domingo, 21 de octubre de 2012

SOBREPONER LA ESPERANZA


SOBREPONER LA ESPERANZA I

Ese Reino "que no tendrá fin" tenemos pues razones de peso para considerarlo muy próximo, a pesar de las circunstancias que lo preceden, a las que se sobrepone nuestra esperanza.

El conjunto de la Revelación divina contenida en las Sagradas Escrituras, concluye con una afirmación reconfortante de Jesucristo: “Sí, vengo pronto” (cf. Ap 22, 20). Es un Sí rotundo, cargado de intención, precisamente porque ha sido pronunciado como respaldo de los avisos proféticos de los últimos tiempos, necesitados de refrendo para sobreponerse a la negación coriácea de estas vísperas descreídas. El capítulo XIII del Evangelio de San Lucas contiene una advertencia complementaria a ese anuncio final del retorno del Señor: “Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, os pondréis los que estéis fuera a llamar a la puerta, diciendo: ¡Señor ábrenos! Y os responderá: No sé de donde sois. Entonces empezaréis a decir: Hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas; y os volverá a decir: No sé de donde sois. ¡Retiraos de mí todos los agentes de injusticia!”.

Aunque ambos textos refieren el retorno del Señor, en realidad apuntan dos perspectivas diferentes y complementarias: La frase final del Apocalipsis viene a reforzar nuestra esperanza de restauración universal y tiene una proyección de justicia centrada en el juicio de las naciones; mientras que la advertencia del Evangelio contiene la aclaración, paralela, de la justicia particular, personalizada, que acompañará a dicho acontecimiento: Porque, si bien cada uno tendrá, más temprano o más tarde, su particular relación con esa puerta, no es menos cierto que todos estamos a punto de comparecer, colectivamente, ante “el dueño de la casa”.

Ambas perspectivas delimitan nuestra esperanza, alimentando por un lado la tensión por el retorno (Mt 5, 6) que siempre ha informado al verdadero cristianismo; y advirtiéndonos, por otro, del riesgo de que esperemos una alborada sin justicia personalizada, engañados por vivencias místicas o carismáticas no traducidas en autenticidad cristiana.

La espera del juicio de las naciones necesita sustentarse sobre esa actitud de conversión y cambio de vida, en la que venimos insistiendo en artículos precedentes, sin la cual nuestra disposición será dramáticamente insuficiente: No bastan, en esta hora, las invocaciones de la misericordia ayunas de esfuerzo sostenido de vida cristiana. Son peligrosas también aquellas influencias que ponen el énfasis en la recepción de iluminaciones y dones extraordinarios, si descuidan la abnegación, la humildad y el esfuerzo cotidiano de auto-vencimiento… Las estrategias actuales del enemigo son retorcidas y burlarán nuestro discernimiento, si no media una humildad mariana. Los engaños de este tiempo son extraordinarios. Al respecto conviene meditar la advertencia siguiente, de Ana Catalina Emmerick: “Ninguna desviación lleva a consecuencias tan desastrosas y es tan difícil de curar como este orgullo del espíritu por el cual el hombre pecador pretende llegar a la suprema unión con Dios sin pasar por el camino laborioso de la penitencia, sin practicar incluso las primeras y más necesarias de las virtudes cristianas y sin otra guía que el sentimiento íntimo y la luz que da al alma la certeza infalible de que Cristo opera en ella…” (Vie d´Anne-C.E., I, 536) En pocas palabras: La contrición hay que confirmarla con los hechos y la predilección corresponderla con entrega.

Estar a la espera del retorno inminente del Señor, redescubriendo el horizonte del Evangelio, no es una opción prescindible, sino una necesidad imperiosa. A los más reacios quizá no se les exija marcar esa inminencia en la agenda de sus vidas, como hacemos sin rebozo algunos; pero a todos los discípulos de Jesucristo, sin excepción, se nos pide permanecer alerta ante la eventualidad del gran acontecimiento: “Estad atentos y vigilad…No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos” (cf. Lc 13, 33-37). La opción de un “cristianismo” sin expectación de la Segunda Venida no existe en el Evangelio. Porque la tensión escatológica, urgida en los capítulos culminantes de los sinópticos (Mt 24, Mc 13, Lc 21) inmediatamente antes de las narraciones de la Pasión, constituye el nervio mismo del Evangelio y la llamada más insistente de Jesús. Sin esos capítulos densos y proféticos, nuestro anuncio se convierte, efectivamente, en una retórica homologable en el sincretismo anticrístico.

