martes, 22 de mayo de 2012

¿QUÉ ES PENTECOSTÉS?


 "Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados. . . " (Jn 20,21)

Pentecostés, cincuenta días después de la fiesta pascual, cincuenta días de espera que se hacía cada vez más intensa a partir, sobre todo, del día de la Ascensión. Ha sido un período de preparación al gran acontecimiento de la venida del Paráclito. El día de Pentecostés, se rememora ese momento en que se inicia la gran singladura de conducir a todos los hombres a la vida eterna, actualizar en cada uno los méritos de la Redención.

En efecto, con su venida, los apóstoles recuperan las fuerzas perdidas, renuevan la ilusión y el entusiasmo, aumentan el valor y el coraje para dar testimonio ante todo el mundo de su fe en Cristo Jesús. Hasta ese momento siguen con las puertas atrancadas por miedo a los judíos. Desde que el Espíritu descendió sobre ellos las puertas quedaron abiertas, cayó la mordaza del miedo y del respeto humano. Ante toda Jerusalén primero, proclamaron que Jesús había muerto por la salvación de todos, y también que había resucitado y había sido glorificado, que sólo en Él estaba la redención del mundo entero. Fue el primer atrevimiento que pronto suscitaría una persecución que hoy, después de veinte siglos, todavía sigue en pie de guerra. Porque hemos de reconocer que las insidias de los enemigos de Cristo y de su Iglesia no han cesado. Unas veces de forma abierta y frontal, imponiendo el silencio con la violencia. Otras veces el ataque es tangencial, solapado y ladino. La sonrisa maliciosa, la adulación infame, la indiferencia que corroe, la corrupción de la familia, la degradación del sexo, la orquesta- ción a escala internacional de campanas contra el Papa.

Las fuerzas del mal no descansan, los hijos de las tinieblas continúan con denuedo su afán demoledor de cuanto anunció Jesucristo. Lo peor es que hay muchos ingenuos que no lo quieren ver, que no saben descubrir detrás de lo que parece inofensivo, los signos de los tiempos dicen a veces, la ofensiva feroz del que como león rugiente merodea a la busca de quien devorar.

Pero Dios puede más. El Espíritu no deja de latir sobre las aguas del mundo. La fuerza de su viento sigue empujando la barca de Pedro, las velas multicolores de todos los creyentes. De una parte, por la efusión y la potencia del Espíritu Santo, los pecados nos son perdonados en el bautismo y en la penitencia. Por otra parte, el Paráclito nos ilumina, nos consuela, nos transforma, nos lanza como brasas encendidas en el mundo apagado y frío. Por eso, a pesar de todo, la aventura de amar y redimir, como lo hizo Cristo, sigue siendo una realidad palpitante y gozosa, una llamada urgente a todos los hombres, para que prendan el fuego de Dios en el universo entero.

El Espíritu Santo, que Dios había prometido a los profetas para cambiar el corazón de los hombres, ha llegado. Ahora conocemos a fondo a Jesús y nuestra conducta cambia. Ahora no sólo hablamos de Jesús sino que obramos como Jesús. Hemos sido transformados, conocemos la voluntad de Dios y poseemos la fuerza para dar testimonio del Evangelio. Tenemos una misión que cumplir en el mundo y contamos con la fuerza suficiente para llevarla a cabo. El Espíritu Santo es el amor que nos estrecha con el Padre, con Jesucristo y entre nosotros. Ya no caben aislamientos, segregaciones, sino comunión en el amor. No divisiones, sino unidad. San Agustín nos recuerda que «cada uno de nosotros puede saber cuánto posee del Espíritu de Dios, según el amor que siente por la Iglesia». Aún con lodo, nuestro poseer el Espíritu Santo no es tanto una realidad acabada, cuanto una semilla en evolución que alcanzará su plena madurez cuando seamos definitivamente transformados en Cristo.

