Es asombroso que se vea la
aceptación social del aborto como algo progresista, cuando es reaccionario en
grado superior.
El legado
que nos dejó D. Julián Marías, humanista señero, apasionado por el hombre, por
la persona, es gigantesco y plurifacético. Uno de los aspectos por el que sólo
por él merecería pasar a la historia es su gran y fundamentadísima defensa de
la vida humana, que es defensa del hombre como persona, del verdadero
humanismo, sobre todo frente al aborto, al que calificaba de «monstruosidad», y
el hecho de su aceptación social, que estimaba «lo más grave que ha ocurrido,
sin excepción, en el siglo XX».
Sin utilizar la expresión de la «cultura de la muerte» para referirse a esta etapa de la historia, como hizo empero el Papa Juan Pablo II, a quien admiraba, él hablaba, ya inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, de «la pérdida del respeto a la vida humana y del hecho tremendo que se podía llamar la vocación de nuestro tiempo para la pena de muerte y del asesinato», para la eliminación del hombre, en definitiva, la siembra y emergencia de una «cultura de muerte». Sin duda tenía muy presente lo terrible de aquella horrible guerra, el «Holocausto judío», los campos de concentración, la destrucción con que era arrasada Europa por totalitarismos como el nascismo o el comunismo staliniano, y un sin fin de hechos destructores, también en el mundo del pensamiento. Aquello podría ser considerado como pasado, pero el desprecio de la persona y la mentalidad contra la vida humana seguía.
Una realidad tremenda, pero cierta, «que había dominado el espacio de una generación, desde 1930 aproximadamente. La siguiente significó una recuperación de la civilización y el sentido moral, y por tanto del respeto a la vida humana. Pero no duró demasiado: hacia 1960 empezaron ciertos fenómenos sociales inquietantes, y que no han hecho más que crecer y afirmarse», como «el terrorismo organizado –muy organizado, y esto es lo esencial–, la inmensa difusión del consumo de drogas y, sobre todo, la aceptación social del aborto. No el que alguna vez se cometa, cediendo a impulsos fuertes en circunstancias agobiantes, sino el que eso parezca bien, un derecho, tal vez un síntoma de «progresismo». Hay una manifiesta voluntad de ciertos grupos sociales de que se cometan abortos, de que el mundo entero quede contaminado por esa práctica, de que nuestra época se pueda definir por ella, como por otras por la esclavitud o la tortura judicial». (J. Marías).
Es asombroso que se vea la aceptación social del aborto como algo progresista, cuando es reaccionario en grado superior. También J. Marías estaba asombrado y se sentía con un profundo malestar, angustiado, ante ese «progresismo». «Me angustia, decía, el ver a tantas personas que hace muy pocos años se hubiesen horrorizado de esto (el que todos los días se eliminan muchos niños aún no nacidos por el aborto), mejor dicho que se horrorizaban aceptarlo sin pestañear. ¿Por qué? Por muy varias causas, que valdría la pena analizar; pero ante todo por miedo. Por miedo a no estar al día, a ser descalificados por los que hacen la opinión superficial, a ser llamados ‘reaccionarios’, lo cual ha venido a ser el pecado nefando. Poco importa que el aceptar el aborto sea lo más reaccionario que puedo imaginar, la regresión a formas de barbarie prehistóricas o de los albores de la Historia, en que la exposición (o abandono de los niños recién nacidos no queridos tanto en lugares desérticos como públicos) de los niños (a veces de las niñas solamente) era un uso aceptado» (J. Marías).
Por desgracia para la humanidad entera no podemos negar que el «abortismo» que nos ha invadido tan de lleno en los últimos cincuenta años «ha venido a incluirse entre los postulados de la moderna ‘progresía’. En nuestro tiempo es casi inconcebible un progresista antiabortista. Para estos, todo aquel que se opone al aborto libre es un retrógrado» (J. Marías).