“La fuerte llamada del futuro indica la poderosa energía de esperanza que poseía el primer cristianismo” – P. Ermes Ronchi dixit – energía que, en realidad, aun puede mostrar la Iglesia a despecho de las tentaciones positivistas, y que se revela cuando ella se hace signo de contradicción. La Pasión de la Iglesia no es una eventualidad futurible que pueda soslayarse: Es un itinerario histórico de asociación del Cuerpo Místico con su Cabeza, por el que se completa la obra redentora. Un itinerario cuyos hitos han sido pormenorizados en las Sagradas Escrituras (Za 11). El Calvario es, por ello, la puerta de la esperanza; la antesala de una resurrección gloriosa de la Iglesia, análoga en sus tiempos a la de Cristo. Pero la Pasión no es, a su vez, sino la consecuencia de “remar contra corriente”. En este vértice de la historia, son preludios de la resurrección, por ejemplo, las peregrinaciones audaces del olivo (“Gloria olivae”) como mensajero de paz: En todas ellas ha cargado la cruz sobre sus hombros, desautorizando con su ejemplo la manipulación utilizada para incendiar el planeta. El drama de la Iglesia actual tiene mucho que ver con la soledad de este olivo en su remar contra corriente. (Y ahora el padre Gª. Inza nos recuerda que ese remar contra corriente era, nada menos, una recomendación final de San José María Escrivá de Balaguer).

La esperanza se nutre de certidumbre sobre la reconducción del derrotero humano extraviado. Reconducción muy cercana y de factura sobrenatural: ¿Qué podría reconfortarnos más que saber abierto ese horizonte por la encíclica Quas Primas, que proclamó ante el mundo la investidura real de “aquel hombre noble que marchó a un país lejano a recibirla” y que, a pesar de las embajadas de odio sucedidas durante un siglo - “no queremos que ese reine sobre nosotros” – regresa próximamente a reclamar lo suyo? (cf. Lc 19, 11-27) Esa fecha de 1925 inauguró probablemente los últimos tiempos: Y ahora se cumplen casi cien años desde que Pío XI anunció al mundo aquella realeza trascendental y celebró simultáneamente el decimosexto centenario del concilio de Nicea: Recordando que dicho concilio definió y proclamó como dogma de fe católica la consubstancialidad del Hijo unigénito con el Padre - hoy subrepticiamente atacada - y afirmando, ya en s. IV, la dignidad regia de Jesucristo, al incluir en su fórmula de fe – el Credo que todo cristiano debe hacer suyo – las palabras: cuyo Reino no tendrá fin.

Ese Reino “que no tendrá fin” tenemos pues razones de peso para considerarlo muy próximo, a pesar de las circunstancias que lo preceden, a las que se sobrepone nuestra esperanza. Porque ese Reino es absolutamente incompatible con una autonomía de las realidades terrenas usada no sólo “sin referencia al Creador” como advertía el Vaticano II (G.S. 36) sino dispuesta en oposición aberrante a sus mandamientos; con todo lo que ello implica de desafío secular. Por eso convendrá añadir alguna reflexión sobre los obstáculos que nublan la esperanza de amplios sectores eclesiásticos y, por último, sobre la maravillosa gestación del nuevo hombre y del nuevo mundo, obras maestras del Espíritu Santo llevadas a cabo por su esposa, nuestra Madre y Reina.

SOBREPONER LA ESPERANZA (II)

Nuestra esperanza puede encontrar su mayor apoyo en la certeza de la acción del Espíritu Santo, que va creciendo con intensidad en estos últimos tiempos, hasta que encuentre su climax en el Segundo Pentecostés.

“Estad atentos y vigilad, porque ignoráis cuando será el momento… No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos. Lo que a vosotros digo, a todos lo digo: ¡Velad!” (cf. Mc 13, 33-36-37). Con tan sugestivos términos consigna este evangelista el aviso repetido del Señor para que permanezcamos en constante vigilia esperando su retorno. Llama la atención la insistencia en la posibilidad de encontrarnos dormidos – convertida en una casi seguridad – así como la universalidad del consejo que, por encima de los doce, se dirige “a todos”. Hay una insistencia especial de Jesús en este tema - remachado con énfasis en Lc 12, 35-48 - que nos exime de justificar la nuestra: Este no sería el mejor momento para silenciar lo que nuestro Salvador ha colocado, casi diríamos que machaconamente, como motivo central del anuncio evangélico.