El Señor dijo a los discípulos: Id y sed los maestros de todas las naciones; bautizadlas en el nombre del Padre y del Hijo Y del Espíritu Santo. Con este mandato les daba el poder de regenerar a los hombres en Dios.

Dios había prometido por boca de sus profetas que en los últimos días derramaría su Espíritu sobre sus siervos y siervas, y que éstos profetizarían; por esto descendió el Espíritu Santo sobre el Hijo de Dios, que se había hecho Hijo del hombre, para así, permaneciendo en él, habitar en el género humano, reposar sobre los hombres y residir en la obra plasmada por las manos de Dios, realizando así en el hombre la voluntad del Padre y renovándolo de la antigua condición a la nueva, creada en Cristo.

Y Lucas nos narra cómo este Espíritu, después de la ascensión del Señor, descendió sobre los discípulos el día de Pentecostés, con el poder de dar a todos los hombres entrada en la vida y para dar su plenitud a la nueva alianza; por esto, todos a una, los discípulos alababan a Dios en todas las lenguas al reducir el Espíritu a la unidad los pueblos distantes y ofrecer al Padre las primicias de todas las naciones.

Por esto el Señor prometió que nos enviaría aquel Abogado que nos haría capaces de Dios. Pues, del mismo modo que el trigo seco no puede convertirse en una masa compacta y en un solo pan, si antes no es humedecido, así también nosotros, que somos muchos, no podíamos convertirnos en una sola cosa en Cristo Jesús, sin esta agua que baja del cielo. Y, así como la tierra árida no da fruto, si no recibe el agua, así también nosotros, que éramos antes como un leño árido, nunca hubi)ramos dado el fruto de vida, sin esta gratuita lluvia de lo alto.

Nuestros cuerpos, en efecto, recibieron por el baCo bautismal la unidad destinada a la incorrupción, pero nuestras almas la recibieron por el Espíritu.

El Espíritu de Dios descendió sobre el Señor, Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de temor del Señor, y el Señor, a su vez, lo dio a la Iglesia, enviando al Abogado sobre toda la tierra desde el cielo, que fue de donde dijo el Señor que había sido arrojado Satanás como un rayo; por esto necesitamos de este rocío divino, para que demos fruto y no seamos lanzados al fuego; y, ya que tenemos quién nos acusa, tengamos también un Abogado, pues que el Señor encomienda al Espíritu Santo el cuidado del hombre, posesión suya, que había caído en manos de ladrones, del cual se compadeció y vendó sus heridas, entregando después los dos denarios regios para que nosotros, recibiendo por el Espíritu la imagen y la inscripción del Padre y del Hijo, hagamos fructificar el denario que se nos ha confiado, retornándolo al Señor con intereses.

EFECTOS DEL ESPÍRITU SANTO EL DÍA DE PENTECOSTÉS

I/ES I/FUNDACIÓN

1. Si queremos entender correctamente la relación entre el Espíritu Santo y la Iglesia, debemos detenernos en los efectos que tuvo su venida el día de Pentecostés. Los discípulos fueron transformados. Hasta entonces los discípulos no comprendían la obra de Cristo; poco antes de su Ascensión se vio que todavía no entendían la misión de Cristo (Act. 1, 6; véanse además Mc. 4, 13. 40; 6, 50-52; 7, 18; 8, 16-21; 9, 9. 32; 14, 37-41; Lc.`18, 34, lo. 2, 22; 12, 16; 13, 7. 28; 14, 5. 8; 16, 12. 17). El día de Pentecostés el Espíritu Santo les reveló el misterio de Cristo y del reino de Dios; ahora ven a Cristo a la luz del Antiguo Testamento, entendido de nuevo (Lc. 24, 25-47; Jo. 2, 22; 12, 16; 20, 9; Act. 2, 25-35; 3, 13. 22-25; 4, 11. 24-28; 10, 43; I Cor. 15, 3). Desde ahora el testimonio a favor de Cristo se les impone como ineludible deber; ni los peligros ni los tormentos les eximen de ese deber. Con alegría, confianza y constancia predican a Cristo como Hijo de Dios crucificado y resucitado, delante del Sanedrín y delante de todo el pueblo; no lo hacen por la excitación o el entusiasmo de un momento; los acontecimientos de Pentecostés crearon un estado duradero y los apóstoles no temen ninguna amenaza ni mandato.

