¿Qué es «casarse por la Iglesia»? Es bueno que
las jóvenes parejas adopten su propia postura al orientar su futuro
matrimonial, pero para ello es necesario conocer en qué consiste la
originalidad del matrimonio cristiano.
En muy
poco tiempo se ha producido entre nosotros un profundo cambio en la concepción
que las personas tienen sobre el amor, la sexualidad, el matrimonio, la
fidelidad conyugal o la familia.
Al mismo
tiempo, se ha introducido y revalorizado el matrimonio civil como alternativa
al matrimonio eclesiástico. Jóvenes que no aceptan la visión cristiana del
matrimonio y sus consecuencias se casan por lo civil.
Así
mismo, otras parejas se siguen casando por la Iglesia pero no por convicción
profunda de fe, sino por razones ambiguas de orden sociológico o familiar. De
ahí la importancia que adquiere en estos momentos el responder con cierta
lucidez a esta pregunta: ¿Dónde está la originalidad del matrimonio cristiano?
¿Qué es «casarse por la Iglesia»?
Es bueno
que las jóvenes parejas adopten su propia postura al orientar su futuro
matrimonial, pero para ello es necesario conocer en qué consiste la
originalidad del matrimonio cristiano.
1.- HACIA UNA VISIÓN MÁS
CORRECTA DEL MATRIMONIO CRISTIANO
Antes que
nada, me parece que será clarificador señalar, aunque sea de manera breve, los
cambios más importantes que se han dado también estos años en la visión
teológica del matrimonio cristiano. Podemos decir que la Constitución «Gaudium et spes» marca una visión nueva del
matrimonio.
1. De una
concepción jurídica a una visión más existencial del matrimonio
Durante
mucho tiempo se ha promovido una visión predominantemente jurídica del
matrimonio: el matrimonio como institución, las condiciones para su validez, la
naturaleza del matrimonio legal, las dispensas, etc. De esa manera, el amor
real y vivo entre los cónyuges quedaba como en un segundo plano. De algún modo,
el matrimonio aparecía sencillamente como una institución jurídica dentro de la
cual se puede ejercer sin pecar (sin culpabilidad moral) la actividad sexual
entre el hombre y la mujer.
Pero si
prescindimos o no valoramos debidamente la realidad humana del amor mutuo de la
pareja estamos omitiendo precisamente lo que es la base y el punto de partida
del matrimonio cristiano. Si olvidamos el diálogo amoroso de la pareja y
entendemos el matrimonio eclesiástico exclusivamente como una institución
jurídica, estamos destruyendo la realidad más profunda del matrimonio
cristiano, ya que el matrimonio sólo puede ser sacramento si el amor de Dios es
expresado, encarnado y sacramentalizado en el amor mutuo de los cónyuges.
2. Del matrimonio
como contrato al matrimonio como vocación
Desde una
visión jurídica, el matrimonio se ve como un contrato realizado libremente por
el consentimiento de los dos contrayentes. Un contrato del que se originan unos
derechos y unas obligaciones. Así se habla de los deberes matrimoniales, el
derecho al cuerpo del otro («débito sexual»), etc.
La
teología actual y el Vaticano II abordan el matrimonio no como contrato sino
como una vocación. Los esposos cristianos «cumpliendo
su misión conyugal y familiar, animados por el espíritu de Cristo… llegan cada
vez más a su pleno desarrollo personal y a su mutua santificación, y, por
tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios» (Gaudium et spes, 48).
El matrimonio no debe quedar reducido a un contrato. El mutuo compromiso de los
nuevos esposos es, más bien, el punto de partida de un proyecto común, de una
vida compartida conyugalmente en la que están llamados a alcanzar su pleno
desarrollo personal: humano y cristiano.
3. De los fines del
matrimonio a las exigencias del amor matrimonial
La
teología tradicional hablaba de los fines del matrimonio. Se presentaba, en
primer lugar, el fin primario y específico consistente en la procreación de los
hijos. Después se hablaba del fin secundario consistente en la mutua ayuda, la
complementación sexual, la comprensión recíproca. Si el matrimonio se considera
desde esta perspectiva, el amor queda totalmente subordinado a la procreación y
el matrimonio queda reducido a una institución legal necesaria socialmente para
garantizar la supervivencia de la humanidad y para regular socialmente la
actividad sexual.
Se
entiende la famosa expresión de K. Marx: «El matrimonio burgués es una
prostitución legal». El Vaticano II, aunque la presupone y acepta, no ha querido
hacer uso de esa terminología para resaltar que el matrimonio se considera
antes que nada como una comunidad de amor conyugal que se expresa, se realiza y
crece en el encuentro sexual.
