miércoles, 8 de octubre de 2014

EL SANTO ROSARIO - II -.


BENEFICIOS Y BENDICIONES DEL ROSARIO


El rezo y la meditación del Santo Rosario tienen enormes beneficios y bendiciones.

El rezo y la meditación del Santo Rosario tienen enormes beneficios. Señalamos algunos que pueden animar a practicar diariamente esta piadosa y multisecular costumbre.

BENEFICIOS:

1. Nos eleva gradualmente al perfecto conocimiento de Jesucristo.

2. Purifica nuestras almas del pecado.

3. Nos permite vencer a nuestros enemigos.

4. Nos facilita la práctica de las virtudes.

5. Nos abrasa en amor de Jesucristo.

6. Nos proporciona con qué pagar todas nuestras deudas con Dios y con los hombres.

7. Nos consigue de Dios toda clase de gracias.

BENDICIONES:

1. Los pecadores obtienen el perdón.

2. Las almas sedientas se sacian.

3. Los que están atados ven sus lazos desechos.

4. Los que lloran hallan alegría.

5. Los que son tentados hallan tranquilidad.

6. Los pobres son socorridos.

7. Los religiosos son reformados.

8. Los ignorantes son instruídos.

9. Los vivos triunfan sobre la vanidad.

10. Los muertos alcanzan la misericordia por vía de sufragios.

LA BATALLA DE LEPANTO Y EL ROSARIO


“Ni las tropas, ni las armas, ni los comandantes, sino la Virgen María del Rosario es la que nos dio la victoria”

EL 7 DE OCTUBRE DE 1571 SE FRENÓ EL AVANCE MUSULMÁN.

ANTECEDENTES

En 1566 es elegido como Pontífice Pío V, el cual tenía el deseo de conclamar a la Cristiandad para un doble combate; contra el protestantismo y contra el adversario otomano, a lo que invitó a los príncipes católicos a concretar una alianza contra el Sultán. En esa época Pío V escribió una carta al Gran Maestre de la Orden de San Juan de Jerusalén, -la cual era conocida por los infieles como los Escorpiones del Mediterráneo- quien tenía la intención de abandonar la isla de Malta previendo la inminente victoria de los otomanos, para que no abandonase su puesto le escribió: “Dejad de lado la idea de abandonar la isla. Vuestra simple presencia en Malta inflamará de coraje a los cristianos e impondrá respeto al otomano, por el terror que le tienen al nombre que los fulminó el año pasado. Sabed que él teme vuestra persona más que a todos los soldados reunidos”.

La Valette, el Gran Maestre, leyó la carta del Papa delante del Consejo de la Orden, la besó respetuosamente, luego besó la tierra de la isla y exclamó. “La voz de vuestro vicario, oh Jesús, indica mi deber. Nos quedaremos aquí, y aquí moriremos”. Hacia fines de 1566 Pío V dirige a las naciones católicas un nuevo llamado de alerta haciendo una invitación para unirse en una Liga en defensa de la Cristiandad. Nadie quiere escucharlo, pues están todos ocupados con sus problemas internos.

Pasaron tres años y en 1569 llega a Constantinopla la noticia de que el arsenal veneciano fue destruido por el fuego, y además, debido a una mala cosecha toda la península itálica estaba amenazada por el hambre. En ese momento Selim II rompe la tregua y envía un ultimátum: o Venecia entregaba una de sus posesiones preferidas como lo era Chipre o era la guerra. Venecia pide auxilio pero no quiere tener alianza con España, apenas la mediación papal junto a los demás Estados para conseguir dinero, tropas y víveres. España tampoco quiere una Liga pues Venecia hizo varias veces alianzas con los turcos. Pío V interviene y exhorta a España a mandar una armada poderosa para proteger Malta y garantizar la ruta que llevaría auxilio a la isla de Chipre. La liga entre España y Venecia debería tener un carácter defensivo y ofensivo, mediante un tratado que los ligaría por un tiempo determinado.