Todos los varones y mujeres que estaban reunidos al ocurrir la venida del Espíritu Santo fueron inundados de El (Act. 2, 4). El Espíritu Santo reveló a los oyentes el sentido del testimonio de los apóstoles; lo entendieron y se convirtieron y se hicieron bautizar.

Más de tres mil se sumaron a la Iglesia en la primera hora gracias al servicio de Pedro (Act. 2, 41). Consecuencia y efecto de la presencia del Espíritu Santo en la joven Iglesia es la vida floreciente descrita en Act. 2, 42-47. Los miembros de la Iglesia de las primicias estaban tan unidos que repartían sus bienes (cfr. Act. 4, 31-32).

2. El día de Pentecostés puede, por tanto, ser llamado el día del nacimiento de la Iglesia. Todo lo anterior fue preparación y trabajo previo. En la mañana de Pentecostés puso Dios el sello a la obra de su Hijo. La Iglesia fue consecuencia de la efusión y derramamiento del Espíritu (Act. 2, 42). Ahora se cumplen las promesas hechas por Cristo, ahora se cumple su misión; antes no había ni bautismo ni perdón de los pecados, no había predicación del Evangelio ni administración de sacramentos. Ahora entran en vigencia los poderes y deberes concedidos e impuestos por Cristo a sus apóstoles. Aquella mañana apareció por vez primera como comunidad la reunión de los cristianos; esa comunidad está conformada y configurada por el Espíritu Santo, da testimonio a favor de Cristo, perdona los pecados y concede la gracia. Aunque ya existía se parecía al primer hombre hecho de barro antes de serle alentada la vida; era un cuerpo muerto que esperaba la chispa de la vida.

«¿Cuándo empezó la Iglesia a vivir y a actuar? El día de Pentecostés. Ya antes existían sus elementos esenciales y estaban reunidos, organizados y dotados de los poderes necesarios; la doctrina había sido predicada, los apóstoles elegidos, los sacramentos instituidos y organizada la jerarquía, pero la Iglesia no vivCa ni se movía. Las fuerzas divinas dormitaban, nadie predicaba ni bautizaba ni perdonaba los pecados y nadie ofrecía el santo sacrificio; impacientes esperaban ante las puertas el mundo judío y el mundo gentil, pero nadie abría; la Iglesia estaba en un estado parecido al sueño, como Adán antes de que le fuera alentada la vida… Así estaba la Iglesia hasta la hora nona del día de Pentecostés, en que el Espíritu Santo descendió sobre ella en el ruido del viento y en las lenguas llameantes. Este fue el momento de empezar a vivir; todo empezó a moverse y a actuar» (Meschler, Die Gabe des hl. Pfingstfestes, 103).

También Schell dice: «Efecto de la efusión y derramamiento del Espíritu de Dios fue la fundación de la primera Iglesia cimentada en la doctrina apostólica, unida por la constitución jerárquica y cuidadosa de la vida del renacimiento mediante la celebración del misterio eucarístico.» Santo Tomás de Aquino dice que el día de Pentecostés es el día de la fundación de la Iglesia (Sententiarum I d. 16, q. 1, a. 2; M. Grabmann, Die Lehre des hefligen Tharnas von Aquirz von der Kirche AIs Gotteswerk, 1903, 125). San Buenaventura dice: «La Iglesia fue fundada por el Espíritu Santo descendido del cielo» (Primera Homilía de la fiesta de la Circuncisión del Señor, edición Quaracchi IX, 135).