Las mayores amenazas a las que debe sobreponerse la esperanza provienen de la ignorancia del horizonte intrahistórico del Evangelio; así como de las influencias positivistas más o menos disimuladas, que sustituyen ese horizonte por espejismos de crecimiento religioso evolutivo. Ambos factores están relacionados, ya que derivan del mismo equívoco en el posicionamiento de la Iglesia respecto al mundo moderno – a la cultura dominante - y ambos obstaculizan el conocimiento de las perspectivas fundamentales adelantadas por la Revelación divina. Por ello conviene develar, en lo posible, aquel equívoco a partir de lo cual podremos afrontar las principales dificultades:

Si fuese posible sintetizar la ambigüedad que impera en las relaciones de la Iglesia con el mundo, podría decirse que consiste en pensar que el abrazo de la Iglesia al proyecto humano es incondicional… Este equívoco no es hijo directo del Concilio Vaticano II, sino del abuso del mismo: pero de un abuso que ha llegado a configurar la pastoral. En realidad, el Concilio distinguía – lógicamente – “entre el error que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, que conserva su dignidad…”.

Aunque la previa exhortación al diálogo, animando a la comprensión íntima de las divergencias culturales e ideológicas (G.S. 28) fue interpretada con frecuencia como invitación a respetar, cuando no a compartir, la concepción autosuficiente del mundo y del hombre. Quizá no llegara a imponerse el mito por el cual la Iglesia aceptaba de forma incondicional la “autonomía de la realidad terrena” (G.S. 36) pero sí caló en los espíritus la impresión de que el Concilio bendecía un progreso histórico secular y autónomo, que podía orientarse correctamente “desde dentro”. Ello implicaba toda una concepción “optimista” del proceso: Concepción que el Catecismo de la Iglesia Católica vino a rectificar providencialmente, al explicar que “el Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal” (CCE 677). El sentido general de las Escrituras y toda su escatología quedaban así reivindicados aunque, por desgracia, con eco insuficiente en los medios eclesiásticos.

La esperanza teologal no podía escapar, evidentemente, al lugar común subyacente en tales planteamientos, ni plantearse en un sentido escatológico que “chirriaba” en un contexto de neopositivismo no reconocido pero determinante. Se encontraba, además, oscurecida por confusiones sobre el “milenarismo”, esgrimidas con dolo o con ignorancia contra cualesquiera perspectivas intrahistóricas. Confusiones sustentadas, por desgracia, en corrientes teológicas solventes en otros terrenos, influidas generalmente por un seguimiento incompleto de San Agustín (del Agustín empujado a la trascendencia absoluta por los desastres finales del Imperio al que amaba). Seguimiento que condicionaría incluso la visión del H. de Lubac, impugnador de Joaquín de Fiore. La reticencia escatológica que ha sido, en realidad, un vaciamiento disimulado del Evangelio, ha podido invocar así una autoridad desprovista de fundamentos reales.

En este contexto puede entenderse el mérito enorme del Papa Benedicto XVI al iniciar, absolutamente contra-corriente, una reconducción de los espíritus, reivindicando el Apocalipsis de San Juan en las catequesis de sus últimas audiencias generales.

La distorsión de la esperanza intrahistórica – esperanza que no excluye la consideración de la final beatitud celeste, sino todo lo contrario – se ha servido así de dos posiciones aparentemente contrarias: La mitología del progreso inmanente (hacia el punto omega) y la supuesta ortodoxia del sobrenaturalismo desentendido del “mundo futuro” tangible, alcanzado por la venida del Reino “a nosotros”. Alianza difícil de contrarrestar en las distintas estructuras religiosas, pero que aún puede ser combatida mediante una atención redoblada a tres factores esenciales:

En primer lugar, la atención a la calidad de Creador omnipotente de Dios. Una realidad que el horizontalismo ha conseguido desdibujar, devaluándola con incorporaciones de evolucionismo y contraponiéndola a una lectura inmanentista del Nuevo Testamento: Aun siendo evidente la deformación de la figura de Jesucristo – despojado sin ruido de atributos divinos - ha conseguido filtrarse en muchos programas, aprovechando habilidades sectarias y logrando en la práctica una fractura conceptual entre ambos testamentos de las Sagradas Escrituras. La restauración pasa por una crítica implacable, verdaderamente científica, de la mitología y las cronologías de los orígenes impuestas por la cultura dominante: Crítica que puede ser devastadora si osa romper los lugares comunes, y que debería partir del trasfondo histórico de los once primeros capítulos del Génesis, tal como lo advertía Pío XII en la encíclica Humani Géneris (31).