Este amor
conyugal tiene valor en sí mismo. Solamente después se dice que esta comunidad
de amor conyugal está llamada a ser fuente de vida. El encuentro conyugal está
abierto a la fecundidad.
4. De los derechos
y deberes matrimoniales a una visión del matrimonio como comunidad de amor
Desde una
perspectiva jurídica fácilmente se reduce la vivencia matrimonial de los
esposos a un conjunto de derechos y obligaciones. Como consecuencia del
contrato matrimonial, los esposos adquieren unos derechos (uso del cuerpo del
otro cónyuge como si fuera el propio, en orden a la procreación; derecho a la
fidelidad total del otro…); y contraen unas obligaciones (procreación de los
hijos, educación debida, fidelidad conyugal, mutua ayuda…).
El
Vaticano II entiende el matrimonio como una comunidad de amor. Es el amor
conyugal el que vivifica y da sentido a toda la vida matrimonial. Una moral
conyugal basada fundamentalmente en la distinción de fines primarios y
secundarios, o en el cumplimiento de unos deberes y la exigencia de unos
derechos nacidos de un contrato fácilmente puede terminar en puro legalismo
vacío de amor.
El amor
conyugal es la verdadera fuente de responsabilidad matrimonial y familiar y de
fidelidad mutua. Resumiendo, a la hora de presentar a las parejas una visión
correcta del matrimonio es necesario estar atentos para utilizar el lenguaje
más adecuado y ofrecer el contenido apropiado. No es lo mismo hablar de la
institución matrimonial que del amor conyugal; del matrimonio como contrato o
del matrimonio como vocación; de los fines del matrimonio o de las exigencias
del amor matrimonial; de los derechos y deberes matrimoniales o del matrimonio
como comunidad de amor.
2.- LA REALIDAD HUMANA
DEL MATRIMONIO
Antes de
hablar de la originalidad del matrimonio cristiano, hemos de valorar
debidamente toda la riqueza y la hondura del matrimonio como realidad humana,
independientemente de que sea vivido en el marco de una religión determinada o
en el contexto de la sociedad civil. Quien no sepa valorar debidamente la
riqueza natural del matrimonio en sus diferentes dimensiones no sabrá luego
valorar ni vivir el matrimonio desde la originalidad cristiana. De manera muy
sintética señalamos las principales dimensiones del matrimonio:
1. Convivencia
sexual
El
matrimonio es convivencia sexual. Varón y mujer, sexualmente diferentes y
complementarios, pueden vivir juntos plenamente el misterio gozoso de la
sexualidad humana. La convivencia sexual abarca diversos aspectos. Señalo los
niveles más importantes: El varón y la mujer se pueden expresar a través de su
corporalidad, a través de sus gestos y de todo el lenguaje de su sexualidad. De
esta manera, el hombre y la mujer salen de su interioridad y se desvelan, se
revelan, se manifiestan. Naturalmente esta expresión a través de la sexualidad
(besos, abrazos, caricias, acogida, abrazo conyugal…) es plenamente humana
cuando es sincera y cuando encuentra en el otro una respuesta y una confianza
real. Pero el varón y la mujer no sólo se expresan, sino que se comunican y se
encuentran sexualmente en el matrimonio. El hombre y la mujer están llamados al
encuentro y la comunicación sexual. No se trata de un encuentro puramente
biológico, fisiológico. El encuentro sexual es humano cuando a través de los
cuerpos se abrazan las personas, es decir, se hacen presentes y se comunican
como personas. Esto, naturalmente, pide que el encuentro sexual no sea ambiguo,
no sea una máscara que oculte a la persona, sino que sea la comunicación de lo
mejor que hay en cada uno de ellos. Pero, además, el varón y la mujer se
complementan y enriquecen mutuamente en el encuentro sexual. El ser humano es
bisexual, diferenciado, masculino y femenino. El varón y la mujer se sienten
mutuamente atraídos y llamados a la complementación. Disfrutan y se enriquecen
cuando saben acogerse mutuamente. Se ayudan recíprocamente a crecer, fundiendo
sus vidas, compartiendo la existencia desde el encuentro sexual.
2. Comunidad de
amor
Esa
convivencia sexual en toda su riqueza es plenamente humana cuando expresa y
encarna un amor real entre el varón y la mujer. Cuando el matrimonio es amor
responsable al otro, cuidado amoroso, búsqueda del bien del otro, entrega
desinteresada y generosa al otro. Ahora bien, el amor conyugal por su propia
dinámica pide fidelidad. El amor va más lejos que aquel instante en que está
siendo vivido. El amor mira también al futuro. No se le puede poner un término
sin destruirlo. No se puede amar de verdad a una persona poniendo un límite
temporal, una fecha. Por eso, el amor conyugal exige la promesa de vivirlo para
siempre, la promesa de ser fiel a la persona amada. Es muy importante reconocer
el valor humano de la fidelidad, al margen de las creencias o de la fe de la
pareja. El clima socio-cultural de nuestros tiempos favorece la inconstancia,
la infidelidad, la superficialidad de los contactos sexuales y la trivialización
de las relaciones interpersonales, pero todos hemos de reconocer que la
fidelidad a la persona amada es un valor exigido por la misma naturaleza del
amor verdadero.
