Una vez que la Iglesia es legalizada y pasa a formar parte de las fuerzas vivas de la sociedad, proceso que como sabemos inicia el Emperador Constantino, su jefe se convierte en una de las personas con más ascendiente sobre la misma, y los emperadores, conscientes de ello, y en una manifestación más del cesaropapismo al uso, toman parte activa en la elección de su persona.
La primera intervención imperial directa conocida es la efectuada en la elección de Bonifacio I (418-422). A partir de ese momento, se establece la costumbre de que el elegido obispo de Roma no tome posesión hasta ser confirmado por el emperador, trámite más pesado de lo que se pueda pensar, pues no se olvide que para ese entonces, la sede imperial se halla bien lejos de Roma, nada menos que en Constantinopla.
Cuando el papado romano se sacude la tutela constantinopolitana y se acoge a la del Emperador occidental, cosa que ocurre en los tiempos de Carlomagno, en el s. IX, la cosa incluso empeora. Y aunque Roma se resista, el juego de los equilibrios políticos de cada momento produce situaciones en las que indudablemente el Emperador influye grandemente en la elección del Papa: tal es el caso, v.gr., del Emperador Otón III en la elección de Gregorio V (996-999), y en la de Silvestre II (999-1003); o el del Emperador Enrique III en las de Clemente II 1046-1047), Dámaso II (1048), y San León IX (1049-1054) en los tiempos del llamado Seculum Obscurum, en la que si nociva resulta para la Iglesia la intromisión del poder imperial, no menos resultará la de las familias romanas que se adueñan de la institución, Spoletos, Túsculos y otras.
No por casualidad nada más finalizar el Seculum Obscurum con el pontificado de San León IX (1049-1054), se empiezan a tomar las decisiones que conducen a la regulación definitiva y a la dignificación de la elección papal. En esa línea, el Papa Nicolás II (1059-1061) decide que sólo los obispos cardenales sean electores papales, bien que hayan de someter su elección tanto a los miembros del clero como a los laicos. Víctor III (1086-1087), beato de la Iglesia, no pedirá ya la ratificación imperial, y desde él no lo hará ningún otro Papa, con lo que el Romano Pontífice se desembaraza de tan penoso y humillante trámite.
De los decretos papales, el tema pasa a los concilios: el de Letrán II (1139) revalida que sólo los cardenales tomen parte en la elección del Papa; el de Letrán III (1179), ecuménico como el anterior, aprueba que la mayoría exigible para la elección sea de dos tercios de los mismos.
La ambiciosa mayoría de dos tercios establecida en Letrán, -aún hoy vigente aunque Juan Pablo II establezca un breve paréntesis en el que el Papa podía llegar a ser elegido por una simple mayoría absoluta luego restablecida por Benedicto XVI-, no tardará en pasar factura, lo que ocurrirá tan pronto como en 1268, cuando a la muerte de Clemente IV (1265-1268), los cardenales pasen tres años sin encontrar un sucesor, no siendo capaces de lograr más acuerdo que el de nombrar unos comisionados para que elijan el Papa, mediante el sistema que se da en llamar per compromissum.
El suceso servirá para que, elegido Papa Gregorio X (1271-1276), éste ponga manos a la obra y en el II Concilio de Lyon (1274), reglamente definitivamente todo lo relativo a la elección papal, llegándose así al importantísimo decreto “Ubi periculum maius” que crea los famosos “cónclaves” (del latín cum=con clave=llave, con llave), así llamado el lugar en el que, de ahí en adelante, se reunirán los cardenales electores para elegir papa, y por extensión, todo el proceso que conduce a la elección papal, en situación de absoluta reclusión y aislamiento con el exterior, y con un régimen que permite incluso reducir sus vituallas tras tres días de deliberaciones infructuosas, y nuevamente otra vez, dos días después.
Luis Antequera
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