Pero, ¿hay, en efecto, algo que vaya más en contra del progreso y desarrollo humano que ir contra el débil y destruirlo, eliminar al indefenso, arrasar al desamparado, cosificar al hombre, privarlo de la dignidad primera que es la vida humana y ser persona inviolable base en que se asienta la libertad...? ¿Se le puede llamar acaso a esto progreso? Todo esto, además, tiene que ver mucho con nuevos totalitarismos; estoy seguro que los se autocalifican de «progresistas» seguramente rechazarán los totalitarismos. Pues bien el aborto entraña la implantación de un poder totalitario. Por esto decía Julián Marías que la «limitación primaria y más evidente de todo poder que pretenda ser legítimo es la que se refiere a la vida misma. No se puede disponer de ella, no se la puede destruir, no se puede privar a nadie de la vida».
Por ello mismo «es absolutamente ilícito el aborto. Ningún poder por legítimo que sea en su orden, tiene poder para privar de la vida a la persona no nacida, que llegará a su plenitud si no se la mata antes. El aborto es un delito o un pecado que se puede cometer, como cualquier otro, y puede haber circunstancias que disminuyan su gravedad. Lo inadmisible es que ningún poder se atribuya el derecho de atentar contra la vida de la persona que está en camino hacia su completa realización, o que reconozca ese derecho a los individuos, favoreciendo así lo que en mi opinión es lo más grave que ha ocurrido en el siglo XX: la aceptación social del aborto, incluso la creencia de que es un avance o un progreso, y no una regresión a las formas más oscuras de la historia, como la tortura judicial o la esclavitud» (J. Marías). Entre tanto me permito pedir o «aconsejar» a los que están en la cosa pública, a legisladores, educadores, publicistas, que se acerquen a D. Julián Marías, descubran su pensamiento, sus razones, sus reflexiones tan lúcidas y luminosas y sus enseñanzas de tan largo alcance y capacidad de generar un gran futuro para la sociedad y para el hombre. Al menos habrá menos frivolidad y superficialidad que la está en el actual debate sobre el aborto y mucha más responsabilidad y compromiso con el hombre, con la justicia y el derecho, para salir de donde estamos y caminar por derroteros de una sociedad más y verdaderamente humana, no deshumanizada ni deshumanizadora.
© La Razón
Sin utilizar la expresión de la «cultura de la muerte» para referirse a esta etapa de la historia, como hizo empero el Papa Juan Pablo II, a quien admiraba, él hablaba, ya inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, de «la pérdida del respeto a la vida humana y del hecho tremendo que se podía llamar la vocación de nuestro tiempo para la pena de muerte y del asesinato», para la eliminación del hombre, en definitiva, la siembra y emergencia de una «cultura de muerte». Sin duda tenía muy presente lo terrible de aquella horrible guerra, el «Holocausto judío», los campos de concentración, la destrucción con que era arrasada Europa por totalitarismos como el nascismo o el comunismo staliniano, y un sin fin de hechos destructores, también en el mundo del pensamiento. Aquello podría ser considerado como pasado, pero el desprecio de la persona y la mentalidad contra la vida humana seguía.
Una realidad tremenda, pero cierta, «que había dominado el espacio de una generación, desde 1930 aproximadamente. La siguiente significó una recuperación de la civilización y el sentido moral, y por tanto del respeto a la vida humana. Pero no duró demasiado: hacia 1960 empezaron ciertos fenómenos sociales inquietantes, y que no han hecho más que crecer y afirmarse», como «el terrorismo organizado –muy organizado, y esto es lo esencial–, la inmensa difusión del consumo de drogas y, sobre todo, la aceptación social del aborto. No el que alguna vez se cometa, cediendo a impulsos fuertes en circunstancias agobiantes, sino el que eso parezca bien, un derecho, tal vez un síntoma de «progresismo». Hay una manifiesta voluntad de ciertos grupos sociales de que se cometan abortos, de que el mundo entero quede contaminado por esa práctica, de que nuestra época se pueda definir por ella, como por otras por la esclavitud o la tortura judicial». (J. Marías).