3. Realidad social
El amor
conyugal y la convivencia sexual piden ser aceptados y reconocidos socialmente.
No podemos olvidar que el varón y la mujer que comparten una vida conyugal no
son individuos aislados sino miembros de una sociedad concreta. Una concepción
romántica del amor como algo que ha de ser vivido exclusivamente en la intimidad
o en el ámbito privado no es plenamente humana, porque olvida la dimensión
social de la pareja. Un amor secreto, oculto a la sociedad, o no reconocido
socialmente difícilmente conducirá a las personas que lo viven a su realización
y expansión plenas. Por eso, una convivencia sexual estable está pidiendo un
reconocimiento por parte de la sociedad, una integración en el marco social. Es
muy importante valorar esta dimensión social del matrimonio independientemente
de que sea un matrimonio civil o religioso. Si el vínculo amoroso queda
reducido al ámbito de la conducta privada, todavía le falta algo para ser
vivido de manera plenamente humana y social.
4. Comunidad
abierta a la fecundidad
El
encuentro sexual de una pareja estable está llamado a ser fuente de una nueva
vida humana. El encuentro sexual es un encuentro amoroso, pero, por su misma
estructura, es un encuentro íntimamente orientado a dar nacimiento a una vida
nueva. El acto conyugal expresa y realiza la donación más íntima y absoluta que
pueda darse entre un hombre y una mujer, pero, por su misma dinámica, está
abierto a un tercero posible: el hijo. En el acto conyugal, el varón no
solamente se entrega a sí mismo a la mujer que ama, sino que también le entrega
su capacidad de engendrar, su capacidad de ser padre: «Quiero
que seas mi mujer y tener un hijo de ti». La mujer no solamente se
entrega de manera total e incondicional al varón, sino que también entrega su
capacidad de engendrar, ofrece su seno fecundo: «Quiero
ser tuya y tener un hijo de ti». Es importante valorar la dimensión de
la fecundidad, independientemente de las creencias y la moral de cada uno. El
ser humano está llamado a ser fecundo. Los esposos están llamados a ser «una sola carne», pero no han de olvidar que
normalmente esta carne puede convertirse en «cuna» de
un hijo que viene a sellar y a encarnar de manera natural el amor matrimonial
de los padres. Resumiendo, al acoger a las parejas que se preparan al
matrimonio, es importante que antes de hablar del matrimonio cristiano, sepáis
valorar en toda su hondura y riqueza el matrimonio como realidad humana, en sus
diversas dimensiones: como convivencia sexual, comunidad de amor, realidad
social, comunidad abierta a la fecundidad.
3.- EL MATRIMONIO COMO
SACRAMENTO
Cristo no
ha instituido nada nuevo respecto al matrimonio. Lo que ha hecho es restaurar
el matrimonio en su primera originalidad y llamar a los hombres y mujeres a que
vivan el amor matrimonial respondiendo al primer designio del Creador, que el
varón y la mujer sean «una sola carne» como
quiso Dios desde siempre. Pero precisamente para vivir ese amor matrimonial
natural en toda su autenticidad, Jesús llama a vivir el matrimonio como
sacramento del amor de Dios que se nos ha revelado en Jesucristo. El sacramento
no es algo añadido al matrimonio. Es sencillamente el matrimonio vivido desde
la fe cristiana, vivido como «signo», como «sacramento»
del amor de Dios que se nos ha manifestado en Cristo.
Por lo
tanto, cuando una pareja «se casa por la Iglesia», se
compromete a vivir su matrimonio desde la fe cristiana y a vivirlo en concreto
como «sacramento» del amor de Dios. Pero, ¿qué quiere decir vivir el matrimonio
como sacramento? Para entender bien esto tenemos que comprender qué es un
sacramento. Si lo logramos, descubriremos un horizonte insospechado y una
riqueza inmensa para vivir el matrimonio.
1. El hombre es
sacramental
Sacramento
es una palabra que viene del latín «sacramentum» y
significa «signo», «señal». Sacramento es,
pues, algo que nos descubre, nos revela, nos manifiesta otra realidad que, de
lo contrario, se nos quedaría oculta. Por ejemplo, el anillo de bodas que vemos
en la mano de una persona es una señal, un signo, un «sacramento»
de que esa persona está comprometida, casada con alguien.
Por eso,
podemos decir que el hombre es sacramental, tiene una estructura sacramental.