3 La tesis de los Santos Padres de que la Iglesia nació de la herida del costado de Cristo no está en contradicción con la doctrina de que la Iglesia fue fundada el día de Pentecostés, porque Muerte, Resurrección, Ascensión y venida del Espíritu Santo forman una totalidad. La muerte, resurrección y ascensión están ordenadas a enviar el Espíritu Santo y sólo en esa misión logran su plenitud de sentido. Viceversa: la misión del Espíritu Santo presupone los tres sucesos anteriores. Es el Hijo del hombre introducido en la gloria de Dios mediante su muerte y resurrección quien envía al Espíritu Santo: por eso es, en definitiva, Cristo quien funda la Iglesia mediante el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Dice San Juan Crisóstomo en el primer sermón de Pentecostés comentando a /Jn/07/30 (PG 50, 457): «Mientras no fue crucificado no le fue dado al hombre el Espíritu Santo. La palabra «glorificado» significa lo mismo que «crucificado». Porque aunque el hecho mismo de ser crucificado es ignominioso por naturaleza, Cristo lo llamó gloria, porque era causa de la gloria de lo que El amaba. ¿Por qué, pues -pregunto-, no fue dado el Espíritu Santo antes de la Pasión? Porque la tierra yacía en pecado y perdición, en odio y vergüenza, hasta que fue sacrificado el Cordero que quitó los pecados del mundo.»

La vinculación de la Iglesia a la muerte de Cristo destaca especialmente el carácter cristológico de la Iglesia. Digamos una vez más que la Iglesia no es ni sólo la Iglesia del Espíritu ni sólo la Iglesia del Resucitado, sino la Iglesia del Cristo total, cuyo misterio abarca la vida terrestre y la vida glorificada del Señor, de El recibe su estructura mientras que del Espíritu Santo recibe la vida. Es significativo que San Agustín diga unas veces que la Iglesia procede de la Pasión y otras que procede del Espíritu Santo. Dice, por ejemplo, en el Trat. 120 sobre el Evangelio de San Juan: «Uno de los soldados abrió su corazón con una lanza e inmediatamente brotó sangre y agua (/Jn/19/34). El evangelista escogió cuidadosamente la palabra y no dijo: traspasó o hirió su costado, sino: «abrió», para que fueran como abiertas las puertas de la vida, por las que fueran derramados los sacramentos de la Iglesia sin los que no se entra en la verdadera vida. La sangre fue derramada para perdón de los pecados y el agua suaviza el cáliz salvador y concede a la vez baño y bebida. Prefiguración de esto fue la puerta que Noé abrió al costado del arca para que entraran en ella los animales liberados del diluvio; por la Iglesia fue extraída la primera mujer del costado del dormido Adán y fue llamada vida y madre de lo viviente; pues significaba un gran bien antes del pecado que es el mayor mal. Aquí durmió el segundo Adán con la cabeza reclinada sobre la cruz para serle formada una esposa de lo que manó de su costado. ¡Oh muerte que resucita a los muertos! ¿Qué cosa hay más pura que esta sangre y más saludable que esta herida?».

La relación entre la pasión de Cristo y la misión del Espíritu Santo puede ser comparada a la que hay entre la creación del primer hombre y la infusión de la vida en él. Según la descripción de la Sagrada Escritura el cuerpo del primer hombre fue formado sin vida. Entonces el Señor sopló sobre él y le alentó la vida y el hombre se convirtió en viviente (Gen. 2, 7). Algo parecido es atribuido al Espíritu en la visión de Ezequiel; vio un cementerio lleno de huesos y oyó que el Señor le decía: «Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre, y di al espíritu: Así habla el Señor, Yavé: Ven, ¡oh espíritu!, ven de los cuatro vientos, y sopla sobre estos huesos muertos y vivirán. Profeticé yo como se me mandaba, y entró en ellos el espíritu, y revivieron» (Ez. 37, 9-10).

