
montes. Y hay tantas cosas que remover… en el mundo y, primero, en nuestro
corazón. ¡Tantos obstáculos a la gracia! Fe, pues; fe con obras, fe con
sacrificio, fe con humildad. Porque la fe nos convierte en criaturas
omnipotentes: y todo cuanto pidiereis en la oración, como tengáis fe, lo
alcanzaréis (Mt 21, 22)» [10].
La fe es
para ponerla en práctica en la vida corriente. Habéis de ser no sólo oyentes de
la palabra, sino hombres que la ponen en práctica: esto te factores verbi et
non auditores tantum [11]. Haced, realizad en vuestra vida la palabra de Dios y
no os limitéis a escucharla, nos exhorta el Apóstol Santiago. No basta con asentir
a la doctrina, sino que es necesario vivir esas verdades, practicarlas,
llevarlas a cabo. La fe debe generar una vida de fe, que es manifestación de la
amistad con Jesucristo. Hemos de ir a Dios con la vida, con las obras, con las
penas y las alegrías… ¡con todo! [12].
Las
dificultades proceden o se agrandan con frecuencia por la falta de fe: valorar
excesivamente las circunstancias del ambiente en que nos movemos o dar
demasiada importancia a consideraciones de prudencia humana, que pueden
proceder de poca rectitud de intención. «Nada hay,
por fácil que sea, que nuestra tibieza no nos lo presente difícil y pesado;
como nada hay tampoco tan difícil y penoso que no nos lo haga del todo fácil y
llevadero nuestro fervor y determinación» [13].
La vida
de fe produce un sano «complejo de superioridad», que
nace de una profunda humildad personal; y es que «la
fe no es propia de los soberbios sino de los humildes», recuerda San
Agustín [14]: responde a la convicción honda de saber que la eficacia viene de
Dios y no de uno mismo. Esta confianza lleva al cristiano a afrontar los
obstáculos que encuentra en su alma y en el apostolado con moral de victoria,
aunque en ocasiones los frutos tarden en llegar. Con oración y mortificación,
con el trato de amistad, con nuestra alegría habitual, podremos realizar esos
milagros grandes en las almas. Seremos capaces de «trasladar
montañas», de quitar las barreras que parecían insuperables, de acercar
a nuestros amigos a la Confesión, de poner en el camino hacia el Señor a gentes
que iban en dirección contraria. Esa fe capaz de trasladar montes se alimenta
en el trato íntimo con Jesús en la oración y en los sacramentos.
Nuestra
Madre Santa María nos enseñará a llenarnos de fe, de amor y de audacia ante el
quehacer que Dios nos ha señalado en medio del mundo, pues Ella es «el buen
instrumento que se identifica por completo con la misión recibida. Una vez
conocidos los planes de Dios, Santa María los hace cosa propia; no son algo
ajeno para Ella. En el cabal desempeño de tales proyectos compromete por entero
su entendimiento, su voluntad y sus energías. En ningún momento se nos muestra
la Santísima Virgen como una especie de marioneta inerte: ni cuando emprende,
vivaz, el viaje a las montañas de Judea para visitar a Isabel; ni cuando,
ejerciendo de verdad su papel de Madre, busca y encuentra a Jesús Niño en el
templo de Jerusalén; ni cuando provoca el primer milagro del Señor; ni cuando
aparece -sin necesidad de ser convocada- al pie de la Cruz en que muere su
Hijo… Es Ella quien libremente, como al decir Hágase, pone en juego su
personalidad entera para el cumplimiento de la tarea recibida: una tarea que de
ningún modo le resulta extraña: los de Dios son los intereses personales de
Santa María. No es ya sólo que ninguna mira privada suya dificultase los planes
del Señor: es que, además, aquellas miras propias
eran exactamente estos planes» [15].
[1] Mt 17, 14-20.
[2] Jn 14, 12-14.
[3] SAN AGUSTIN, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 72, 1.
[4] Cfr. SAGRADA BIBLIA, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, in
loc.
[5] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 585.
[6] Mc 9, 29.
[7] 1 Jn 5, 4.
[8] A. DEL PORTILLO, Carta pastoral 31-V-1987, n. 22.
[9] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, o. c., n. 586.
[10] IDEM, Amigos de Dios, 203.
[11] Sant 1, 22.
[12] Cfr. P. RODRIGUEZ, Fe y vida de fe, p. 173.
[13] SAN JUAN CRISÓSTOMO, De compunctione, 1, 5.
[14] SAN AGUSTIN, cit. en Catena Aurea, vol. VI, p. 297.
[15] J. M. PERO-SANZ, La hora sexta, Rialp, Madrid 1978, p. 292.
Meditación extraída de la serie “Hablar con Dios”, Tomo IV, 18a. Semana
del T. O., por Francisco Fernández Carvajal.
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