En el ser humano hay todo un mundo íntimo, invisible, misterioso que se
descubre, se desvela, se manifiesta a través del cuerpo. El hombre es miedo,
amor, ternura, gozo, tristeza, proyectos, interrogantes, cansancio, debilidad,
entusiasmo, pasión, solidaridad, lucha, esperanza… Es todo un mundo de vida, de
interioridad que se revela y se encarna hacia fuera a través de la
corporalidad. Nuestro cuerpo es el gran sacramento, el medio de expresión que
nos permite manifestarnos y comunicarnos con los demás. Las miradas, los
gestos, las palabras, la sonrisa, el beso, los abrazos, los golpes, las manos,
el rostro… el cuerpo entero nos permite “sacramentalizar”,
es decir, expresar y vivir todo lo que hay en nuestro interior. Gracias
al cuerpo nos expresamos, nos realizamos, nos comunicamos, nos encontramos con
los demás. Podemos decir que el hombre es sacramental, es algo interior,
invisible, espiritual, que se expresa y se realiza en y a través de un cuerpo
visible, sensible, palpable. El ser humano vive, crece, se realiza de manera
sacramental.
2. La necesidad de
sacramentalizar la vida
Precisamente,
debido a su estructura sacramental, el ser humano siente la necesidad de “sacramentalizar” la vida. Y cuanto más
profundamente se vive a sí mismo y más profundamente vive su relación con las
personas y con las cosas, más hondamente siente esta necesidad de «sacramentalizar» su vida.
Los
antropólogos dicen que el hombre se hace presente en el mundo a tres niveles:
En un primer nivel, el ser humano se asoma al mundo como un extraño. Apenas
conoce ni entiende nada. El hombre primitivo (o el niño actual) se admira ante
las cosas y los fenómenos. Contempla todo con curiosidad, se asombra, teme,
adora, venera. Es la primera actitud, la más primitiva y elemental, básica. En
un segundo nivel, el hombre va dominando las cosas y los fenómenos. Los
analiza, los controla, los trabaja, los domestica, los transforma, los
organiza. Es el “homo faber” que desarrolla
la ciencia, la técnica, el dominio del cosmos. Hay un tercer nivel, cuando el
hombre se acerca a las cosas y a los hechos para darles un valor simbólico. Las
cosas ya no son entonces meros objetos para ser contemplados o para ser
trabajados y dominados. Se convierten en signos, señales, llamadas. Entonces
las cosas y los hechos son portadores de un mensaje, de una vivencia. Adquieren
un valor sacramental. Vamos a verlo de manera más concreta:
El hombre
sacramentaliza de manera particular algunas cosas: todos los árboles pueden ser
recuerdos de experiencias vividas bajo su sombra, pero aquel árbol del caserío
tiene algo especial; todas las cocinas pueden ser evocadoras, pero la cocina de
la casa donde uno nació guarda algo único.
El hombre
sacramentaliza de manera particular algunos hechos: se toman muchas copas, pero
es distinta la copa para celebrar un encuentro; se come todos los días, pero es
diferente un banquete de bodas, una cena íntima…
El hombre
sacramentaliza algunos momentos o fechas particulares: todos los días parecen
iguales, pero es diferente el día del aniversario de bodas, el cumpleaños, la
fiesta del pueblo, el día de una despedida, de un encuentro. El hombre
sacramentaliza también algunas personas de manera muy especial: todas las
personas pueden despertar nuestro amor o amistad, pero hay personas únicas: la
novia, el abuelo, la madre, el amigo.
Es decir,
el hombre no sólo es sacramental sino que va cargando de valor simbólico o
sacramental el mundo en que vive. Va sacramentalizando su existencia y todas
esas cosas, hechos, momentos, personas se convierten en pequeños o grandes «sacramentos» que evocan, alimentan y acrecientan
su existencia.
3. Jesucristo,
Sacramento de Dios
Para un
creyente, el mundo entero se puede convertir en «sacramento» de Dios. Dios es
misterio invisible e insondable, pero está en la raíz misma del mundo y de la
vida. Y, por ello mismo, se puede anunciar, sugerir y manifestar a través de
hechos, experiencias, fenómenos que nos pueden hablar de Él. La creación entera
se puede convertir en «señal» de Dios. De manera particular, las personas con
su fuerza creadora, su inteligencia, su capacidad de amar, su libertad, su
misterio son el mejor signo, la mejor señal que nos puede hablar de Dios.