CONTINÚA ACTIVIDAD DEL ESPÍRITU SANTO EN LA IGLESIA

La actividad que desarrolló el Espíritu Santo al descender sobre los reunidos en el cenáculo de Jerusalén no se limitó a la mañana de Pentecostés primero; desde aquel día se está realizando sin pausa hasta la vuelta de Cristo. La Iglesia está convencida de que está continuamente bajo la influencia decisiva del Espíritu Santo y, por tanto, de que todo lo que hace lo hace en el Espíritu Santo.

A. La actividad del Espíritu en general ES/ACTIVIDAD:

1. La actividad del Espíritu fue profetizada por Cristo en sus palabras de despedida: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre, el Espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros y está en vosotros» (lo. 14, 15-17). De El dice Cristo: «Os he dicho estas cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho» (Jo. 14, 25-26). «Cuando venga el Abogado, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí, y vosotros daréis también testimonio, porque desde el principio estáis conmigo» (lo. 15, 26-27). Cristo dice también a los discípulos: «Mas ahora voy al que me ha enviado y nadie de vosotros me pregunta ¿Adónde vas? Antes, porque os hablé estas cosas, vuestro corazón se llenó de tristeza. Pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya. Porque si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero si me fuere, os le enviaré. Y en viniendo éste argüirá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, porque no creyeron en mí; de justicia, porque voy al Padre y no me veréis más; de juicio, porque el príncipe de este mundo está ya juzgado. Muchas cosas tengo aún que deciros, más no podéis llevarlas ahora; pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosas venideras. El me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por esto os he dicho que tomará de lo mío y os lo hará conocer» (lo. 16, 5-15).

En estas palabras Cristo reprende a los discípulos porque se han entristecido al decirles que se marcha sin preguntar las ventajas que podía tener su vuelta al Padre. Si El no marchara no vendría el Paráclito. La venida del Espíritu es de trascendental importancia porque la actividad del Paráclito es ineludible si se quiere entender correctamente la relación de los discípulos a Cristo. Da la impresión de que Cristo no pudiera abrir los ojos de los apóstoles y de que tuviera que ser necesariamente e] Espíritu Santo quien les hiciera comprenderlo todo. Pero como esa comprensión es decisiva para la auténtica y verdadera vida, la venida del Espíritu Santo a los discípulos es también fundamental. La marcha de Cristo es, en realidad, un bien para los discípulos (Jo. 16, 7) porque es la condición de la venida del Espíritu Santo.

2. Las funciones del Espíritu Santo son enumeradas por Cristo en ]as palabras de despedida. El Espíritu Santo hace que los discípulos recuerden a Cristo; este recuerdo tiene fuerza psicológica y ontológica. El Espíritu Santo hace que los discípulos no se olviden de Jesús; pero a la vez les actualiza continuamente a Cristo. La función memorativa del Espíritu Santo es función actualizadora y su fin es que los discípulos tengan a Cristo como interna posesión. Cristo debe actuar en ellos. El Espíritu Santo crea la «presencia activa» de Cristo en los discípulos, el ser de Cristo en ellos.

El Espíritu Santo introduce a los discípulos en la verdad hasta que ellos reconocen la riqueza y profundidad de la sabiduría de Dios; da además testimonio de Cristo de forma que ese testimonio desarrolla lo que Cristo ha predicado y abre a la vez su sentido. Esta función iluminadora y explicativa es tan importante que el Espíritu Santo recibe nombre de ella: es el Espíritu de verdad. El hecho de que Cristo diga dos veces que el Espíritu Santo tomará de lo suyo y lo anunciará, demuestra que Cristo habla aquí no de verdades nuevas y no predicadas, sino del testimonio de la verdad predicada ya por El (cfr. I Jo. 4, 1; Apoc. 19, 10).

