En el artículo que titulé “De la
Ascensión de Jesús en los Evangelios” (pinche aquí si desea conocerlo), al hablar
del tratamiento que del tema hace el cuarto de los evangelistas le definía yo
como “el presumido San Juan” y una lectora de nombre Marta me lo reprochaba vehementemente,
algo por lo que no le culpo, faltaría más, y más bien al contrario, hasta puedo
decir que me alegra que lo hiciera para introducir el tema en esta columna.
“E pur si muove”, o en román paladino y por lo que a nuestro Juan se refiere, “y sin embargo, era un presumido”, un presumido a carta cabal, cualidad o más bien defecto que sin embargo constituye en su caso la mejor firma que podía dejar de su Evangelio, avalando su autenticidad y lo que en este caso es más importante, su autoría, lo que voy a intentar explicar en las siguientes líneas.
“E pur si muove”, o en román paladino y por lo que a nuestro Juan se refiere, “y sin embargo, era un presumido”, un presumido a carta cabal, cualidad o más bien defecto que sin embargo constituye en su caso la mejor firma que podía dejar de su Evangelio, avalando su autenticidad y lo que en este caso es más importante, su autoría, lo que voy a intentar explicar en las siguientes líneas.
Que San Juan es un presumido es algo que
rezuma, se podría decir, casi de cada uno de los versículos de su propio
Evangelio. El “díscipulo
amado”, el “discípulo que Jesús amaba”
es una expresión que utiliza el autor del Cuarto Evangelio en por lo menos
cuatro ocasiones: Jn. 13, 23; Jn. 19, 26; Jn. 21, 7; Jn. 21, 20. Un título el
del “discípulo amado” por el que pasa a la
tradición del cristianismo pero que, sin embargo, sólo se otorga él mismo, y no
se puede hallar en ningún otro evangelio.
Juan nunca se menciona a sí mismo por su nombre en su Evangelio, pero además de las veces en que se refiere a sí mismo como “el discípulo amado”, se refiere en casi una decena más de ocasiones como “un discípulo”, “otro discípulo”, que vuelve a delatar su carácter en absoluto modesto, aquí adornado por lo que cabe definir como auténtica “falsa modestia”.
Esa “falsa modestia” de la que hablamos se manifiesta claramente en por lo menos dos pasajes evangélicos. En el primero, Juan le disputa nada menos que a Pedro, el príncipe de los apóstoles, el honor de haber sido el primero de los apóstoles en conocer que Jesús ha resucitado de esta “falsamente modesta” manera:
“Salieron Pedro y el otro discípulo [¿quién sino Juan?] y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo, pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo [¿quién sino Juan?], el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó [observe el lector que aún no ha afirmado de Pedro que haya creído, pero sí lo ha hecho de sí mismo, el primero, una vez más, este Juan, como siempre, en esta ocasión entre los creyentes en la resurrección de Jesús], pues hasta entonces no habían comprendido que según la escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos” (Jn. 20, 1-10).
No menos revelador a los efectos es todavía, el pasaje con el que el autor del Cuarto Evangelio cierra su libro, en el que leemos:
“Pedro se vuelve y ve, siguiéndoles detrás, al discípulo a quien Jesús amaba [¿quién sino Juan?], que además durante la cena se había recostado en su pecho [¿quién sino Juan?] y le había dicho: ‘Señor, ¿quién es el que te va a entregar?’ [¿quién sino Juan?] Viéndole Pedro, dice a Jesús: ‘Señor, y éste, ¿qué?’ Jesús le respondió: ‘Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme.’ Corrió, pues, entre los hermanos la voz de que este discípulo no moriría. Pero Jesús no había dicho a Pedro: ‘No morirá’, sino: ‘Si quiero que se quede hasta que yo venga.’” (Jn. 21, 20-23).
Fíjense que el Juan que según la tradición escribe el Cuarto Evangelio en Efeso en los albores de su propia vida y se retrata a sí mismo en este pasaje, es un señor de más de noventa años que sin embargo… ¡¡¡ se cree elegido para no morir!!! ¿Cabe mayor vanidad?
Episodios todos cuantos hemos recogido en los que de propia pluma Juan revela su inmensa vanidad, que, por otro lado, cuadran perfectamente con esta escena que narran los otros tres evangelistas pero no, precisamente, como era de esperar en un ser tan vanidoso, nuestro “presumido Juan”.
“Se acercaron a él Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y le dicen: “Maestro, queremos nos concedas lo que te pidamos” Él les dijo: “¿Qué queréis que os conceda?” Ellos le respondieron: “Concédenos que nos sentemos en tu gloria, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”. Jesús les dijo: “No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautizo con que yo voy a ser bautizado?” Ellos le dijeron: “Sí podemos” Jesús les dijo: “La copa que yo voy a beber sí la beberéis y también seréis bautizados con el bautismo que yo voy a ser bautizado: pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quien está preparado”.
“Al oír esto los otros diez empezaron a indignarse contra Santiago y Juan. Jesús, llamándoles les dice: “Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera ser grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del Hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc. 10, 35-45).