Pero el
cosmos está atravesado por el mal y los seres humanos están tocados por la
malicia y el pecado. Para el cristiano, hay un hombre único, verdadero
Sacramento de Dios, en el que Dios se nos ha manifestado y revelado como en
ningún otro: Jesucristo. Por la Encarnación, el misterio insondable de Dios se
nos ha manifestado de manera visible en Jesús. Dios es amor insondable, perdón,
acogida, respeto, cariño, preocupación por los seres humanos. Pues bien, ese
Dios invisible se nos manifiesta, se «sacramentaliza»
en Jesús. En él «reside toda la plenitud de
la divinidad corporalmente» (Col 2, 9). En él «se
ha hecho visible la bondad de Dios y su amor a los hombres» (Tt 3, 4).
El cuerpo
de Jesús, sus gestos, sus palabras, sus abrazos a los niños, su bendición, su
perdón, sus curaciones, su acogida, sus manos, su cercanía a los necesitados,
su entrega hasta la muerte, todo él es Sacramento de Dios. En Jesucristo se
expresa y se hace presente de manera eficaz el amor de Dios a los hombres.
Jesucristo es el gran Sacramento de Dios, el primer Sacramento de Dios. Estando
Jesús presente no hace falta ningún sacramento. El que se encuentra con ese
hombre se encuentra con Dios. El que se pone en contacto con Jesús se pone en
contacto con Dios. El que escucha de sus labios el perdón, es perdonado por
Dios. El que es curado por Jesús queda sanado por Dios. Los hombres pueden
encontrarse con el Dios invisible a través de la humanidad de Jesús que es su
gran Sacramento.
4. La Iglesia,
sacramento de Jesucristo
Por la
resurrección, Jesucristo desaparece del horizonte visible de nuestra vida y
queda sustraído del plano visible, sensible en el que nosotros nos movemos. Ya
no nos podemos encontrar directamente con el Cuerpo de Jesús. Quedamos, de
alguna manera, privados de ese gran Sacramento de Dios que es Jesús.
Pero,
incluso después de la muerte y resurrección de Jesús, no se pierde la dimensión
sacramental en el encuentro con Dios. Respetando la estructura sacramental del
hombre profundamente ligado al cuerpo y al mundo de lo sensible, Dios continúa
ahora ofreciéndose de manera sacramental a través de la Iglesia.
La
Iglesia es ahora «el Cuerpo de Cristo», la
comunidad que le da cuerpo a Jesucristo, la comunidad donde se ofrece
Jesucristo a través de gestos visibles, sensibles, captables. En esta comunidad
llena de mediocridad, debilidad y pecado se realiza, sin embargo, algo
decisivo: la presencia sacramental de Jesucristo. Podemos decir que la Iglesia
entera, en su totalidad es sacramento de Jesucristo. En la Iglesia Cristo se
hace presente de manera sacramental en medio de los hombres. Todo en la Iglesia
tiene una dimensión sacramental: las personas que formamos esta comunidad, los
evangelios que se proclaman entre nosotros, los gestos cristianos que
realizamos, el amor a los necesitados, la oración de los creyentes, los ritos
sagrados, los símbolos. Todo lo que hacemos y vivimos desde la fe puede
sacramentalizar y hacer presente a Jesucristo nuestro Salvador.
5. Los siete
sacramentos
Todo en
la Iglesia es sacramental, pero hay acciones y gestos donde ese carácter
sacramental adquiere una densidad particular. De la misma manera que todo puede
ser signo de amor entre los esposos, pero el abrazo conyugal sacramentaliza de
manera más eficaz e intensa su amor.
Hasta el
siglo XII se empleaba la palabra «sacramento» para designar a muchos gestos y
acciones eclesiales. San Agustín cuenta hasta 304 «sacramentos».
A partir del siglo XII, se hace un esfuerzo de selección para delimitar
los gestos sacramentales más nucleares. Por fin, el Concilio de Trento define
los siete sacramentos no de manera arbitraria sino articulándolos en torno a
los ejes fundamentales de la vida o los momentos claves de la vida cristiana.
Los
sacramentos son, por lo tanto, la concreción y actualización de lo que es la
Iglesia: sacramento de Cristo, el cual es, a su vez, Sacramento de Dios. Cuando
celebramos o vivimos un sacramento, realizamos un gesto humano al que le damos
sentido desde la fe; realizamos ese gesto no de manera privada a nuestro
arbitrio, sino de manera eclesial, dentro de la Iglesia sacramento de
Jesucristo; y así nos encontramos con Cristo que es el gran Sacramento que nos
lleva al encuentro con Dios. Por lo tanto, lo primero es realizar un gesto
humano que encierra una fuerza expresiva importante: una comida (Eucaristía),
un gesto de perdón (Penitencia), una entrega mutua de dos personas
(Matrimonio).
En
segundo lugar, ese gesto humano tiene sentido cuando es vivido desde la fe. Los
sacramentos suponen fe. Sin la fe, el sacramento no dice nada, no habla nada.
