lunes, 29 de octubre de 2012

LITURGIA DE DIFUNTOS


En la liturgia de difuntos la Iglesia primitiva adoptó bastantes usos contemporáneos, pero los liberó de la concepción pagana, demasiado material, acerca de la vida del más allá. Los antiguos ritos funerarios se convirtieron en símbolos de la vida espiritual, y la esperanza bíblica de la – resurrección de la carne es ya desde el principio el distintivo especial de las exequias cristianas. Especialmente en el dies natalis se iba al sepulcro y se celebraba allí el ágape, con asistencia del difunto desde su cathetlra coronada; y particularmente en los aniversarios se celebraba la eucaristía. Tales celebraciones funerarias sólo podían realizarse en el sepulcro de aquellos que se hallaban en la communio sanctorum de la Iglesia. Al que no había muerto en la comunión, al excomulgado, se le negaba tanto el ágape como la eucaristía.

La tradicional liturgia de difuntos a pesar de estar sobrecargada con adiciones posteriores, en que se acentuaba excesivamente el ineludible pensamiento del juicio, permitía reconocer claramente las ideas cristianas primitivas sobre la esperanza beatificante de la resurrección y la definitiva seguridad existencial en el seno de la comunidad cristiana.

Actualmente, trasladado el cadáver desde la casa mortuoria a la Iglesia, el difunto y la comunidad creyente de los que aún viven entran en el templo, en la casa de Dios. Con ello queda expresado, no sólo que el difunto es entregado a la Iglesia del más allá, sino también que la comunidad entera participe en el acontecer escatológico del tránsito desde la muerte a la vida. Este sentido pascual queda singularmente resaltado durante la celebración eucarística. El cadáver es puesto ante el altar donde Cristo va a actualizar el sacrificio de la redención, en el que entrará la Iglesia con sus vivos y difuntos. La acción sacramental se prepara y explica por las lecturas bíblicas. En la epístola (1 Tes 4, 13-18) Pablo nos exhorta a que no nos entristezcamos «como los otros que no tienen esperanza». Las palabras se refieren, no a la supervivencia en general, sino a la resurrección y a la unión gloriosa con Cristo. En el evangelio, que nos informa del diálogo del Señor con Marta sobre la muerte de Lázaro, se acentúa con igual fuerza la necesidad de la fe en Cristo como condición de la certeza de la resurrección. A todo el que cree en Cristo se le ha abierto ya, en la unión con él creada por la fe, una fuente de vida que ni la muerte misma del cuerpo puede cortar. Quien cree en el Señor gana con ello una vida que no conoce ni muerte ni ocaso, ya que es vida eterna de Dios. Esta vida es tan fuerte, que incluso tiene capacidad de superar la muerte corporal y de envolver el cuerpo en el poder vivificante de Cristo. Porque en Cristo ha aparecido la vida verdadera y divina, él triunfa sobre el sepulcro y la muerte. Sin Cristo no hay vida ni resurrección. Mas por la fe en él se ha injertado en el hombre esa vida que sobrevive a la muerte corporal y es indestructible. La vida nueva es precisamente incapacidad de morir, pues quien cree en el Señor «no morirá eternamente». En la epístola y el evangelio la liturgia de la misa de difuntos nos abre la mirada esperanzada a un mundo nuevo, en el cual el miedo angustioso de la muerte es superado por la vida divina.

La incorporación por la fe a Cristo, como portador y fuente de toda vida, se hace auténtica realidad en el sacrificio del Señor hecho presente en la eucaristía. La misa de difuntos es una verdadera acción pascual, un mysterium paschale, un pignus resurrectionis. El canto del aleluya, desaparecido en la alta edad media, subrayaba el rasgo pascual de la misa. Con la recepción de la comunión durante su vida terrestre, el difunto ha recibido también una prenda de la inmortalidad corporal.

Apoyándose en las palabras bíblicas y en el sacrificio de Cristo, la Iglesia suplica para los difuntos en las plegarias de la misa: felicidad, vida, luz y paz eternas. El hecho de ser recibido por Cristo, de estar siempre con él, significa en efecto felicidad imperecedera, vida, luz y paz sin fin. La esperanza en el más allá formulada por el Apocalipsis de Juan y por la Iglesia primitiva, pervive en el lenguaje simbólico de la l. de d. En Ap 21, 6, se dice que Dios en el mundo nuevo dará al sediento agua de la fuente de la vida eterna; y, según Ap 22, 3, los bienaventurados del cielo beberán de la corriente del agua de la vida, es decir, de la corriente de los goces eternos. El pensamiento de que la muerte del creyente es una elevación hacia la vida eterna queda expresado con especial fuerza en el prefacio.

En la súplica de la luz eterna se pide el esplendor beatificante de Dios, la iluminación divina, que capacita al hombre para contemplar inmediatamente a Dios (cf. Ap 22, 5). En cuanto a la significación del término «paz» en su uso litúrgico con relación a los difuntos, no hay que tomar como punto de partida la idea de «paz de las almas», sino el originario sentido latino. El difunto ha pasado hacia el más allá en comunidad y unión con Cristo y la Iglesia. Todo lo que pudiera destrozar esta comunidad, esta unión, ha sido definitivamente alejado de él; y ahora el cielo es para él un lugar de felicidad, de luz, de vida y de paz.

En los ritos y súplicas que siguen a la celebración del sacrificio de la misa vuelve a manifestarse la concepción sublime que la Iglesia tiene del cuerpo humano. Ya en la parte anterior de la l. de d. se trasluce la veneración que la Iglesia siente por el cuerpo, incluido en la imagen de Dios y destinado a la glorificación en Cristo. La Iglesia sabe muy bien que el cuerpo es caduco y corruptible, pero con igual certeza conoce también el triunfo de la vida y de la gloria de Cristo sobre la fragilidad y condición pecadora de la carne. Antes de que el cadáver sea llevado al sepulcro, el sacerdote rocía el féretro con agua bendita, que en el lenguaje litúrgico significa purificación y recuerda a la vez el agua bautismal consagrada en la noche pascual. Luego envuelve el féretro en nubes de incienso, para expresar la glorificación que espera a los difuntos. De acuerdo con lo dispuesto en el artículo 81 de la Constitución litúrgica del Vaticano II, el rito actual de la l. de d. expresa sobre todo el sentido pascual de las exequias cristianas. Sin embargo, no puede decirse que se haya producido un cambio esencial con relación al rito anterior, pues, si bien el dies irae, p. ej., hacía excesivo hincapié en el aspecto tétrico del juicio, no obstante, el eje de la 1. de d. ha sido siempre en la Iglesia cristiana el pensamiento de la muerte y resurrección con Cristo.

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