Es asombroso que se vea la aceptación social del aborto como algo progresista, cuando es reaccionario en grado superior. También J. Marías estaba asombrado y se sentía con un profundo malestar, angustiado, ante ese «progresismo». «Me angustia, decía, el ver a tantas personas que hace muy pocos años se hubiesen horrorizado de esto (el que todos los días se eliminan muchos niños aún no nacidos por el aborto), mejor dicho que se horrorizaban aceptarlo sin pestañear. ¿Por qué? Por muy varias causas, que valdría la pena analizar; pero ante todo por miedo. Por miedo a no estar al día, a ser descalificados por los que hacen la opinión superficial, a ser llamados ‘reaccionarios’, lo cual ha venido a ser el pecado nefando. Poco importa que el aceptar el aborto sea lo más reaccionario que puedo imaginar, la regresión a formas de barbarie prehistóricas o de los albores de la Historia, en que la exposición (o abandono de los niños recién nacidos no queridos tanto en lugares desérticos como públicos) de los niños (a veces de las niñas solamente) era un uso aceptado» (J. Marías).
Por desgracia para la humanidad entera no podemos negar que el «abortismo» que nos ha invadido tan de lleno en los últimos cincuenta años «ha venido a incluirse entre los postulados de la moderna ‘progresía’. En nuestro tiempo es casi inconcebible un progresista antiabortista. Para estos, todo aquel que se opone al aborto libre es un retrógrado» (J. Marías).
Pero, ¿hay, en efecto, algo que vaya más en contra del progreso y desarrollo humano que ir contra el débil y destruirlo, eliminar al indefenso, arrasar al desamparado, cosificar al hombre, privarlo de la dignidad primera que es la vida humana y ser persona inviolable base en que se asienta la libertad...? ¿Se le puede llamar acaso a esto progreso? Todo esto, además, tiene que ver mucho con nuevos totalitarismos; estoy seguro que los se autocalifican de «progresistas» seguramente rechazarán los totalitarismos. Pues bien el aborto entraña la implantación de un poder totalitario. Por esto decía Julián Marías que la «limitación primaria y más evidente de todo poder que pretenda ser legítimo es la que se refiere a la vida misma. No se puede disponer de ella, no se la puede destruir, no se puede privar a nadie de la vida».
Por ello mismo «es absolutamente ilícito el aborto. Ningún poder por legítimo que sea en su orden, tiene poder para privar de la vida a la persona no nacida, que llegará a su plenitud si no se la mata antes. El aborto es un delito o un pecado que se puede cometer, como cualquier otro, y puede haber circunstancias que disminuyan su gravedad. Lo inadmisible es que ningún poder se atribuya el derecho de atentar contra la vida de la persona que está en camino hacia su completa realización, o que reconozca ese derecho a los individuos, favoreciendo así lo que en mi opinión es lo más grave que ha ocurrido en el siglo XX: la aceptación social del aborto, incluso la creencia de que es un avance o un progreso, y no una regresión a las formas más oscuras de la historia, como la tortura judicial o la esclavitud» (J. Marías). Entre tanto me permito pedir o «aconsejar» a los que están en la cosa pública, a legisladores, educadores, publicistas, que se acerquen a D. Julián Marías, descubran su pensamiento, sus razones, sus reflexiones tan lúcidas y luminosas y sus enseñanzas de tan largo alcance y capacidad de generar un gran futuro para la sociedad y para el hombre. Al menos habrá menos frivolidad y superficialidad que la está en el actual debate sobre el aborto y mucha más responsabilidad y compromiso con el hombre, con la justicia y el derecho, para salir de donde estamos y caminar por derroteros de una sociedad más y verdaderamente humana, no deshumanizada ni deshumanizadora.
© La Razón
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