viernes, 5 de octubre de 2012

¿AMO YO AL SEÑOR DE VERDAD?



Es esta una pregunta, que me parece a mí, que todos tenemos necesidad de hacérnosla continuamente. Personalmente, aunque ello sea abrir la puerta de las intimidades de mi alma, creo conveniente decir, que la pregunta me la hago con frecuencia y auto analizándome, creo que esto es bueno, pues debemos de incentivar un segundo examen de conciencia, que en este caso no es un examen de las imperfecciones faltas y pecados cometidos durante el día, sino que es un examen de nuestro amor al Señor, de ver en que momento del día, le hemos fallado en nuestro amor a Él, y si estamos satisfechos de la marcha de nuestro amor hacia Él. Desde luego que si llegamos a la conclusión de que no tenemos nada de que reprocharnos y que estamos satisfechos, es esta una clara señal de que nuestro mediocridad espiritual, manejada por el maligno, que nos hace creer que vamos por buen camino.

Amar a Dios es ante todo, tener dentro de sí, un ansia que no hay forma de calmarla. El canónigo polaco Tadeusz Dajzcer, escribe que: “…, solo puedes amar auténticamente cuando tú mismo anheles la santidad y cuando anheles ir inculcando ese deseo a los demás”. Y cuando anhelas la santidad de verdad, es que la llama del amor divino, está empezando a incendiar tu corazón. Si esto te ocurre, no trates de apagar el fuego, no es posible, el deseo de amar cada vez más te dominará y siempre pensarás que no amas lo suficiente, porque tu deseo insaciable de amar más a Dios, es un insaciable deseo que Él, te ha generado. Asegura Thomas Merton, que: “El valor de nuestra fragilidad y de nuestra pobreza, son la tierra donde Dios planta la semilla del deseo. Y no importa lo abandonados que parezcamos estar, el deseo confiado de amarlo a pesar de nuestra abyecta miseria, es signo de su presencia y la prenda de nuestra salvación”. Y cuando el Señor pone en una persona un excepcional deseo de santificación, también da a continuación a esa persona, las gracias necesarias para llevar a cabo la realización de ese deseo.

Acudirás entonces a la oración porque amas y deseas amar más y le pedirás al Señor más amor y nunca estarás satisfecho. A este respecto Jean Lafrance escribe: “La señal de que has empezado a conocer a Dios, no se encuentra en las hermosas ideas que tienes sobre Él y mucho menos en el gozo que te procura la oración, sino en el ardiente deseo de conocerle más”. Y añade el maestro Lafrance: “El deseo de amar a Dios, es lo más profundo que un hombre puede llevar en su corazón, y es un pálido reflejo del amor infinito que Dios tiene al hombre”.

Y cuando ese fuego de amor divino, convierte nuestra alma en un horno incandescente, tendremos capacitada en nuestra alma para acoger los dones del Espíritu Santo y cuanto más grande sea el fuego de amor al Señor, mayor capacidad adquiriremos para que las divinas gracias y dones nos inunden nuestra alma. El deseo de amar al Señor, nunca lo satisfaceremos plenamente, porque Dios es ilimitado y nosotros somos criaturas limitadas y nunca lo ilimitado ha cabido dentro de lo limitado. Pero el deseo de amar al Señor, tal como decía Santa Teresa de Jesús, O.C.D. “Es la causa que como va conociendo más y más las grandezas de su Dios, y se ve estar ausente y apartada de gozarle, crece mucho más el deseo; porque también crece al amar, mientras más se le descubre lo que merece ser amado este gran Dios y Señor”.

El deseo de amar al Señor, profundiza fuertemente en el alma y la hace más apta, tal como antes hemos escrito, para recibir los dones y gracias divinas, que solo pueden recibir estos dones y gracias, las almas que se encuentren inhabitadas por la Santísima Trinidad. El deseo de amar más, ensancha la capacidad del alma para poder ver a Dios con sus propios ojos, pues como dice muy bien San Gregorio de Nisa: “Porque la visión de Dios no es otra cosa sino el deseo incesante de Dios”. Jean Lafrance indica que: “El deseo es como un gas en expansión que ahonda y nos atrae el poder del Espíritu” y a este respecto, esto nos recuerda un versículo del salmo 81,10 que dice: “Abre ampliamente tu boca y la llenaré”.

El incesante deseo de amar al Señor, cada día se hace más apremiante y poco a poco sin darnos cuenta, todo lo supeditamos a ese deseo, los demás deseos se van borrando en nuestras mente por la fuerza de la luz cegadora que emana de nuestro deseo continuo y perseverante deseo de amar al Señor. En esta situación, de nuestro vehemente deseo de amar al Señor, esa luz que emana, es la que puede iluminar las tinieblas de otros, por el testimonio que sin darnos cuenta estamos sembrando. Y a nosotros tal como explica Jean Lafrance: “Si hay verdadero deseo de amar al Señor, si el objeto del deseo es realmente la Luz, el deseo de Luz produce Luz”. O dicho en otras palabras, el deseo de amar al Señor, produce un mayor amor reciproco con el Señor, pues bien sabemos que la reciprocidad es una característica básica del amor. Donde hay amor siempre hay reciprocidad y si al Señor que locamente nos ama, le correspondemos aunque sea solo un poco, ese poco se nos devolverá centuplicado.

Quiero terminar esta glosa, con una reflexión muy profunda de Jean Lafrance que encierra una verdad como un templo y que responde al encabezamiento de esta glosa: “Los que quieren amar sin conocer la humillación de ser pobres y mendigos del amor experimentarán amargas decepciones, pues creerán que aman y que hacen las obras del Amor, mientras están en la ilusión y no pueden hacerlas pues son incapaces”. Por ello, yo me pregunto: ¿De verdad amo yo al Señor? o estoy viviendo engañado.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

Juan del Carmelo

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