Hace algunos días
fui a cenar con un amigo y mientras charlábamos de diferentes tópicos, me
confesó que va poco a Misa. Agregó además que cuando asiste, se la pasa mal, le
parece complicada y el tiempo le resulta infinito; y para darle mayor realce a
sus palabras me dijo: “Honestamente siento que es más un acto religioso y no
toca mi vida. ¡La misa es un rollo de curas!”, sentenció, con un tono algo
agresivo.
Por un momento me
sentí mal, sin saber qué responder; luego le dije: el verdadero problema que
muchos hemos vivido en algún momento de nuestras vidas es la ignorancia
espiritual. ¡Pero tiene arreglo si honestamente buscas conocer, si pedimos al
Espíritu Santo y a la Santísima Virgen María su ayuda! Ya verás -agregué
envalentonado- que será un regalo poder comenzar a comprender y a gustar la
grandeza y profundidad de este poderoso evento llamado Santa Eucaristía.
Continué diciéndole:
el último deseo de Jesús antes de entrar en su pasión, muerte y resurrección
fue cenar con sus discípulos y allí instituyó la Santa Eucaristía. Tenemos que
preguntarnos ¿por qué? y, sobre todo, ¿por qué quiso permanecer en medio de nosotros
como Eucaristía? Si no descubrimos el sentido de aquello que es el alimento
espiritual de nuestras almas, no entenderemos nunca nuestra fe ni nos
encontraremos realmente con Jesucristo como única respuesta de nuestra
existencia.
Mi amigo me miraba fijamente
con sus ojos muy abiertos, y le dije: mira Edgard, recuerda por ejemplo el Acto
Penitencial, esa invitación al inicio de la Misa que nos hace el sacerdote
celebrante a reconocer con humildad nuestros pecados; pudiendo así -al aceptar
con sencillez y humildad nuestra realidad e incapacidades-, encontrarnos con
Nuestro Padre, Dios, el único capaz de colmar todos nuestros vacíos, sanar toda
herida y liberar todo lo que Él considere necesario.
Edgard tomó la
palabra y me dijo que, aunque entiende poco la Misa, trata de rezar y pedirle a
Dios que le permita conocerlo. Después de escucharlo me vino a la mente el
episodio de la Biblia donde Jesús habla de un fariseo y un publicano que van al
templo a orar. El fariseo agradece a Dios por no ser como los demás hombres:
ladrones, injustos, adúlteros… y menos aún, como aquel publicano; este, en
cambio, conociendo su pecado, pide solo misericordia.
Recordé a Edgard que
más de alguna vez a todos nos ocurre lo del fariseo… rezamos, oramos,
dialogamos con el Señor, sin relacionarnos con nadie, sino más bien encerrados
en nosotros mismos, nutriendo pensamientos que exaltan el yo, incapaces de
abrirnos a una relación de amor con Dios. El publicano, en cambio -agregué-,
quien ni siquiera puede esconder su pecado, «manteniéndose a distancia, no se
atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo:
¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!» (Lc 18, 13). Lo cierto es que
Jesús concluye diciendo que este último, a diferencia del fariseo, regresó a su
casa justificado.
“Edgard -le dije, ya para finalizar- todos necesitamos descubrir la
profundidad y belleza de la Santa Misa y la clave para vivirlo es la humildad.
En muchas ocasiones somos como ese fariseo atrapado por sus propios juicios y
prejuicios; como él, todos necesitamos reconocer nuestra falta de amor para así
dejarnos colmar y sanar por el único Amor desinteresado y sin mancha, Aquél que
ha vencido sobre la muerte y nos ha librado definitivamente de todos nuestros
miedos. Este Amor ha tomado una carne y ha querido permanecer en medio de
nosotros, pecadores, a través de la Santa Eucaristía para que, viviendo con Él,
toquemos el cielo en la tierra.
Ricardo
Reyes Castillo
No hay comentarios:
Publicar un comentario