Felipe II acepta y envía a sus embajadores, ante lo cual Su Santidad nombra a Marco Antonio Colonna, conocido de Felipe II y Venecia, como jefe de la armada auxiliar pontificia.

SEIS MESES PERDIDOS EN NEGOCIACIONES

Bajo el mando y mediación del Soberano Pontífice comienzan las negociaciones. Con un discurso inflamado el Papa convoca a todos para una nueva cruzada. Lamentablemente los intereses de ambas partes inciden en la demora de los acuerdos.

Los españoles desconfían de las intenciones de los venecianos. A su vez los venecianos dicen que les es imposible contribuir con más de un cuarto de los gastos de la guerra, cuando todos sabían de la riqueza del tesoro veneciano…

Pío V interviene en las discusiones con heroica paciencia y cordura. El mismo sugiere el nombre de Don Juan de Austria como generalísimo de los ejércitos cristianos, joven de 24 años, hermano bastardo de Felipe II, de maneras profundamente aristocráticas que a todos impresiona. Mientras duran las negociaciones una peste ataca la escuadra veneciana y los turcos atacan la isla de Chipre la cual es conquistada luego de 48 días de heroica resistencia. La pérdida de Chipre crea un verdadero desánimo en toda la Cristiandad, llegando incluso a pensar en atacar por separados el peligro turco. Pío V interviene y dice que la culpa la tienen los príncipes católicos, los cuales deberían de arrepentirse de su actitud antes que fuera tarde, y que sólo expiarían sus culpas si resuelven a fin de cuentas, unirse en defensa de la causa d1e la Cristiandad.

El nuncio papal Fachinetti que se encuentra en Venecia en febrero de 1571 anuncia que si no se forma la Liga, existía el peligro de que Venecia pidiera la paz, cediendo Chipre, y deshaciendo la posibilidad de actuar contra los otomanos.

En marzo del mismo año y con apenas dos días de diferencia llegaron las respuestas afirmativas del Rey de España y del Dux de Venecia. Superados los pequeños obstáculos se forma la Liga que debía ser estable, tener un carácter defensivo y ofensivo y actuaría no sólo contra el sultán, sino también contra sus estados tributarios, Argel, Túnez y Trípoli.

La Liga contaría con 200 galeras, 100 transportes, 50 mil infantes españoles, italianos y alemanes, 4.500 de caballería ligera, y el número de cañones necesarios. El Papa se haría cargo con 1/6 de los gastos, España con 3/6, y Venecia con el resto.

PREPARATIVOS PARA LA BATALLA

Su Santidad envía a la Liga un estandarte de damasco de seda azul con la imagen del Crucificado, teniendo a Sus pies las armas del Papa, de España, de Venecia y de Don Juan de Austria, a quien el Papa le había dicho que él iba a luchar por la Fé católica y por eso Dios le daría la victoria.

Don Juan de Austria recibió el estandarte de las manos del Cardenal Granvela, en la Iglesia de Santa Clara con la presencia de muchos nobles, entre los cuales se destacan los Príncipes de Parma y Urbino. “¡Toma dichoso Príncipe, le dice el Cardenal, la insignia del Verbo Humanado; ten la viva señal de la santa Fé, de la cual eres defensor en esta empresa. El te dará una victoria gloriosa sobre el enemigo impío, y por tu mano será abatida la soberbia. Amén!”.