La contemplación de Dios en su grandeza creadora – que implica el reconocimiento de su Amor y de su dolorido e impaciente (Za 11, 8) respeto por la libertad y la vida – es fundamental para sobreponer la esperanza a los cantos de sirena pseudo-proféticos; porque sin ella no se accede al drama subyacente de la responsabilidad humana.

En segundo lugar, se necesitaría una atención vigilante al sentido global de las Sagradas Escrituras, capaz de contrarrestar las lecturas selectivas y sesgadas: Proclamar constantemente los textos clave, que alertan sobre el Anticristo y el Pseudoprofeta; como por ejemplo los versículos 3 al 13 del capítulo 2 de la segunda carta de San Pablo a los Tesalonicenses: “Por eso Dios les envía un poder seductor que les hace creer en la mentira, etc. etc.”(2 Ts 2, 11) Así como los que refieren como señales precursoras del retorno, la “predicación de la buena nueva en el mundo entero” de Mt 24,14 y otros similares. Y rechazar simultáneamente aquellos comentarios que pretenden depreciarlos tildándolos de “apocalíptica judía” y negándoles precisión histórica.

Es vital para el sostenimiento de la esperanza cristiana en la etapa anticrística salvaguardar para el acceso de los fieles la integridad de los textos proféticos de las Sagradas Escrituras.

Por último, nuestra esperanza puede encontrar su mayor apoyo en la certeza de la acción del Espíritu Santo, que va creciendo con intensidad en estos últimos tiempos, hasta que encuentre su climax en el Segundo Pentecostés: La comunión de vida en plenitud con Nuestra Señora es el mejor recurso para participar de aquella acción; porque Ella es la que proporciona las guías que confluyen a ese trabajo silencioso y al mismo tiempo grandioso… Aunque de esto hablaremos (D. m.) en el artículo siguiente.

SOBREPONER LA ESPERANZA (Y III)

Es el tiempo de los sencillos sin medios; del milagro de la comunicación espiritual y del boca a boca que traslada los mensajes celestiales a los confines de la tierra.

“¡Una voz! Tus vigías alzan la voz, dan gritos de júbilo juntos, porque con sus ojos ven el retorno de Yahvéh a Sión” (Is 52, 8). El corazón tiene “ojos” que hoy se dilatan de gozo ante el Retorno del Señor. Por eso no nos afecta el escepticismo, incapaz de hacer mella allí donde el Corazón de Jesús ha ido multiplicando sus avisos hasta convertirlos en certeza indestructible: Un fuego interior que pugna por irradiarse. El amor de los Hijos de Dios, cuya revelación la misma creación aguarda con impaciencia (Rom 8, 19).

Es ahora, mientras la tormenta arrecia, cuando hay que pertrecharse de alegría sabiendo el amanecer cercano. Podemos dar cuenta de nuestra esperanza, que no se cifra en soluciones humanas para un mundo que ya no las tiene (al borde de un desastre radiactivo inimaginable) sino que se apoya en la certeza de la proximidad de Jesucristo: ¡El Señor regresa! ¡El Señor viene rasgando las nubes del cielo, para establecer una justicia como los hombres jamás han conocido! Aquel que ascendió a la vista de sus discípulos regresa ya, y lleva escrito un nombre en su mano y en su muslo: “Rey de reyes y Señor de señores” (cf. Ap 19, 16): Si no hay fe suficiente para reconocer este regreso, tampoco la habrá para ninguno de los grandes signos del Evangelio…

¡Bienaventurados los que tenéis hambre y sed de justicia, porque seréis saciados! ¡Bienaventurados los que trabajáis por la paz – por la verdadera paz, no por el camelo global - porque seréis llamados hijos de Dios! ¡Bienaventurados los que sois injuriados, perseguidos y calumniados por causa de Jesús, porque vuestra recompensa será grande! ¡Bienaventurados los mansos, porque vosotros poseeréis en herencia la tierra! (Mt 5, 5-11): El último imperio (Ap 17, 10) ya ejerce su tiranía global - que todavía crecerá y dominará más - pero será súbitamente desinflada por obra de Cristo. ¡Que tiemblen los instalados en la cultura de la muerte, porque serán zarandeados con furia! ¡Que tiemblen los que pisotean el derecho natural; los “científicos” y mercaderes de la contaminación; los fabricantes de guerras injustas y sus corifeos mediáticos, porque serán tratados como merecen! ¡Que tiemblen los que maquinan mentiras universales, porque quedarán expuestos ante la Verdad!

