miércoles, 8 de agosto de 2012

EL FIN DEL MUNDO






Jesuita, como San Francisco Javier, Charles Arminjon (1824-1885) fue nombrado “misionero apostólico” por decreto de Roma, consagrándose desde entonces por entero a la predicación en todas las diócesis de Francia.

Sus conferencias sobre el fin del mundo, el Cielo, el Purgatorio o el Infierno no tuvieron desperdicio en su tiempo, ni mucho menos lo tienen hoy.

La mismísima Teresita de Lisieux quedó impactada al leerlas a finales del siglo XIX en formato de libro, prologado por el propio Arminjon:

“Su lectura fue una de las mayores gracias de mi vida”, escribió la santa por excelencia de los tiempos modernos.

Cada frase, cada párrafo de estas conferencias inspiradas sin duda por el Espíritu Santo animan, valga la redundancia, el ánimo reorientándolo hacia el Dios que nunca defrauda y sirviéndonos de recordatorio de lo único trascendente que nos jugamos en esta vida: la Eternidad, con mayúscula.

Con razón, Arminjon brindaba esta oportuna reflexión a las almas mundanas que caminan una y otra vez entre tinieblas, negándose a ver la Luz.

El siguiente párrafo es oro fino.

Juzgue si no el lector:

“Si la Tierra y lo que ella contiene deben desaparecer un día a causa del fuego, los bienes de este mundo no son más estimables que los palos y la paja; y por tanto, ¿para qué convertirlos en el objeto de nuestros deseos y preocupaciones? ¿Para qué empeñarnos en construir y dejar huellas de nuestro talento y de nuestro poder, donde no tenemos morada permanente y donde la belleza de este mundo será arrancada como una tienda de campaña que ya no tiene viajeros a los que cobijar?”. (El fin del mundo y los misterios de la vida futura, Gaudete, Navarra, 2010).

¿Y pensar que yo mismo, como autor de una treintena de libros, albergué un día la vanagloria de “inmortalizar” si quiera un ápice de mi talento literario en este pobre mundo cuando ya no estuviese en él?

Cuántos planes absurdos y estériles consumen a menudo nuestras energías, desviándonos del verdadero sentido de la vida.

Soberana lección de humildad.

Jose Maria Zavala

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