Mirando la actualidad eclesial no
es difícil ser consciente de todas las corruptelas interesadas que conviven con
la santidad de muchos católicos sinceros. No tengo duda que los escándalos
financieros se dan donde hay dinero, los escándalos de poder, donde existe
poder y las infidelidades allí donde existe una doctrina que merece nuestra
total fidelidad. No existe corrupción sin un bien que puede ser bien o mal
administrado.
Debes saber de dónde te viene la existencia, el
aliento, la inteligencia y lo que en ti
hay de más precio, el conocimiento de Dios, de donde viene la esperanza del
Reino de los cielos y la de contemplar, un día, su gloria que hoy ves de
manera oscura, como en un espejo, pero que verás mañana en toda su pureza y
esplendor (1C 12,12). ¿De dónde viene que seas hijo de Dios, heredero con
Cristo (Rm 8,16-17) y, me atrevo a decir, que tú mismo seas un dios? ¿De dónde
te viene todo esto y por quién?
O bien, para hablar de cosas menos importantes, las
que se ven: ¿quién te ha dado la posibilidad de ver la belleza del cielo, el
recorrido del sol, el ciclo de la luna, las innumerables estrellas y, en todo
eso, la armonía y el orden que las conducen? ¿Quién te ha dado la lluvia, la
agricultura, los alimentos, las artes, las leyes, la ciudad, una vida
civilizada, unas relaciones familiares con tus semejantes?
¿No es Aquel que, antes que todas las cosas y a
cambio de todos esos dones, te pide amar a los hombres? Si él, nuestro Dios y
nuestros Señor, no se avergüenza de ser llamado nuestro Padre, ¿nosotros vamos
a renegar de nuestros hermanos? No, hermanos y amigos míos, no seamos gerentes deshonrados de los bienes
que se nos confían. (San Gregorio Nacianceno. Homilía 14, sobre el amor
a los pobres, 23-25)
Ningún cristiano debería dudar de las consecuencias que conlleva una
naturaleza humana limitada y herida. El tentador utiliza nuestra naturaleza con
maestría. Sabe cómo
ponernos entre la espada y la pared, haciéndonos creer que cualquier opción a
elegir será mala y que estamos destinados a elegir siempre el mal menor. Sabe ocultarnos la única alternativa al mal
menor: el sacrificio, la santidad. Cuanto nos cuesta decir ¡No! Saber retirarnos y no
participar en el terrible juego de los males menores. Retirarnos aunque el mundo te
señale, con desprecio, como un desertor de sus iniciativas.
Es interesante señalar que la alternativa del sacrificio conlleve el
reproche inmediato. A Cristo le pasó igual. Viéndolo sufrir en al Cruz, le
decían con desprecio: “Tú que destruyes el templo y en tres días lo reedificas,
sálvate a ti mismo, si eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz.” (Mt 27, 40) ¿Cuántas decepciones no anidarían en los
corazones que confiaron en el Hijo de Dios, cuando lo vieron morir en la Cruz?
¿Cuántos no le reprocharían que les hubiera abandonado? A veces es mejor
alejarse y dejar que los muertos entierren a los muertos, porque la obra del
ser humano está predestinada a desaparecer, mientras que la obra de Dios perdura
a través de los tiempos. “Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que
la construyen. Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vela la guardia.” (Salmos 33, 12).
Con
frecuencia confundimos la Iglesia, que es obra de Dios, con las construcciones
humanas que edificamos dentro de ella. No todo lo edificado dentro de la Iglesia es voluntad de Dios. Muchas
iniciativas son Torres de Babel que buscan llegar a Dios con fuerzas humanas.
Como es lógico, todas estas Torres de Babel terminan por caer a los pies de sus
constructores, para desesperación de quienes pusieron su confianza en el ser
humano. La Iglesia es un organismo vivo que necesita, de vez en cuando,
limpiarse por medio de la humildad y la sencillez. Las verdaderas reformas no
son cambios de apariencia, funcionamiento o estructura. La única reforma que vale la pena emprender
es la conversión interior.
Sólo necesitamos ver qué pasa hoy en día en la Iglesia. Montamos
iniciativas para cambiar la Voluntad de Dios y creamos comisiones para reformar
edificios destrozados por la carcoma del pecado. Damos preferencia al aplauso
de los medios y no a la mirada dulce del Señor. Quizás se nos olvidan las palabras de Cristo en las
que nos llama a negarnos a nosotros mismos para seguirle o a perder nuestra
vida, para ganarla. ¿Por qué no ser humildes y dejarnos en las manos de
Dios? Al final, si dejamos que el pecado persista, siempre perdemos mucho más
de lo que aparentemente ganamos.
Roguemos por la Iglesia para que nuestros
pastores sepan llevarnos por el camino de la renuncia y la humildad. Para que
sepamos confiar más en Dios que en nuestras obras humanas. Para que seamos
coherentes antes que aparentes, porque la mentira acampa donde el mundo aplaude.
Néstor Mora Núñez
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