Los sacramentos realizados sin fe se convierten en ceremonias vacías, ritos
sociales, gestos ridículos.
En tercer
lugar, ese gesto vivido desde la fe no es algo individual o privado, ni
siquiera de un grupo particular. Cada sacramento es una toma de contacto, una
inserción en la Iglesia, un gesto eclesial, pues sólo la gran comunidad
eclesial es el sacramento de Jesucristo.
En cuarto
lugar, esos sacramentos no son ritos muertos sino gestos de encuentro personal
con Cristo que es el gran Sacramento que nos lleva a Dios. Cada sacramento
según su modalidad nos pone en contacto con Jesucristo y por medio de él con
Dios. Es Cristo el que perdona, Cristo el que alimenta, Cristo el que une en el
amor.
6. El sacramento
del Matrimonio
Después
de este recorrido ciertamente un poco largo, estamos preparados para comprender
mejor qué es vivir el Matrimonio como sacramento y cuál es la riqueza y las posibilidades
que ofrece el matrimonio cristiano.
6.1. Proyecto de
vida matrimonial
Lo
primero que hacen los novios cristianos, como cualquier otra pareja, es
comprometerse a una vida matrimonial. Este proyecto de vida es la base humana
del sacramento, el gesto que va a ser sacramentalizado desde la fe.
Por
tanto, los novios se comprometen a compartir sexualmente su vida, como
expresión de un amor mutuo que exige fidelidad, como una realidad que desean
sea reconocida socialmente y como una comunidad de amor abierta a la
fecundidad. La base humana del sacramento del matrimonio no son unos elementos
materiales (como el pan y el vino de la Eucaristía), no es un gesto exterior
(como el lavado con agua del bautismo), sino la misma vida de los nuevos
esposos, su entrega mutua, su encuentro amoroso. Es esta vida matrimonial la
que va a convertirse en signo, en sacramento cristiano.
6.2. El Matrimonio,
sacramento del amor de Dios
Lo nuevo
y original de los novios cristianos es que, animados por su fe cristiana, se
comprometen a vivir su matrimonio como signo, como expresión, manifestación o «sacramento» del amor de Dios que se nos ha
revelado en Cristo. Al casarse en Cristo, los novios cristianos dicen
públicamente a toda la comunidad cristiana lo siguiente: «Nosotros queremos vivir nuestro amor matrimonial como un
signo, una manifestación, una encarnación, un sacramento del amor de Dios.
Todos los que veáis cómo nos queremos, podréis intuir de alguna manera cómo nos
ama Dios a todos. Queremos que nuestro amor y nuestra vida matrimonial os
recuerden a todos cómo os quiere Dios».
Precisamente
por esto, los novios son los ministros del sacramento del matrimonio. No les
casa el sacerdote, sino que se confieren el sacramento el uno al otro y lo
reciben el uno del otro. El novio le casa a la novia y ésta le casa al novio.
Cada uno de ellos se ofrece al otro como gracia, representa para el otro el
amor de Dios hecho visible y sensible en el amor humano matrimonial.
Al
comprometerse a vivir su amor matrimonial como sacramento, se dicen el uno al
otro lo siguiente: «Te amo con tal hondura, con tal
verdad, con tal entrega y fidelidad que quiero que veas siempre en mi amor
matrimonial el signo más claro, la señal más visible, el «sacramento» mejor
de cómo te quiere Dios. Cuando sientas cómo te quiero, cómo te perdono, cómo te
cuido, podrás sentir de alguna manera cómo te quiere Dios».
Los
esposos cristianos pueden descubrir el amor de Dios en muchas experiencias de
la vida y en muchos lugares del mundo. Para ellos Cristo es, sobre todo, el
Sacramento de Dios y a ese Cristo lo pueden descubrir en la Iglesia de muchas
maneras. v.g., en la Eucaristía, o en el sacramento de la Reconciliación. Pero
para ellos, su propia vida matrimonial, su encuentro, su amor matrimonial es el
lugar privilegiado para ahondar, disfrutar y saborear el amor de Dios,
encarnado en Cristo y comunicado a través de su Iglesia.
6.3. El matrimonio
como estado sacramental
El
matrimonio no es solo un sacramento; es un estado sacramental. La boda no es
sino el punto de partida de una vida matrimonial que queda sacramentalizada.
Por eso, toda la vida matrimonial, con todas sus vivencias y expresiones, tiene
un carácter sacramental para ellos, es fuente de gracia, expresión eficaz del
amor de Dios que se hace realmente presente en su amor matrimonial. La mutua
entrega, el perdón dado y recibido dentro del matrimonio, las expresiones de
amor y ternura, la intimidad sexual compartida, la abnegación de cada día con
sus gozos y sufrimientos, con su grandeza y su pequeñez, con sus momentos
sublimes y su mediocridad… toda esa vida matrimonial es sacramento, lugar de
gracia, experiencia sacramental donde Dios se hace realmente presente para los
esposos.
