Padre Pío, un misterio post-moderno
Intelectuales ya nietos de Voltaire, Renan y Zola, no desdeñan aún hoy
medirse con el misterio testimoniado por el padre Pío, muerto hace treinta años,
rodeado del kitsch de una devoción proletaria que ha acabado por contagiar (o,
al menos, por fascinar)hasta a snobs y descreídos.
Para su coleto, incluso el cronista que escribe estas líneas podría
atestiguar cuántos, con elegantes e insospechados monederos, ha visto asomar la
imagen del viejo con la barba blanca y con los mitones de lana para cubrir sus
estigmas. Y sólo quien recorre el mundo atento a este tipo de realidades sabe
cuán extendido, universal y fervoroso -y, al mismo tiempo, cuán escondido y
discreto- es el culto dedicado a este tosco hijo de agricultores de la
Campania, que nunca puso los pies fuera de su remoto convento.
Un salto atrás en el tiempo, en las raíces de este misterio
post-moderno: mientras Francesco Forgione nacía, en 1887, en la remota y mísera
Pietralcina, Francesco Crispi formaba en Roma su primer gabinete de Gobierno.
Entre las medidas adoptadas, ese mismo año, por el jefe del Gobierno, estaba la
orden de quitar el crucifijo de todas las aulas de las escuelas del Reino; ese
signo de oscurantismo, si no de barbarie (Crucificado mártir, tú crucificas a
los hombres/ tú contaminas el aire de tristeza, así apostrofaba Carducci a
Jesús), no debía tener su sitio allí donde se forjaba la nueva Humanidad.
El hijo de unos agricultores de Pietralcina tenía 7 años en 1894,
cuando, a bombo y platillo, y con una tirada inicial de cien mil ejemplares, se
lanzaba Lourdes. En esa novela, Zola, apóstol venerado del positivismo ateo, se
condolía, paternal, de los pobres peregrinos que iban a la gruta, retaguardia
anacrónica de un pueblo en vías de extinción, desperdigado por la luz cada vez
más viva de la ciencia.
El entonces fraile capuchino, con el nombre religioso de padre Pío de
Pietralcina, tenía 30 años en 1917, cuando Lenin conquistaba el poder e
iniciaba el más radical y violento intento de la Historia de confinar entre las
monstruosidades de un pasado a olvidar, no sólo el cristianismo, sino cualquier
tipo de fe ultraterrena.
Se podría continuar, de etapa en etapa: la de, por ejemplo, 1933 (46
años para el recluso en el convento de Gargano) cuando el inspirado autodidacta
de Braunau pedía a Himmler que se convirtiera en el Superior Mayor del Nuevo
Orden Místico de la Raza Elegida: las SS, como modernos apóstoles, debían
erradicar esa religión de eunucos y de esclavos inventada por el judío Pablo de
Tarso.
Tampoco le falta significado a la fecha de su muerte: Padre Pío pasó a
la otra vida, cruzando las puertas de la muerte (dies natalis, día del
verdadero nacimiento, para la fe) justo cuando terminaba el fatal verano del
68. Hordas de peludos hijos de la burguesía privilegiada rasgueaban en sus
guitarras las notas de una de sus cult-songs: Dios ha muerto.
Y hoy, hénos aquí, tras treinta años de la muerte de aquel fraile.
Guardándonos, obviamente, de cualquier fácil tentación apologética, nos
limitamos a constatar una realidad tan objetiva como impensable: la marea de la
Historia se ha tragado a todos los profetas, misioneros, discípulos de aquellos
ismos que estaban seguros de tener el futuro para ellos. Lo moderno de las
ideologías ha desembocado por sorpresa en esa tierra desconocida a la que, por
falta de un término adecuado, llamamos postmodernismo. Lugar -que es el nuestro
de hoy- donde un pueblo inmenso, cada vez más grande, de toda clase social, de
todo país, pega en la pantalla de sus ordenadores la estampa de un ajeno
llegado a nosotros directamente desde la Edad Media. En las trasmisiones de
televisión que llenan cualquier audiencia o share, en los sitios de Internet
desmañados, se desgranan los mensajes de un fraile estigmatizado, que combatía
con los demonios, que recordaba el infierno y señalaba al paraíso, que revelaba
el futuro a los inseguros, que curaba a los enfermos, que aparecía por
bilocación a quien le invocaba en la necesidad.
Caso extraño. No faltan los expertos de toda disciplina sociológica que
intentan descifrarlo. Para no arriesgarse a comprender, olvidando lo que todo
creyente bien sabe, cuando medita las palabras de san Pablo en su primera carta
a los cristianos de Corinto: Dios ha elegido lo necio del mundo para confundir
a los sabios, lo débil del mundo para confundir a los fuertes, lo innoble, lo
despreciado, la nada... Una buena seña de identidad, en la paradoja evangélica,
para ese hombre de Evangelio desnudo y crudo que fue, que es, el Siervo de Dios
(pronto Beato) Pío de Pietralcina.
Vittorio Messori
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