El Sacramento de la Penitencia.
Jesús dejó a su Iglesia el poder
de perdonar, de modo que el proceso de nuestra reconciliación pasara por un
sacramento visible. No es, por tanto, una arbitrariedad o una necedad que
debamos ir al sacerdote para exponer nuestros delitos y solicitar el perdón.
Así lo estableció nuestro Señor Jesucristo; ésa fue su primera resolución luego
de salir del sepulcro; tenía prisa de dejar al mundo el cauce por el que
fluyeran las aguas purificadoras para los corazones manchados. La tarde misma
del día de su resurrección, una vez que nos había reconciliado con el Padre por
medio de su muerte, Jesús se apareció a los Apóstoles, en el amplio salón donde
se había realizado la Última Cena. Los discípulos retrocedieron asombrados con
una mezcla de temor y gozo, mientras Jesús les hablaba para serenarlos. Pero
dejemos que sea san Juan (20, 19-23) quien nos lo narre: ‘Jesús vino y puesto
en medio de ellos les dijo: La paz esté con ustedes. Y diciendo esto les mostró
las manos y el costado. Los discípulos se alegraron viendo al Señor. Él
repitió: la paz esté con ustedes. Como me envió mi Padre, así los envío yo.
Diciendo esto sopló y les dijo: Reciban el Espíritu Santo; a quien perdonaren
los pecados les serán perdonados; a quienes se los retengan, les quedan
retenidos’.
En palabras menos sublimes, lo
que Jesús dijo fue: ‘En cuanto Dios, tengo poder de perdonar los pecados. Ahora
les transmito a ustedes el uso de ese poder. Ustedes serán mis representantes;
cualquiera que sea el pecado que perdonen, yo lo perdonaré. Cualquier pecado
que no perdonen, yo no lo perdonaré’. Jesús sabía bien que muchos perderíamos
la gracia, la participación en la propia vida divina que se nos dio en el
Bautismo. Y como la misericordia de Dios es infinita e inagotable, Él dispuso
darnos una segunda oportunidad (y una tercera, y una cuarta, y mil o un millón,
si hiciera falta), para aquellos que recayéramos en el pecado.
Si nos gusta o no el modo
establecido para recibir el perdón de los pecados es algo secundario. Hemos de
aceptarlo porque es de institución divina, es decir, porque Jesús lo determinó
así, igual que los otros seis sacramentos. Pero por encima de nuestras
preferencias personales habríamos de manifestarle una gratitud profunda por
este maravilloso medio de la gracia. Ahí se nos perdona todo, y no una vez sino
cuantas acudamos con actitud sincera. Sería demasiado terrible ir llevando a
cuestas por la vida, mes tras mes y año tras año, las pesadas piedras de los
pecados de toda nuestra existencia. En el sacramento de la confesión Dios los perdona
y los olvida. Las piedras grandes, las medianas y las pequeñas que venían
aplastando nuestra conciencia ya no cargan más sobre nuestros hombros. Han
quedado pulverizadas, destruidas; aún más: han desaparecido. La preciosa Sangre
de Cristo, precio de nuestra redención, derramada toda en la cima del Calvario,
tiene la virtud purificadora más asombrosa que podemos imaginar. Perdona todo y
al instante, independientemente del número y la gravedad. Como el sacrificio de
Jesús es sobreabundante, ha quedado saldada toda deuda posible. La conciencia
se libera: si volvemos a fallar -ni Dios ni nosotros lo queremos, pero somos
también conscientes de nuestra debilidad-, no será la número cien o la mil,
sino la primera, porque Dios perdona y olvida. La sensación de ligereza y paz
en nuestra alma luego de una confesión bien hecha es señal clara de lo ocurrido
en nuestro interior. ¿Seguiremos, después de todo, considerando este sacramento
como una desagradable y temible confrontación? ¿O diremos, como Santa Catalina
de Siena, sabiendo que al confesarse recibía el torrente de misericordia
fluyendo del costado abierto del Jesús, “voy a la Sangre”?
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