Por eso,
los esposos cristianos viven toda su experiencia humana y su vida cristiana de
manera matrimonial, de manera diferente a los no casados. Los esposos cristianos
pueden y deben encontrarse con el perdón de Dios en el sacramento de la
Reconciliación, pero pueden y deben encontrarse también con el perdón de Dios
que se les ofrece en el perdón que mutuamente se regalan el uno al otro.
Los
esposos cristianos pueden y deben alimentar su vida y su amor cristiano en la
Eucaristía de la comunidad, alimentándose del cuerpo del Señor, pero pueden y
deben alimentar su vida y su amor en el disfrute gozoso de su amor matrimonial.
Necesitan acercarse a la comunidad eclesial a la que pertenecen, su mismo
matrimonio lo viven como sacramento dentro de esa comunidad eclesial, pero
ellos viven toda su vida cristiana de manera matrimonial.
Este
carácter sacramental da una hondura y plenitud diferente a su abrazo conyugal.
Los esposos cristianos no “hacen el amor”, sino
que lo celebran. El acto del amor es una celebración, una fiesta, donde los
esposos con su propio cuerpo, con su capacidad erótica, con la fusión de sus
cuerpos y sus almas, con el disfrute compartido, hacen presente en medio de
ellos a Dios. Es sobre todo en esa experiencia íntima donde mejor pueden
entender y saborear su amor matrimonial como sacramento del amor de Dios.
4.- ALGUNAS DIMENSIONES
DE LA VIDA MATRIMONIAL
Vamos a
describir, aunque sea brevemente, algunos rasgos de la vida matrimonial:
1. El matrimonio
como liberación de la soledad
«No es bueno que el hombre esté sólo. Voy a hacerle una ayuda semejante
a él» (Gn 2, 18). El matrimonio ofrece
a los esposos la posibilidad de liberarse de la soledad y de vivir en diálogo
íntimo, personal con otro. La soledad es un mal. El matrimonio ofrece a los
esposos uno de los mejores caminos para no recorrer la vida en solitario. Pero,
además, el matrimonio cristiano ofrece a los esposos creyentes la posibilidad
de abrir ese diálogo matrimonial al diálogo con Dios. Desde el diálogo mutuo,
desde la mutua escucha, desde el encuentro amoroso recíproco, los esposos
cristianos pueden avanzar hacia el diálogo con Dios, la escucha de Dios, el
encuentro con El.
Naturalmente,
todo esto exige a los esposos ir superando su egoísmo, irse abriendo cada vez
con más hondura al otro cónyuge, compartir cada vez más los deseos, las
aspiraciones, los temores, las alegrías, los gozos, las dificultades, los
sufrimientos que entretejen la vida. Es así como va creciendo el matrimonio
como sacramento que hace posible el encuentro con Dios.
2. El matrimonio
como mutua complementación
«Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gn 2, 23). El matrimonio ofrece a los esposos la
posibilidad de complementarse, enriquecerse y perfeccionarse el uno al otro. El
esposo se enriquece con la presencia femenina en su vida; la esposa con la
presencia de lo masculino. Pero, además, los esposos cristianos pueden buscar
desde su matrimonio la complementación, el enriquecimiento que sólo nos puede
llegar de Dios.
Los
esposos cristianos saben, en sus momentos de debilidad, de pobreza, de
limitación, buscar la gracia y la fortaleza de Dios. Saben, en sus momentos de
gozo y de plenitud, abrirse a la alabanza y a la acción de gracias al Creador.
Pero, naturalmente, esta mutua complementación exige todo un aprendizaje, un
reajuste constante, una actitud de mutuo respeto, de agradecimiento mutuo. El
matrimonio va creciendo día a día en ese arte difícil de la convivencia.
3. El matrimonio
como disfrute de la intimidad sexual
«Serán los dos una sola carne» (Gn 2,
24). El matrimonio ofrece a los esposos la posibilidad de compartir y disfrutar
la intimidad sexual, de descubrir todo el valor del cuerpo como medio de expresión
y comunicación de amor. Los esposos viven su amor matrimonial expresándolo
corporalmente en su intimidad conyugal.
Pero,
además, los esposos cristianos celebran su unión sexual como una fiesta de
amor, de intimidad, de placer, no sólo bendecida por Dios, sino donde se hace
presente el amor gozoso de Dios para aquella pareja. El sacramento del
Matrimonio, lejos de destruir el placer o la felicidad matrimonial, ofrece a
los esposos la posibilidad de abrir su amor sexual a su dimensión última y trascendente
haciendo de su unión amorosa signo y presencia del amor de Dios.
