La
tentación más sutil y más engañosa: hacer el mal para obtener cosas buenas,
cosas muy buenas.
No
triunfa el mal cuando mata a los buenos, cuando encarcela a los inocentes,
cuando roba a unos ancianos, cuando esclaviza a los más débiles. No triunfa el
mal cuando lleva a la cárcel a quien no tiene culpa, cuando denigra a un
político honesto, cuando hace que fracase un empresario que buscaba el bien de
sus obreros. No triunfa el mal cuando un fanático impone sus ideas a millones
de personas, cuando las encadena bajo una dictadura despiadada en la que los
enemigos son asesinados o encarcelados de modo sistemático.
La verdadera victoria del mal consiste en que los buenos acepten, también ellos, hacer el mal con tal de vencer a los malos, para imponer la justicia, para dominar al enemigo criminal.
Tolkien se dio cuenta de este peligro mientras escribía El Señor de los anillos. Vivía entre las bombas y las angustias de la Segunda Guerra Mundial, y observaba con pena cómo el deseo de los buenos de vencer al reino del mal, al Tercer Reich, carcomía poco a poco algunos corazones, y los llevaba a cometer injusticias sumamente graves.
Tolkien explicita esta idea en algunas de sus cartas. Escogemos una dirigida a su hijo Christopher, el cual estaba destinado como soldado en África del Sur en los días de la terrible guerra:
“Estamos intentando conquistar a Sauron a través del uso del anillo. Y lo lograremos (parece). Pero el precio será, como tú bien sabes, el de alimentar nuevos Saurones y transformar lentamente a los hombres y a los elfos en orcos” (carta a Christopher Tolkien, 4 de mayo de 1944).
Hitler (representado por Sauron) fue vencido. La victoria, sin embargo, no se logró sin abusos, sin crímenes, sin atrocidades sobre civiles. La búsqueda del triunfo a cualquier precio llevó a bombardeos sobre ciudades indefensas y a otras injusticias que merecen una profunda atención por parte de la historia.
Vencer al mal a través del mal puede dar una extraña sensación de eficacia. En el fondo, sin embargo, es el mayor fracaso, es el inicio de nuevos males, es la decadencia de quien, teniendo la razón, habiendo sido bueno, ha entrado en la lógica del “poder”. Un poder que esclaviza (lo explica Tolkien en otra carta, tal vez escrita en 1951) a quien lo usa.
El abuso del poder se repite en tantos otros momentos de la historia humana. Algunos científicos nos prometen curaciones y terapias maravillosas (deseadas por todos) a través de la injusta destrucción de embriones. Organizaciones no gubernativas hablan de reducir la mortalidad materna (¿hay alguien que se oponga a un objetivo tan urgente y tan bueno?) a través de la legalización del “aborto seguro”, a través del crimen del hijo no nacido. Hay quienes luchan por terminar con la pobreza en el mundo a base de impedir que los pobres tengan hijos, incluso a través de esterilizaciones forzadas o de presiones para el uso de medios anticonceptivos, algunos claramente dañinos para la mujer.
La lista podría aumentarse. En nombre del bien, siempre en nombre del bien, muchos deciden “usar el anillo”. También en cosas pequeñas, en nuestra vida cotidiana. Copiar en un examen para que los padres estén contentos por mi nota. Engañar a un amigo para mejorar mi situación laboral y traer más dinero a la familia. Buscar trucos para evitar el pago de impuestos justos con el fin (bueno, siempre bueno) de dar mayor competividad a la empresa. Denunciar a un político malo (malo de verdad) a través de calumnias inventadas que, quizá, muestran más mi miseria moral que la del político a quien intento llevar a los tribunales.
El anillo tienta, hoy como ayer. De mil modos. Con la tentación más sutil y más engañosa: hacer el mal para obtener cosas buenas, cosas muy buenas.
Mientras, la conciencia llora, el corazón se hace pequeño, y nos hacemos un poco orcos, como decía Tolkien. La victoria alcanzada “para hacer el bien”, se ha convertido en la peor victoria: en una victoria del mal que nos ha atrapado y nos ha hecho entrar en la lógica del abuso, de la injusticia, de la violación de los principios que hacen a un hombre realmente bueno.
Quizá habrá que cerrar los ojos y no mirar más al anillo. Quizá habrá que reconocer que no vence quien calumnia a un inocente para evitar la cárcel, sino que vence el hombre honesto que prefiere ser encarcelado para no denunciar en falso a un compañero.