Preocupado con las noticias del avance turco, el Papa Pío V mandó una carta a Don Juan exhortándolo a zarpar hacia Mesina, actuando inmediatamente Don Juan el cual fue recibido con muestras de júbilo a su llegada. Tres semanas llevaba Don Juan deliberando junto a sus oficiales estudiando la forma de actuar, unos querían apenas la defensa otros atacar, Don Juan dudaba. El Nuncio Odescalchi que había llegado a Mesina a distribuir pedacitos del Santo Leño para que cada nave tuviera el suyo, comunicó al Príncipe que el Pontífice le prometía en nombre de Dios la victoria por encima de todos los cálculos humanos y mandaba decirle que si la escuadra fuera derrotada “iría el mismo a la guerra con sus blancos cabellos para vergüenza de los jóvenes indolentes”. Alentado por Su Santidad, Don Juan toma medidas rápidamente, no escaparon las mismas que desde el punto de vista moral el Príncipe tomó para preservar el carácter sacral de la expedición a saber: 1) prohibió la presencia de mujeres a bordo, 2) dictó la pena de muerte por blasfemias 3) mientras esperaba el regreso de una patrulla de reconocimiento, todos ayunaron 3 días y ninguno de los 81.000 marinos y soldados dejó de confesarse y comulgar, haciendo lo mismo los galeotes.

EN DIRECCIÓN A LA BATALLA

Durante los días 16 y 17 de septiembre la flota zarpa del puerto de Mesina. El espectáculo es deslumbrante. Las naves zarpan de a dos, estando coronadas con banderas de color que las distinguía por la disposición que iban a tener en la batalla. Al frente tremulantes las banderas verde de Andrea Doria, comandante de los españoles. De inmediato venía el centro, con las banderas azules y con el gonfalón de Nuestra Señora de Guadalupe sobre La Real, la nave capitana de Don Juan de Austria. Los estandartes del Papa y de la Liga quedaron a cubierto hasta el momento del combate. A la derecha del centro venía Marco Antonio Colonna en la nave capitana del Papa, a la izquierda el veneciano Sebastián Veniero gran conocedor de las luchas en el mar, con sus 70 vigorosos años se encontraba parado altivamente en la proa de su nave. La división de Venecia comandada por el noble Barbarigo los seguía atrás con banderas amarillas; las banderas blancas de Don Alvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz, cerraba aquel imponente cortejo naval. El Nuncio Papal bendecía a cada barco que pasaba con sus cruzados piadosamente arrodillados.

La flota enemiga es localizada en Lepanto, un puerto situado al sur del estrecho de igual nombre que une el Golfo de Patras con el de Corinto. El 6 de octubre el cielo se muestra gris y con neblina, el viento detiene a los católicos y empuja a los otomanos hacia fuera del estrecho de Lepanto facilitando el combate.

El domingo 7 de octubre a las 2 de la madrugada, un viento fresco venido del poniente limpia el cielo prometiendo un día de sol; antes del amanecer las naves católicas levan anclas y se adentran en el estrecho de Lepanto, de inmediato izan la bandera que señaliza la presencia del enemigo. Truena un cañón que ordena formarse para la batalla, en ese momento es izado el estandarte de la Liga en el palo mayor de la nave capitana. En ese momento Don Juan de Austria exclamó. “Aquí venceremos o moriremos”.

FORMACIÓN PARA EL COMBATE

La flota católica buscó extenderse lo más que podía, desde el litoral hasta alta mar. Don Juan comanda el centro, ladeado por Colonna y Veniero; el catalán Requeséns venía un poco más atrás. La escuadra española de Andrea Doria, con 60 naves, forma el ala derecha en dirección hacia alta mar. Las 35 naves del Marqués de Santa Cruz aguardan órdenes en retaguardia para su eventual intervención.

Alí-Pachá el almirante otomano, también dispone su flota para el combate. El Generalísimo turco parece querer embestir por el centro y al mismo tiempo envolver a los cristianos aprovechándose de su superioridad numérica de 286 naves contra 208. El viento soplaba desde el este favorable a los infieles, mientras que los católicos a fuerza de remar se acercaban al enemigo. Cuando las escuadras estuvieron a la vista, el viento amainó.

En la escuadra católica Andrea Doria quiere proponer un consejo de guerra y discutir si convenía o no dar combate a un enemigo numéricamente superior a lo que Don Juan de Austria le contestó “No es la hora de hablar, sino de luchar”, por lo tanto Andrea Doria aconseja que se corten los enormes espolones de las galeras católicas, consejo que es aceptado de inmediato.