Y todo esto ¿qué conclusión permite obtener? Tanta vanidad vertida en el Evangelio se constituye para mí en la mejor firma que Juan podía haber dejado de que es él, y nadie más que él, el autor del Cuarto Evangelio. Juan está hablando de un testigo presencial de los hechos -“Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero.” (Jn. 21, 24) termina Juan su Evangelio-, y ese testigo, a cada hecho que revela haber presenciado, no puede evitar acompañar la tinta con la que escribe del pecado que le adorna y del que, por otro lado, nos anticipan ya en sus escritos sus colegas en el oficio. Una prueba excesivamente críptica como para pretender que ha sido puesta ahí para intentar convencernos de la autoría del Evangelio, pero al mismo tiempo demasiado evidente como para, una vez descubierta, negar que quien escribe el texto es quien dice ser, y un testigo presencial de todo cuanto narra… ¿no les parece?
Y sin más por hoy sino desearles que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos, me despido de Vds. hasta mañana.
Juan nunca se menciona a sí mismo por su nombre en su Evangelio, pero además de las veces en que se refiere a sí mismo como “el discípulo amado”, se refiere en casi una decena más de ocasiones como “un discípulo”, “otro discípulo”, que vuelve a delatar su carácter en absoluto modesto, aquí adornado por lo que cabe definir como auténtica “falsa modestia”.
Esa “falsa modestia” de la que hablamos se manifiesta claramente en por lo menos dos pasajes evangélicos. En el primero, Juan le disputa nada menos que a Pedro, el príncipe de los apóstoles, el honor de haber sido el primero de los apóstoles en conocer que Jesús ha resucitado de esta “falsamente modesta” manera:
“Salieron Pedro y el otro discípulo [¿quién sino Juan?] y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo, pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo [¿quién sino Juan?], el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó [observe el lector que aún no ha afirmado de Pedro que haya creído, pero sí lo ha hecho de sí mismo, el primero, una vez más, este Juan, como siempre, en esta ocasión entre los creyentes en la resurrección de Jesús], pues hasta entonces no habían comprendido que según la escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos” (Jn. 20, 1-10).
No menos revelador a los efectos es todavía, el pasaje con el que el autor del Cuarto Evangelio cierra su libro, en el que leemos:
“Pedro se vuelve y ve, siguiéndoles detrás, al discípulo a quien Jesús amaba [¿quién sino Juan?], que además durante la cena se había recostado en su pecho [¿quién sino Juan?] y le había dicho: ‘Señor, ¿quién es el que te va a entregar?’ [¿quién sino Juan?] Viéndole Pedro, dice a Jesús: ‘Señor, y éste, ¿qué?’ Jesús le respondió: ‘Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme.’ Corrió, pues, entre los hermanos la voz de que este discípulo no moriría. Pero Jesús no había dicho a Pedro: ‘No morirá’, sino: ‘Si quiero que se quede hasta que yo venga.’” (Jn. 21, 20-23).
Fíjense que el Juan que según la tradición escribe el Cuarto Evangelio en Efeso en los albores de su propia vida y se retrata a sí mismo en este pasaje, es un señor de más de noventa años que sin embargo… ¡¡¡ se cree elegido para no morir!!! ¿Cabe mayor vanidad?
Episodios todos cuantos hemos recogido en los que de propia pluma Juan revela su inmensa vanidad, que, por otro lado, cuadran perfectamente con esta escena que narran los otros tres evangelistas pero no, precisamente, como era de esperar en un ser tan vanidoso, nuestro “presumido Juan”.
“Se acercaron a él Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y le dicen: “Maestro, queremos nos concedas lo que te pidamos” Él les dijo: “¿Qué queréis que os conceda?” Ellos le respondieron: “Concédenos que nos sentemos en tu gloria, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”. Jesús les dijo: “No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautizo con que yo voy a ser bautizado?” Ellos le dijeron: “Sí podemos” Jesús les dijo: “La copa que yo voy a beber sí la beberéis y también seréis bautizados con el bautismo que yo voy a ser bautizado: pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quien está preparado”.
“Al oír esto los otros diez empezaron a indignarse contra Santiago y Juan. Jesús, llamándoles les dice: “Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera ser grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del Hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc. 10, 35-45).
Y todo esto ¿qué conclusión permite obtener? Tanta vanidad vertida en el Evangelio se constituye para mí en la mejor firma que Juan podía haber dejado de que es él, y nadie más que él, el autor del Cuarto Evangelio. Juan está hablando de un testigo presencial de los hechos -“Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero.” (Jn. 21, 24) termina Juan su Evangelio-, y ese testigo, a cada hecho que revela haber presenciado, no puede evitar acompañar la tinta con la que escribe del pecado que le adorna y del que, por otro lado, nos anticipan ya en sus escritos sus colegas en el oficio. Una prueba excesivamente críptica como para pretender que ha sido puesta ahí para intentar convencernos de la autoría del Evangelio, pero al mismo tiempo demasiado evidente como para, una vez descubierta, negar que quien escribe el texto es quien dice ser, y un testigo presencial de todo cuanto narra… ¿no les parece?
Y sin más por hoy sino desearles que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos, me despido de Vds. hasta mañana.
Luis
Antequera
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