3. Lo que Cristo promete del Espíritu Santo lo vemos cumplido en los Hechos de los Apóstoles y en las Epístolas. La actividad del Espíritu Santo se desarrolla siempre en torno a Cristo. En el Apocalipsis de San Juan vemos hasta qué punto está vinculada a Cristo la actividad del Espíritu Santo, en las cartas a las siete iglesias se dice constantemente que se las invita a oír lo que el Espíritu dice (2, 7. 11. 17. 29; 3, 6. 13. 22); sin embargo, al principio de cada carta se dice que es Cristo quien habla a las iglesias (2, 1. 8. 12. 18; 3, 1. 7. 14). Evidentemente es Cristo quien habla por medio del Espíritu Santo. Cristo es también descrito como el Señor que dirige la historia; es también el «Cordero sacrificado», que en una grandiosa escena es convocado a ser Señor de la historia y del mundo (Apoc. 5).

4. En los textos de San Juan antes citados se enumeran algunas funciones más del Espíritu Santo. Frente al mundo aparece en el papel de acusador; sobre este tema dice A. Wikenhauser (Das Evangelium nach lohannes, 1948, 242): «Detrás de las difíciles palabras de Jesús está la idea de un proceso desarrollado ante Dios. El mundo descreído que ha rechazado a Cristo y le ha llevado a la cruz es el acusado y el Paráclito es el acusador. La misión definitiva del Espíritu consiste en argüir al mundo, lo que no quiere decir que lo convencerá de su culpa, sino sólo que pondrá en claro su culpa, es decir, que demostrará que no tiene razón. Pero este proceso no ocurrirá al fin de los tiempos (en el juicio final), sino en todo el proceso de la historia que transcurre desde la Resurrección.

El argumento del Paráclito consiste en dar testimonio a favor de Cristo delante del mundo (15, 26), es decir, en la predicación cristiana inspirada por el Espíritu, que pone en claro la culpa y la sinrazón del mundo. Al decir que arguye de pecado, de justicia y de juicio quiere decir que el Paráclito pondrá en claro qué significan el pecado, la justicia y el juicio, con lo que a la vez responde a la cuestión (como indican los versículos 9-11) de a qué parte hay que buscar el pecado la justicia y el juicio. Pecado significa la incredulidad frente a la revelación de Dios ocurrida en Cristo. El verdadero pecado del mundo es haberse cerrado a la predicación de Jesús y el cerrarse obstinadamente a la predicación cristiana (/Jn/15/21-25). La palabra «justicia» debe ser entendida en sentido jurídico como justificación o declaración de inocencia ante la ley; debe ser considerada como justicia hecha en un proceso, porque los argumentos son una acusación o polémica jurídica. Su vuelta al Padre y su glorificación significan que la victoria está de parte de Cristo (cfr. 1 Tim. 3, 16 y la interpolación apócrifa de Mc. 16, 14: revela ahora tu justicia=victoria). La vuelta al Padre es expresión típica de San Juan para decir lo que los demás escritores del Nuevo Testamento enuncian como elevación o glorificación de Cristo por Dios (cfr. Act. 2, 33, 5, 31; Eph. 1, 20; Phil. 2, 9; Hebr. 1, 3). El argumento contra el mundo consiste en que el Paráclito demuestra testificando (15, 26) que Cristo ha vuelto al Padre. El Espíritu pondrá en claro finalmente qué es el juicio y quién será juzgado. El mundo creyó que había juzgado a Cristo, pero de hecho en la muerte de Cristo se cumplió el juicio de Dios contra el dominador del mundo que había crucificado a Cristo (cfr. 13, 2. 27); en su muerte precisamente venció Cristo al diablo, porque a través de la muerte volvió al Padre y fue glorificado. Desde entonces el diablo no tiene poder; es el sometido, el juzgado (cfr. 12, 31; Col. 2, 15).»

SCHMAUS

TEOLOGIA DOGMATICA IV

LA IGLESIA

RIALP. MADRID 1960.Págs. 331-337
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