Quizá tenía razón un judío de Tarso, llamado Pablo, que se encontró con Jesús, que aprendió la ley del Evangelio, que nos escribió (bajo la luz del Espíritu Santo): “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien” (Rm 12,21).
La verdadera victoria del mal consiste en que los buenos acepten, también ellos, hacer el mal con tal de vencer a los malos, para imponer la justicia, para dominar al enemigo criminal.
Tolkien se dio cuenta de este peligro mientras escribía El Señor de los anillos. Vivía entre las bombas y las angustias de la Segunda Guerra Mundial, y observaba con pena cómo el deseo de los buenos de vencer al reino del mal, al Tercer Reich, carcomía poco a poco algunos corazones, y los llevaba a cometer injusticias sumamente graves.
Tolkien explicita esta idea en algunas de sus cartas. Escogemos una dirigida a su hijo Christopher, el cual estaba destinado como soldado en África del Sur en los días de la terrible guerra:
“Estamos intentando conquistar a Sauron a través del uso del anillo. Y lo lograremos (parece). Pero el precio será, como tú bien sabes, el de alimentar nuevos Saurones y transformar lentamente a los hombres y a los elfos en orcos” (carta a Christopher Tolkien, 4 de mayo de 1944).
Hitler (representado por Sauron) fue vencido. La victoria, sin embargo, no se logró sin abusos, sin crímenes, sin atrocidades sobre civiles. La búsqueda del triunfo a cualquier precio llevó a bombardeos sobre ciudades indefensas y a otras injusticias que merecen una profunda atención por parte de la historia.
Vencer al mal a través del mal puede dar una extraña sensación de eficacia. En el fondo, sin embargo, es el mayor fracaso, es el inicio de nuevos males, es la decadencia de quien, teniendo la razón, habiendo sido bueno, ha entrado en la lógica del “poder”. Un poder que esclaviza (lo explica Tolkien en otra carta, tal vez escrita en 1951) a quien lo usa.
El abuso del poder se repite en tantos otros momentos de la historia humana. Algunos científicos nos prometen curaciones y terapias maravillosas (deseadas por todos) a través de la injusta destrucción de embriones. Organizaciones no gubernativas hablan de reducir la mortalidad materna (¿hay alguien que se oponga a un objetivo tan urgente y tan bueno?) a través de la legalización del “aborto seguro”, a través del crimen del hijo no nacido. Hay quienes luchan por terminar con la pobreza en el mundo a base de impedir que los pobres tengan hijos, incluso a través de esterilizaciones forzadas o de presiones para el uso de medios anticonceptivos, algunos claramente dañinos para la mujer.
La lista podría aumentarse. En nombre del bien, siempre en nombre del bien, muchos deciden “usar el anillo”. También en cosas pequeñas, en nuestra vida cotidiana. Copiar en un examen para que los padres estén contentos por mi nota. Engañar a un amigo para mejorar mi situación laboral y traer más dinero a la familia. Buscar trucos para evitar el pago de impuestos justos con el fin (bueno, siempre bueno) de dar mayor competividad a la empresa. Denunciar a un político malo (malo de verdad) a través de calumnias inventadas que, quizá, muestran más mi miseria moral que la del político a quien intento llevar a los tribunales.
El anillo tienta, hoy como ayer. De mil modos. Con la tentación más sutil y más engañosa: hacer el mal para obtener cosas buenas, cosas muy buenas.
Mientras, la conciencia llora, el corazón se hace pequeño, y nos hacemos un poco orcos, como decía Tolkien. La victoria alcanzada “para hacer el bien”, se ha convertido en la peor victoria: en una victoria del mal que nos ha atrapado y nos ha hecho entrar en la lógica del abuso, de la injusticia, de la violación de los principios que hacen a un hombre realmente bueno.
Quizá habrá que cerrar los ojos y no mirar más al anillo. Quizá habrá que reconocer que no vence quien calumnia a un inocente para evitar la cárcel, sino que vence el hombre honesto que prefiere ser encarcelado para no denunciar en falso a un compañero.
Quizá tenía razón un judío de Tarso, llamado Pablo, que se encontró con Jesús, que aprendió la ley del Evangelio, que nos escribió (bajo la luz del Espíritu Santo): “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien” (Rm 12,21).
Autor: P.
Fernando Pascual
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