Jesucristo viene, y esta vez no como hijo de artesano sino montado en caballo blanco y seguido por los ejércitos del cielo (cf. Ap 19, 11-14): ¡Ay de los que, por segunda vez, equivoquen el talante de su venida! Infelices los que hace veinte siglos le esperaban como Mesías justiciero y no supieron reconocerle como varón de dolores. Pero, atención: ¡Más necios aun los que especulan con su nombre desacralizado, homologado al mal, cuando ya se anuncia su retorno como Mesías! ¿Cómo podéis hablar de Cristo sin haber atendido en absoluto a su palabra?

Dar cuenta de nuestra esperanza significa sobreponerla a las tramoyas del imperio satánico: No aceptar jamás la depravación impuesta como norma al mundo. Hay que anunciar al verdadero Salvador, Dios encarnado, nacido de la Virgen María, muerto hace veinte siglos por nuestros pecados; clavado en esa Cruz que espanta a la cultura dominante, gloriosamente resucitado y a punto de regresar… No preparar el terreno al farsante agazapado entre las sectas; al próximo “pacificador” de conflictos planeados y ensangrentados para su lucimiento, o “milagroso” vencedor de penurias provocadas antes por sus sicarios: No a esa encarnación de soberbia disfrazada (C.C.E. 675).

Dar cuenta de nuestra esperanza significa mostrar nuestra Fe, en este año que la invoca, convertida en testimonio de todo lo que sabemos inminente. Hacerlo con paciente caridad: Para entender el tiempo hay que creer y, para creer hay que escuchar a Jesucristo y a su Madre. El Espíritu que sostiene la Iglesia ha enriquecido, pese a todas las oposiciones, la liturgia de las Horas, con cánticos del Apocalipsis y de San Pablo que anuncian el reinado glorioso de Jesucristo en este mundo y la recapitulación de todas las cosas en Él. Hay que estar pendientes, a la escucha del Verbo que habla en las Sagradas Escrituras y además se vuelca sobre nosotros con el lenguaje de amor que brota de su Sagrado Corazón: No existe fe eficiente de espaldas al Jesús que manifiesta su voluntad - y su inmediato retorno - a través de los sencillos.

Sobreponer la esperanza significa también sentir con la verdadera Iglesia, que se alza contra el pecado estructural: Una lealtad sin fisuras a su enseñanza moral inmutable, a sus dogmas intocables y a su disciplina trascendente. Viéndola acosada dentro de la misma red de Pedro, prestar oídos al Vicario de Cristo que se siente traicionado, y poner nuestra oración y nuestro sacrificio en la balanza…Significa aprender a compaginar la obediencia a las jerarquías con nuestra adhesión anterior a Dios y a su Ley: Ejercicio de paciencia y clarividencia que obliga a ser sencillos como palomas y prudentes como serpientes (cf. Mt 10, 16).

No es hora de discutir la ceguera de los tiempos. Quienes no hayan advertido sus signos, ni prestado atención a la Madre que se prodiga en avisos, no se abrirán por nuestras palabras. Tampoco es, todavía, tiempo de salir a las plazas a dar cuenta de estas verdades novísimas: Son verdades demasiado ácidas para paladares estragados… Pero tampoco nos sirven las medias verdades, ni las programaciones “tolerantes”, ni las falsas caridades que disimulan el mal. Tampoco nos cuadran los vestíbulos del sincretismo New-age. Paciencia. Todo llegará… Porque el Espíritu Santo está a punto, y los que ahora no escuchan sí lo harán mañana. Entre tanto, es la hora del anuncio del retorno y del alerta a las conciencias.

Es el tiempo de los sencillos sin medios; del milagro de la comunicación espiritual y del boca a boca que traslada los mensajes celestiales a los confines de la tierra. Tiempo de construir nuestro templo interior, tan resguardado que pasa desapercibido a la arrogancia apóstata. Somos demasiado pequeños para plantear otra batalla que no sea espiritual: Demasiado pacientes para apostrofar directamente a las estructuras autocomplacidas, que están siendo arrastradas sin ruido y sin enterarse (“peterbergerianamente”) hacia la de-secularización de intención teosófica.

Sobreponer la esperanza significa, sobre todo, estar atentos a la voz maternal de María, que nos habla al tiempo firme y cariñosa: “¡Sed valientes, hijos míos, y prepararos para los días de prueba que ya están encima, porque quien persevere encontrará su lugar en el Reino! ¡Yo soy vuestra arca de salvación! No hay nadie, absolutamente nadie, que no pueda refugiarse en Mí…”.

J.C. García de Polavieja P.

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