Todo esto
exige naturalmente que la entrega sexual sea signo de una entrega amorosa,
sincera y real. Que la unión de los cuerpos exprese la unión de los corazones.
4. El matrimonio
como comunidad de amor creciente
El
matrimonio supone ya un amor inicial entre los nuevos esposos, pero exige que
ese amor vaya creciendo y consolidándose día a día. El amor es algo llamado a
crecer. Los problemas, las dificultades y adversidades de la vida, vividos
conjuntamente por los esposos en actitud matrimonial son ocasión para
profundizar y crecer en un amor cada vez más sólido y realista.
Lo que en
un comienzo pudo ser, sobre todo, «enamoramiento», atracción física, goce
erótico… puede irse afianzando como amor fuerte y gozoso. Pero, además, los
esposos cristianos pueden crecer desde su matrimonio en el amor a Dios y en el
amor a todos los hermanos. Cuando una persona se va llenando de amor, no crece
sólo su relación amorosa hacia alguien, sino que crece su capacidad de amar.
Naturalmente, esto exige cuidar día a día el amor. La infidelidad, el
enfriamiento, la ruptura no es algo que sucede de pronto, de manera imprevista.
Es siempre algo que se viene gestando día a día cuando la relación se va
contaminando de egoísmo, pequeñez, resentimiento, interés, venganzas, rechazos.
5. El matrimonio
como comunidad de mutua comprensión y perdón
El amor matrimonial
muchas veces sólo puede crecer con el perdón. El amor pide siempre respuesta,
pero el cónyuge se puede encontrar con que la persona amada no responde como él
esperaba. El amor puede sentirse traicionado, decepcionado, no correspondido
porque no encuentra una respuesta en la persona amada. Entonces el verdadero
amor se convierte en perdón.
La vida
matrimonial exige una actitud de perdón, de comprensión de la debilidad del
otro, de paciencia, de disponibilidad para la reconciliación. Casarse con una
persona es estar dispuesto a perdonarle siempre. Los esposos cristianos tienen
que recordar, además, que su matrimonio es sacramento del amor de Dios y Dios
perdona siempre. Dios es siempre fiel, aunque nosotros seamos infieles. Esa es
la razón más profunda de la indisolubilidad del matrimonio cristiano. Si el
matrimonio es sacramento de Dios, está llamado a ser fiel, perenne, para
siempre, puesto que así es el amor de Dios. Todo esto exige que los esposos
vayan reconquistando y fortaleciendo día a día su amor matrimonial en una
actitud de perdón y comprensión mutua.
6. El matrimonio
como descubrimiento del amor al hermano
La vida
matrimonial debe ser para los esposos una escuela donde aprendan a amar a
todos. Acogiéndose, ayudándose, perdonándose, los esposos aprenden a acoger,
ayudar, perdonar. Su amor conyugal los capacita para vivir también el amor
fuera del propio hogar. Compartiendo sus gozos y sufrimientos han de aprender a
compartir más los gozos y sufrimientos de todos. Uno de los riesgos del matrimonio
es reducirlo a un «egoísmo compartido». Sin
embargo, si el amor matrimonial es verdadero amor no los encerrará en sí
mismos, sino que los abrirá a los demás. Los esposos cristianos han de recordar
además que se han comprometido a vivir su amor como signo y sacramento del amor
de Dios, y el amor de Dios es universal, no olvida a nadie y se ofrece de
manera especial a los más indefensos, pobres y olvidados. Si quieren hacer de
su amor «sacramento» del amor de Dios, no
pueden encerrarse egoístamente en su amor matrimonial.
Naturalmente,
todo esto exige no encerrarse en los problemas del propio hogar, comprometerse
en la vida social, hacerse presentes junto a los necesitados, colaborar en la
comunidad cristiana, estar atentos a los más olvidados.
7. El matrimonio
como fuente de vida
El
matrimonio ofrece a los esposos la posibilidad de crear un hogar, una familia.
El nacimiento del hijo no tiene por qué ser una carga penosa, un estorbo, una
amenaza para el amor matrimonial. Al contrario, debería ser la culminación, el
sello de ese amor.
Los
esposos cristianos tienen que recordar que su matrimonio es sacramento del amor
de Dios, y Dios es creador de vida. Los esposos están llamados a colaborar con
el Creador en la difusión de la vida. Y ésta es una tarea que abarca diversos
aspectos. Difundir la vida es: hacer nacer nuevos seres humanos sobre la
tierra, educarlos, abrir horizonte a las nuevas generaciones que nos sucederán,
colaborar en la promoción de la humanidad, hacer un mundo mis habitable, promover
unos hogares más humanos donde habite el amor, el diálogo, la verdad, es decir,
hacer crecer el Reino de Dios.
www.mercaba.org
José AntonioPagola
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