El comandante supremo Don Juan de Austria pasa revista a todas las naves llevando en la mano un crucifijo y conclamando con ardor para la lucha inminente. “Este es el día en que la Cristiandad debe mostrar su poder, para aniquilar esta secta maldita y obtener una victoria sin precedentes… Es por voluntad de Dios que estáis aquí, para castigar el furor y la maldad de esos perros bárbaros, todos cuiden de cumplir con su deber. Poned vuestra esperanza únicamente en el Dios de los ejércitos, que reina y gobierna el universo”. A otros decía: “Recordad que vais a combatir por la Fé; ningún débil ganará el Cielo”.

En la armada católica Don Juan de Austria en la Real, se arrodilla y reza, todos sus hombres hacen lo mismo. En medio de un silencio grandioso, los religiosos dan la última bendición y absolución general a los que iban a exponerse a morir por la Fé.

El enemigo a su vez cortaba el silencio con el ruido de sus cornetas, blasfemias, burlas e imprecaciones y decían. “Esos cristianos vinieron como un rebaño de ovejas para que los degollemos”. La orden de Alí-Pachá era la de no hacer prisioneros.

LA BATALLA

Alí-Pachá da un tiro de cañón para llamar a los cristianos a la lucha. Don Juan acepta el desafío respondiendo con otro cañonazo. En ese momento el viento cambia inesperadamente favoreciendo a los cristianos.

El primer cañonazo que parte hacia los infieles hunde una galera y al grito de “victoria, victoria, viva Cristo” los cruzados se lanzan con toda energía a la batalla.

Los turcos buscan dar mayor amplitud a su desplazamiento, para envolver uno de los flancos del adversario. Doria trata de impedir la maniobra, pero se aleja demasiado de la zona que le había sido asignada, abriendo una peligrosa brecha entre el ala de su comando y el centro de la escuadra.

El apóstata italiano Uluch Alí entra por el espacio vacío dejado por Doria. Con sus mejores naves se lanza al combate hacia el centro de los cristianos, y con algunas galeras pesadas mantiene a Doria apartado. En esta maniobra las tropas de Doria son casi aniquiladas, y la reserva del Marqués de Santa Cruz no puede socorrerlo, pues estaba empeñado en auxiliar a los venecianos del ala izquierda junto al litoral. Alí-Pachá conociendo por los santos estandartes la galera de Don Juan, embiste por la proa a la Real, y lanzó sobre ella una horda de Jenízaros escogidos. En ese momento el consejo dado por Doria probó su eficacia; desembarazada del peso que representaba el espolón, la artillería de la nave católica, diezmó la tripulación de la Sultana, la nave de Alí Pachá, en socorro de ésta llegan 7 galeras turcas, las cuales lanzaron más Jenízaros a la lucha sobre el puente ensangrentado de la capitana de Don Juan.

Por dos veces la horda turca penetró hasta el mástil principal de la Real, pero los bravos veteranos españoles los obligaron a retroceder. Don Juan contaba con apenas dos barcos de reserva, su tropa había sufrido muchas bajas y él mismo fue herido en un pie. La situación se iba volviendo cada vez más peligrosa, cuando el Marqués de Santa Cruz, después de liberar a los venecianos, vino en socorro de Don Juan, y éste pudo rechazar a los Jenízaros.

Uno tras otro cayeron, Juan de Córdoba, Fabio Graziani, Juan Ponce de León, el viejo Veniero lucha espada en mano, al frente de sus soldados. El general veneciano Barbarigo cae herido por una flecha que le alcanza un ojo, cuando por dar órdenes a sus hombres apartó el escudo que lo protegía. “Es un riesgo menor a que no me entiendan los hombres en una hora de estas”, respondió Barbarigo a alguien que le advirtió del peligro.

