Su nombre: Pierino Galeone, hijo espiritual del Padre Pío, a quien el capuchino curó cuando estaba desahuciado por
los médicos, al término de la Segunda Guerra Mundial.
Conocí a don Pierino, octogenario
ya, en mayo de 2010, con motivo de mi viaje a San Giovanni Rotondo para componer un libro (Padre Pío. Los milagros desconocidos del
santo de los estigmas) que está causando furor en millares de almas
de medio mundo: España, Italia, Argentina, Brasil, Perú… y hasta Eslovaquia.
Un libro convertido en instrumento del Padre Pío para “dar
más guerra muerto que vivo”, como él mismo prometió. Y fiel a su palabra,
millares de almas, como digo, han retornado ya al Señor por intercesión de este
gran santo después de leer esas páginas. Todavía hoy, al cabo de más de cuatro
años, sigo recibiendo testimonios de
conversiones y/o curaciones en mi correo electrónico.
Ahora, en Un juego de amor. El Padre Pío en nuestro
camino al matrimonio,
he creído oportuno revelar lo que me sucedió entonces con don Pierino, quien,
lo mismo que el Padre Pío, posee el don
de introspección de conciencias: lee tu alma.
Galeone fundó, en 1957, el instituto
Siervos del Sufrimiento por expreso deseo del Padre Pío, con quien
compartió más de veinte años de su vida. ¿Su misión? Extender por el mundo el
gran valor de la penitencia corporal y
espiritual en beneficio de las almas. Personas abnegadas que ofrecen
diariamente sus sacrificios, grandes y pequeños, por la conversión y los
pecados de los demás.
Los Siervos del Sufrimiento están
presentes hoy también en Alemania, Suiza, Austria, Polonia, Hungría, República
Checa, Eslovaquia, Camerún, Togo y, cómo, en España.
En mayo de 2010, viajé a San
Giovanni Rotondo confiado en que el libro del Padre Pío me “saldría gratis”.
Pensé, ingenuo de mí, que ese trabajo literario no diferiría mucho de otros que
ya había emprendido sobre los Borbones o la Guerra Civil española.
Añadiré que la víspera de mi entrevista con don Pierino había confesado con un obispo residente en el mismo convento del Padre Pío. Pero al día siguiente, nada más concluir la conversación con don Pierino, éste me invitó con gesto severo: “José María, confiésate”.
Añadiré que la víspera de mi entrevista con don Pierino había confesado con un obispo residente en el mismo convento del Padre Pío. Pero al día siguiente, nada más concluir la conversación con don Pierino, éste me invitó con gesto severo: “José María, confiésate”.
Acto seguido, extendió las palmas
de sus manos hacía mí, apremiándome: ¡”Dame
tus pecados! ¡Dámelos!”. Imagínese el lector lo que pude llegar a sentir
en aquel instante. “Señor –dije para
mis adentros- si en algo te he ofendido que no sepa, aquí estoy para pedirte
perdón”.
Y entonces, el confesor me
preguntó: “¿Quieres decirme tus pecados
o prefieres que te los diga yo?”. Opté por lo segundo, obnubilado.
Comenzó así a enumerarme con pelos y
señales todos y cada uno de los pecados cometidos desde que hice la Primera
Comunión, a los seis años. Cada ofensa, que hasta ese mismo instante me
había pasado inadvertida, se convirtió en un hachazo en mi alma herida.
Entendí finalmente por qué el Padre Pío me quería pulcro por dentro para abordar un libro que no es mío, sino de él, y que tantas almas está acercando a Dios.
Entendí finalmente por qué el Padre Pío me quería pulcro por dentro para abordar un libro que no es mío, sino de él, y que tantas almas está acercando a Dios.
José
María Zavala
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