El momento era crítico. Y aún dejaba muchas dudas en cuanto al desenlace de la batalla, cuando Alí-Pachá defendiendo la Sultana de otra embestida cristiana cayó muerto de un tiro de arcabuz español (otra versión indica que se suicidó). Eran las 4 horas de la tarde. El cuerpo del generalísimo de los infieles es arrastrado hacia los pies de Don Juan, un soldado español le corta la cabeza. Esta, por orden de Don Juan es ensartada en la punta de una lanza para que todos la vieran. Un clamor de alegría victoriosa surgió de la nave capitana. Los turcos estaban derrotados y el pánico se apoderó rápidamente entre sus huestes a partir del momento en que el estandarte de Cristo comenzó a flamear en la Sultana.

El veneciano Girolamo Diedo cuenta que “una gran parte de los esclavos cristianos que se encontraba en los navíos enemigos se enteraron que los turcos estaban perdidos. A pesar de los guardias estos infelices multiplicaron sus esfuerzos buscando liberarse y favorecer la victoria de los nuestros. En poco tiempo se los encontraba combatiendo por todos lados donde hay lucha, con un coraje sin igual. Su ardor es aumentado por los gritos que resuenan en todos lados: ¡La victoria es nuestra!”. En los navíos de la Liga, los galeotes que habían sido armados con espadas, abandonaban los remos cuando había abordajes y luchaban valientemente contra los turcos.

Las pérdidas de los infieles fue enorme de 30 a 40 mil muertos, de 8 a 10 mil prisioneros, 120 galeras apresadas y 50 hundidas o incendiadas, numerosas banderas y gran parte de la artillería en poder de los vencedores. Doce mil cristianos que estaban esclavizados alcanzaron la libertad.

El resto de la escuadra enemiga se bate en retirada y se dispersa, mientras las trompetas católicas proclaman a los cuatro vientos la victoria de la Santa Liga en la mayor batalla naval que la historia jamás registrara. Se supo después que en el fragor de la batalla, los soldados de Mahoma avistaron por encima de los mástiles mayores de la escuadra católica una señora que los aterraba con su aspecto majestuoso y amenazador.

NOTICIAS DE VICTORIA LLEGAN A ROMA

Entretanto en Roma el Papa aguardaba las noticias, ayunando y redoblando sus oraciones por la victoria. El mismo Papa insta para que Cardenales, Monjes y fieles hagan lo mismo confiando Su Santidad en la eficacia del Santo Rosario. El día 7 de octubre él trabajaba con su tesorero Donato Cesi el cual exponía los problemas financieros. De repente, se apartó de su interlocutor, abrió una ventana y entró en éxtasis, se volvió hacia su tesorero y le dijo: “Id con Dios. Ahora no es hora de negocios, sino de dar gracias a Jesucristo pues nuestra escuadra acaba de vencer” y se dirigió a su capilla.

En la noche del 21 para el 22 de octubre el Cardenal Rusticucci despierta al Papa para confirmarle la visión que él había tenido. En un llanto varonil San Pío V repitió las palabras del viejo Simeón: “Nunc dimitis servum tuum, Domine, in pace” “Ahora Señor ya puedes dejar ir a tu siervo en paz” (Luc.2,29). En la mañana siguiente es proclamada la feliz noticia en San Pedro luego de una procesión y un solemne Te Deum.

De allí en más, el día 7 de octubre quedó consagrado a nuestra Señora de las Victorias y más tarde al Santo Rosario, en las Letanías Lauretanas se agregó por vox populi la invocación “Auxilium Christianorum” . Capillas con la invocación de Nuestra Señora de las Victorias comienzan a surgir en España e Italia. El senado veneciano coloca debajo del cuadro que representa la batalla la siguiente frase: “Non virtus, non arma, non duces, sed Maria Rosarii Victores nos fecit”; “Ni las tropas, ni las armas, ni los comandantes, sino la Virgen María del Rosario es la que nos dio la victoria” . Génova y otras ciudades mandaron pintar en sus puertas la imagen de la Virgen del Rosario.

La historia es testigo de que la lenta decadencia del poderío naval de los otomanos comenzó con la jornada de Lepanto.

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